En la habitación de un hospital del centro de Nueva York, después de muchos años sin verse, una madre y una hija se reencuentran. Estamos en los años ochenta y justo delante del hospital se encuentra el iluminado edificio Chrysler. La hija es la que padece una enfermedad y la madre acude para ayudarla y acompañarla. Empiezan así una serie de conversaciones durante cinco días y cinco noches entre ambas, que se sostienen mayoritariamente en los recuerdos del pasado, en las circunstancias por las que no se han visto durante todos estos años, en la necesidad -finalmente- que tienen la una de la otra. Elizabeth Strout utiliza en ‘Me llamo Lucy Barton’ un lenguaje sencillo y directo, donde la aparición de esos detalles aparentemente insignificantes que conforman las cosas esenciales de esta vida siempre está muy presente. El fuerte carácter de la madre. Los primeros cuentos que escribió la hija, su deseo de ser escritora, las personas que conoció en el West Village de Nueva York, donde vivió los años inmediatos a su matrimonio, la relación con las hijas y con el marido, con antiguos profesores y amores pasajeros, con el médico y las enfermeras que la están tratando… Todo ello conforma un mapa donde la fragilidad (por la propia enfermedad, por los recuerdos) y los sentimientos ocupan un lugar destacado. No desdeña Strout el humor (sobre todo, cuando la madre y la hija evocan a antiguas compañeras de la infancia o le ponen motes a las enfermeras) ni las cruciales pinceladas sobre los secundarios, donde el silencio es tan importante como lo escrito. Me refiero, concretamente, a Jeremy, uno de los personajes con los que mantiene relación en esos años del West Village, en un pequeño apartamento al lado del río. Años, como sabemos, donde ocurrieron muchas cosas, muchas de ellas terribles, aparición del sida incluida. Hay, a este respecto, una escena tan breve como conmovedora, donde queda de manifiesto lo solos que pueden llegar a sentirse algunos seres humanos pese a estar acompañados.

Ya había mostrado Strout su capacidad para diseccionar a la familia en la excelente ‘Olive Kitteridge’, premio Pulitzer y cuya notable adaptación televisiva le sirvió a la gran Frances McDormand para ganar algunos prestigiosos premios y quedar finalista de otros tantos. No en vano, pensándolo bien, si esta novela (¿memorias disfrazadas?) que hoy analizamos se adaptase al cine o a la televisión (o al teatro, también podría ser y no sería mala idea), McDormand, siempre tan versátil, podría ser una de las candidatas perfectas. Bueno, siendo justos, ella, Frances, siempre resulta perfecta en cada papel, en cada proyecto, con los Cohen o sin ellos.

Desde la serenidad, entre idas y venidas en el tiempo, con el hospital como principal escenario, Strout rememora la vida de Lucy Barton. El recorrido desde aquella infancia con experiencias traumáticas hasta ese presente desde el que se vuelve a rememorar todo lo anterior. Con la misma mirada de asombro, pese al tiempo transcurrido y a algunas decepciones y cicatrices. Con ternura y relativa ironía. Con un nueva y asumida capacidad de redención.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades