Aprovechando que el próximo uno de diciembre cumplirá ochenta y un años y que el recuerdo de su última y deliciosa película, Café Society, aún está reciente, creo que es un buen momento para agradecerle al señor Woody Allen todos los momentos de buen cine que me proporcionó a lo largo de estos años. Ahora, desde algunos sectores, parece que está de moda derribar mitos o intentar ensuciar el nombre de tantos creadores que nos ayudaron en nuestro crecimiento intelectual y en nuestros múltiples desvelos. Con Woody Allen, pese a sus películas menores (nadie tiene la obligación de hacer una obra maestra al año, hombre), no podrá nadie. Ya está ahí, en la Historia, con mayúsculas, del cine. Películas gloriosas, momentos inolvidables. Cine, en su mayoría, que perdurará porque trata, de manera más cómica o más dramática, asuntos que a todos nos atañen. El amor, el miedo, la muerte, las inseguridades, la fragilidad, la risa, la infancia, el humor, el deseo, las derrotas, los sueños posibles y los sueños imposibles… El cine y la literatura. Son muchos los intérpretes que trabajaron con él, y más aún los que sueñan, a día de hoy, con hacerlo. Las mujeres, las actrices. No recuerdo una sola mujer que estuviese mal bajo sus órdenes. Me quedo con Diane Keaton, Anjelica Huston, Geraldine Page, Maureen Stapleton, Gena Rowlands, Mia Farrow, Dianne Wiest, Barbara Hershey, Mira Sorvino, Judy Davis, Cate Blanchett… En realidad, me quedo con todas -con Oscar o sin él-, pero son tantas que es casi imposible enumerarlas en este espacio. Cada una de ellas, por otro lado, merecería un artículo completo.

Creo que puedo recordar (tener buena memoria a ratos resulta positivo) cada uno de los momentos en los que salí eufórico de un cine después de ver una de sus películas. La sensación de que caminando por las calles de mi ciudad estaba caminando por las calles de la suya, Nueva York. Y así, caminando por estas calles que tan bien conozco, podía escuchar las músicas -siempre exquisitas- que sonaban de fondo en las historias que salían de su cabeza y de las que, convertidas ya en imágenes, acababa de disfrutar. Caminaba por las calles de mi ciudad como si flotase. Con esa sensación que nos atrapa después de haber disfrutado plenamente de algo realmente bueno. De un cuadro, de una fotografía, de un poema, de un concierto, de una interpretación en directo, de una película… Porque, sin ánimo de ponernos estupendos, eso es lo que tiene el arte: que nos permite elevarnos de nuestras rutinas y flotar. Alejarnos de nuestros problemas y sobrevolar los aspectos más crudos de la realidad. Y sentir esa sensación que es, como digo, muy parecida a la de flotar. Ustedes ya me entienden.

Sus trabajos (todos ellos: cada uno en su medida, como es lógico) siguen siendo, como siempre, un alivio en medio de nuestras numerosas batallas cotidianas.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades