Este mes se cumplen treinta y cinco años de la muerte de Romy Schneider. Posiblemente, Romy fue una de las actrices más guapas, más vulnerables y más desamparadas de la historia del cine. (Como también lo fue en similar sentido Amparo Muñoz). No hay más que echar un vistazo a las fotos de sus últimos años de vida. No se podía tener un rostro más hermoso, y sin embargo, en sus ojos siempre estaba aquel frío, aquella especie de miedo, de fragilidad, de inseguridad. Ojos que queman pese a la frialdad. La cámara no miente. No lo hace nunca. Además, aún pretendiéndolo, es muy difícil engañarla. Pienso que Romy ni siquiera lo pretendía. Y ella, la cámara, siempre alerta a la hora de rastrear emociones y estados de ánimo, sensaciones y latidos, se aprovechaba. Pienso también que a Romy no le importaba demasiado lo que la cámara hiciese con su rostro, lo que mostrase de él. Aquí estoy, parece decir al observar hoy con detenimiento esas fotografías. Lo que queda de mí, aunque sonriese. Y aunque su sonrisa, nunca forzada, acaso con un punto de inocencia todavía pese a los vaivenes de la vida, a los ajetreos del viaje, contrastase con aquellos ojos que reclamaban la misma protección que esos seres a los que se les ha herido en exceso, sin demasiados miramientos, no importan los motivos.
Ojos que queman, insisto, pese a la frialdad.
La terrible muerte del hijo. Ah, ese es otro cantar. Un cantar al que nadie nos enseña a enfrentarnos. Un arrancarnos las entrañas y no saber cómo organizar el peso del mundo. Romy no supo (o no pudo, o no quiso) organizar aquel peso. “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido. Vivo de llorarte en la noche con lágrimas que queman la oscuridad”, escribió Francisco Umbral en ‘Mortal y rosa’, ese largo y salvaje poema en prosa que el tiempo no ha conseguido (ni conseguirá) marchitar en absoluto, después de la muerte de su único hijo. Quién no puede llegar a entenderlo. El alcohol y las pastillas aplacaron los aullidos durante un breve tiempo. O los agudizaron, quién sabe. Romy, encerrada en su apartamento de París, después de las películas, los amores, los premios, los sufrimientos, las risas, el desencanto y la fatalidad, tropezó con la muerte. Fue en mayo, pocos meses después de la violenta pérdida del hijo. Pero su inmensa presencia, treinta y cinco años después de su desaparición, continúa aquí, alumbrándonos, aunque a veces todavía siga asustándonos esa ráfaga helada, ese frío que quema, ese ardiente temblor.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades