Mónica siempre quiso ser actriz. Ahora, mientras tira a un cubo de basura los restos de comida que la gente no ha tenido la decencia de llevar a su lugar correspondiente y de limpiar las mesas con una bayeta húmeda, le han venido a la cabeza aquellas representaciones que, tanto ella como Adrián, hacían en la universidad. Textos clásicos y teatro del absurdo. Él, además de actuar, dirigía la mayor parte de aquellas obras. Se conocieron allí, estudiando Filología, y desde entonces están juntos. Los dos terminaron la carrera con buenas notas. Ella trabaja en ese local de comida rápida seis días a la semana. Él, en una pescadería de la zona antigua de la ciudad. Los dos acaban de cumplir cuarenta años. No tienen hijos. Esa cuestión quedó zanjada, de mutuo acuerdo, hace tiempo. Se habló de la posibilidad de adoptar y luego ya no se volvió a hablar del asunto. Viven con un gato blanco y otro negro que recogieron en un callejón cercano a su casa una noche de frío y lluvia, hace ya ocho años. Los llamaron Didi y Gogo.
Niños chillones, madres alborotadas, padres que no sueltan los móviles ni bajan el tono de voz, abuelas con unas ganas infinitas de que termine todo este periodo navideño para regresar a sus vidas cotidianas. Ése es el ambiente del local hoy, el último día del año. Como todos estos días desde mediados de diciembre, en realidad. Mónica lleva el pelo, rubio y tirante, recogido detrás de ese ridículo gorrito que forma parte del uniforme. Ni siquiera ese trapo en la cabeza consigue que dejes de parecerte a Nastassja Kinski, la consuela Adrián. Es cierto, con gorro o sin él, Mónica siempre se ha dado un aire muy grande a la hija del endiablado Klaus. Tiene cara de cansancio. A veces, alguien le dice no sé qué y ella sonríe con una mueca mecánica, como si ni siquiera hubiese escuchado lo que le decían. Tal vez le digan Feliz Año Nuevo. Sí, seguramente. Pero su cabeza está en otro sitio. En la cena de esta noche. Después de mucho tiempo sin salir a cenar, pasarán la última noche del año en un local que han inaugurado recientemente y del que Adrián, a través de un compañero de trabajo, tiene muy buenas referencias. Cena, uvas, copas, jazz y luego música de baile hasta la madrugada. Es el regalo de estas navidades. Así lo decidieron cuando oyeron hablar de aquel local. Los dos lo necesitan. Salir de casa, cenar, tomar unas copas, escuchar jazz, bailar, divertirse. Olvidar la rutina. Ya no se quejan de sus trabajos ni de la mala suerte. Se aferran a ellos porque es el único medio que tienen para pagar el alquiler y demás facturas. De sobrevivir. Eso es todo.
Hacía tiempo que Mónica no recordaba aquellas funciones de teatro. Sigue pensando en ellas, en los buenos tiempos de la universidad, mientras recoge más mesas y se abstrae del bullicio del local. Pensará en ello hasta las ocho, la hora de salida. No hay melancolía ni tristeza en esos pensamientos. Ya no. Los dos llegarán a casa más o menos a la misma hora. Mónica se compró hace unos días un vestido de terciopelo negro y tirantes finos, en una tienda cerca del trabajo que había adelantado las rebajas a principios de las navidades. No le dijo nada a Adrián. Será una sorpresa. Hace tiempo que no se pone otra cosa que vaqueros y el uniforme del trabajo. A Adrián le gustan esos vestidos que dejan los hombros al descubierto. Su hermana mayor le prestó unas sandalias que se compró recientemente para la boda de su mejor amiga. Las dos utilizan el mismo número. También hace mucho que no se pone tacones. Tendrá que ensayar un rato en casa antes de salir. Cuando se los pone es un poco más alta que Adrián. Los dos hacen bromas sobre ello. Deberá pararle los pies a Adrián porque las bromas y los tacones siempre terminan excitándolo, y van con el tiempo bastante justo. Al día siguiente, piensa, después de la fiesta. Qué mejor manera de empezar el año que metidos todo el día en la cama.
Mónica está tratando de quitar un pegote de kétchup y otro de mostaza que se han quedado resecos en una de las mesas, cuando alguien pasa por su lado y le dice Feliz Año Nuevo. Ahora sí ha reconocido esas palabras. Y la voz ronca que las ha pronunciado. Es la de Adrián. Mónica se da la vuelta y le mira con cara de sorpresa. Son casi las ocho, dice él, señalando el reloj de su muñeca. He salido un poco antes de lo esperado. Está guapo y a ella le apetece mucho besarle, pero sabe que el encargado, al que no se le escapa una, la está mirando y se contiene. Feliz Año Nuevo, cariño, susurra.
Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades