Las novelas
tienen
que ver
con las
consecuencias
de
los hechos
y no
con los
hechos
en sí.
Se lo
he oído
decir
a
Richard
Ford
en
varias
ocasiones
durante
estos
tres días
en que
he tenido
la suerte
de escucharle.
Durante
el
Máster
Ford
como
lo ha
denominado
Chus.
Y no
le falta
razón.
Las lecciones
más importantes
siempre
son
inesperadas
y
llegan
prendidas
de
la generosidad
y
el entusiasmo.
Vivimos
durante
años
bajo
el influjo
de que
la letra
con sangre
entra
o
de su
adaptación
a
los tiempos
que corren:
la cultura
del
esfuerzo.
Pero me
cuesta
aceptar
un
aprendizaje,
una
curiosidad
que no
repose
en el
placer.
Veo
el esfuerzo
como
un medio,
nunca
como
un objetivo:
el camino
más
escarpado
o
más llano
que uno
escoge.
Punto
y
final.
Chus,
al que
le gusta
llegar
a
conclusiones
desde
las que
tomar
impulso,
también
ha dicho
que leer
a Ford
y
escuchar
sus palabras
confirma
lo que
siempre
defendimos:
que lo que
se dice
es
inseparable
de lo
que se
escribe.
Que todo
es habla,
lenguaje
y
no hay
nada
más vivo
que eso.
Durante
años
nos hemos
acostado
y
despertado
con ese
convencimiento.
Ford,
discúlpenme
la imagen,
ha venido
a darnos
la bendición.
Somos
adultos,
deberíamos
valernos
de nuestros
propios
conocimientos.
Pero quién
va
a rechazar
una ayuda
semejante.
Así que
ahí andamos,
preocupados
solamente
por no
faltar
a nuestra
propia
palabra.
Y
por supuesto
que
las novelas,
y puede
que no
sólo ellas,
tienen que
ver
con las
consecuencias
de
los hechos.
Aspirar
a
vincular
nuestro
lenguaje
con las
causas
es más
propio
de
quien
se siente
un privilegiado.
Aunque
se nos
muestre
con una
engañosa
humildad:
más
calculada
que
la peor
de
las vanidades.
Fernando Menéndez es escritor
@Fercantona