Con qué delicadeza nos describe Carla Simón el verano de 1993, cuando la pequeña Frida acaba de perder a sus padres y se instala en una casa de campo con sus tíos y su prima, aunque ésta pase a ser su hermana y aquéllos sus nuevos padres. Hay delicadeza en la manera de narrar, sí, y también sutileza a la hora de hacer presente la causa por la que murieron sus padres (el sida), después de cometer muchas locuras, en palabras de la propia abuela de la niña. Tu madre, prosigue la abuela, te quería mucho. La niña lo sabe, pero desconoce cómo expresar el dolor que siente por dentro y que a veces se transforma en rabia, incluso en furia. Es normal. A los seis años se pueden sentir muchas cosas, pero hay otras que se nos escapan de las manos, que no intuimos cuál puede ser el mejor camino para el consuelo, para el alivio, para la calma. Frida, pese a todo, lo intenta, indaga, va buscando huecos, sitios a los que agarrarse. Son muy emocionantes sus visitas a esa imagen de la Virgen y los regalos que le lleva para que la Virgen se los entregue a su madre muerta. Toda la película, en realidad, es muy emotiva, aunque sepamos que la niña puede estallar en cualquier momento, por cualquier causa, hasta que no encuentre el lugar definitivo al que agarrarse, como ocurre en la última, liberadora y extraordinaria escena. Ahí comienza otro viaje para ella: ha conseguido exteriorizar el dolor. Ese dolor que le hacía indagar, ir contracorriente, enfrentarse casi a manotazos a la vida. A la edad en que otras niñas están jugando con sus muñecos, ella acaba de aprender a convivir con el dolor, a darle nombre. No es poca cosa. No es tarea fácil.
A pesar de la tragedia que la directora se trae entre manos, la película está contada con una luminosidad que contribuye a que la historia no se precipite por el melodrama sensiblero o simplón. Nada de eso hay aquí. Sí he encontrado ecos de algunas de las primeras narraciones de Adelaida García Morales y de otras de Berta Vias Mahou. La sensación de soledad, de pérdida, de indefensión.
Todos los intérpretes defienden muy bien a sus personajes, pero mención especial merece la niña de seis años que interpreta a Frida, Laia Artigas. Su mirada, sus silencios (en una película repleta de ellos, de silencios), su modo de saltar en la cama, su manera de relacionarse con el resto, de maquillarse o de mostrar sus muñecos. Qué prodigio.
No siempre los veranos de la infancia son los mejores, esto es evidente. Y así nos los recuerda esta hermosa película, con aires, por momentos, de documental. Aunque bien mirado, el viaje que Frida comienza al final, en esa escena memorable de la que antes hablaba, puede que vaya encaminado a trazarse como una sucesión de veranos para el recuerdo, casi asimilado ya el dolor de la inmensa pérdida.
‘Verano 1993’ se proyecta actualmente en los cines asturianos.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades