No es difícil imaginar lo complicado que lo tuvieron las mujeres lesbianas (también los hombres gays, naturalmente) en la América (en cualquier parte, en realidad: y aún hoy en tantos lugares) de los años 40, 50, 60, 70, incluso los 80 y los 90. Armarios cerrados a cal y canto, sin posibilidad de que entrase un poco de aire y de luz. Miedo al rechazo, al qué dirán, a los insultos, a las vejaciones, a la marginación. Miedo a perder el trabajo y el afecto de sus familias. Miedo a que su amor fuese descubierto. Miedo constante. Miedo como una sombra que está siempre acechando, vigilando, escudriñando. Miedo como una parte más de la existencia. Miedo como representación máxima de la injusticia. Miedo con todas sus letras. Miedo como un flexo cuya helada luz apunta al rostro del acusado, de la acusada. El gay, la lesbiana. Los gays, las lesbianas.
Mujeres que, al convivir bajo el mismo techo, tenían que decir que eran primas o amigas. En este sentido, y sólo en este, lo tenían un poco más sencillo que los hombres gays. La sociedad, aunque en ocasiones rumiara por debajo, aceptaba eso: dos primas o dos amigas viviendo juntas, compartiendo gastos. Lo que era impensable que se consintiese a dos hombres. Ahí ya estaba el lío armado desde el principio.
Mujeres que tenían que vestirse con ropas femeninas -faldas, tacones, sombreritos absurdos y demás tocados- y pintarse los ojos, la cara y los labios, sin sentirse cómodas con esos atuendos y esas máscaras, para, por ejemplo, conservar sus puestos de trabajo. Esa aceptación por parte de la sociedad. O sea, injusticia sobre injusticia. Acallar rumores, bajar persianas, apagar luces, pasar de puntillas, guardar silencio. Habitar en él, en el silencio.
Todo esto nos cuenta el espléndido documental de Netflix ‘A secret love’. En él se da voz a la historia de Terry y Pat, dos mujeres que, con todos esos inevitables miedos a cuestas, vivieron su amor durante esos años y, ya con más libertad, en años posteriores, hasta ese 2019 donde una de ellas se muere y la historia de amor queda truncada por ese final tan triste como esperado dadas las enfermedades que padecía. Es un documental (que va y viene en el tiempo) lleno de nostalgia, sí, pero no de tristeza, salvo ese inevitable desenlace, porque el amor fue más poderoso que el miedo. Se vieron obligadas durante los años más duros a aceptar todo lo mencionado anteriormente -faldas, tacones, maquillajes, máscaras, accesorios femeninos, supuesta relación familiar, silencios, más silencios- porque no quedaba otra. Pero, como digo, el amor araña al miedo y se convierte en más poderoso que él. Siempre. Sin excepción.
Ahí está la historia de Terry y Pat, dos mujeres enamoradas, para demostrarlo. Y, tras ver el documental, quedan fijadas en la memoria dos fotografías: la de las mujeres jóvenes y decididas con todo el futuro por delante y la de las mujeres, ya ancianas (esas manos que, temblando por la emoción y la enfermedad, se acercan y se superponen), casándose con el respaldo de sus familiares y amigos.
Quedan esas dos fotografías, sí. Y el miedo como un rumor lejano que no termina de irse y por eso, precisamente, conviene no bajar la guardia. Hay que seguir alerta.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades