Los mitómanos somos gente extraña y afortunada. Vivimos cada acto de esa mitomanía con excitación y nerviosismo, como si de una importante revelación se tratara. La mesa de Chicote donde tomaba las copas Ava Gardner, el sótano del edificio de Brooklyn donde Truman Capote escribió su obra maestra, la esquina neoyorquina donde desayunó Audrey Hepburn, la cafetería del Teatro Español donde merendaba muchas tardes María Asquerino, los cementerios de París donde reposan todos esos artistas y escritores que tanto admiramos… Y en lugar destacado, como no podía ser de otra manera, Studio 54. Recuerdo ahora, después de ver el documental que sobre la mítica discoteca acaba de estrenar Filmin, la primera vez que estuve en Nueva York. Más que cualquiera de los parques o los emblemáticos edificios que visitaríamos a lo largo de aquellos días, todos ellos -como las vistas que ofrecían- espectaculares, mi obsesión era entrar en el teatro donde antes había estado la discoteca y que, salvo las butacas, conservaba la misma decoración. Aunque me hubiese dado igual el espectáculo que programasen, tuvimos suerte: una serie de cantantes, femeninas en su mayoría y con grandes voces, le hacían un homenaje al compositor Stephen Sondheim. Estuvo muy bien, pero eso fue lo de menos. Lo espectacular fue atravesar aquella puerta donde en su día se agolpaban numerosas personas anónimas con el afán de entrar y la esperanza de poder codearse con las estrellas que frecuentaban el local, caminar sobre aquellas mismas baldosas tan características de los 70, entrar en aquellos baños con grifería dorada y paredes negras, percibir aquel olor que era una mezcla de maderas, humedad y tiempo acumulado. Todo eso. Lo que se podía palpar y sentir. Y todo lo demás: lo que allí dentro, sentado en aquella vieja butaca, uno se podía imaginar. Puede que en aquella esquina Elizabeth Taylor (el vidrio de la euforia en los ojos violeta) le contase algún secreto a Truman Capote, y éste, a su vez, quitándose el sombrero, le soltase una picardía antigua a alguno de aquellos camareros que se paseaban medio desnudos por el local. Puede que un poco más allá, después de uno de sus conciertos en algún teatro cercano, Liza Minnelli abrazase la botella de champán como quien se abraza a un confidente o a una buena amiga. Puede que Bianca Jagger estuviese a punto de entrar de nuevo a lomos de aquel caballo blanco o que Grace Jones volviese a descubrir la vida en rosa con su voz grave y los pechos al descubierto. ¡Podían ser tantas cosas!

Tantos recortes, tantos apuntes, tantas imágenes, tanta leyenda. Tanto de todo, excesos incluidos. Toda aquella sensación de libertad. Toda aquella especie de ruptura con el mundo exterior. Todo el desastre que se avecinaba (con la pandemia del SIDA a la cabeza) y que nadie podía intuir en aquellos momentos. Las noches parecían largas y la vida siempre pasa muy deprisa. Camarero, más botellas de champán. Más, sí. El sexo también era libertad y los tabúes se quedaban a la puerta, como muchas de aquellas personas anónimas que no conseguían entrar ni codearse con las estrellas cuya luz era tan poderosa como la de los neones que alumbraban la atiborrada pista de baile. París había sido una fiesta y ese rincón de Nueva York lo estaba siendo en aquellos instantes. Poco importaba todo lo demás. Siempre queda el último baile.

El documental, aunque se centra más en la historia de los propietarios del local (Ian Schrager y Steve Rubell) y en las argucias financieras que llevaron a cabo, recuerda algunas de aquellas noches. El esplendor y la decadencia. Los brillos de las lentejuelas y el ocaso de algunos dioses. Los jóvenes ansiosos por devorar el mundo y las viejas que no querían dejar de bailar. El antes y el después. La ruptura con el pasado y la mitomanía que surgía cada noche, allí, en cada resplandor. La gloria del momento y la miseria posterior. La apertura de mente y el carpetazo definitivo a cualquier atisbo de diferencia, modernidad o libertad. El champán se agotó y los rostros, tan demacrados al descubrir en las calles el amanecer, nunca volvieron a ser los mismos. Puede que ahí, en los rostros de los supervivientes (en las miradas que nunca engañan, en la piel sin rastro de maquillajes, en los labios resquebrajados), esté la auténtica metáfora de todo aquello.

La leyenda seguirá intacta mientras nadie nos arrebate el poder de la imaginación.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades