Asentí con la cabeza. Asentí al leer una entrevista con Antonio Conte, seleccionador de Italia. Asentí cuando dijo: «El que diga que en el fútbol no hay nada que inventar dice una gran tontería». Hay un grado sumo de condescendencia, de palmada en el hombro al supuestamente ingenuo en los profetas del ya todo está inventado. En realidad, pocas afirmaciones hay tan conservadoras. Si ya no quedara nada por inventar, la vida sería una imagen fija de repeticiones. Una sucesión de auto citas, de complacientes rutinas. Y eso que cuando leí la entrevista con Conte no sabía aún que Cruyff había fallecido. Una de las pruebas más duras de soportar es descubrir que los mitos se mueren. Como pedir a un creyente que realice el informe forense de la muerte de dios. Porque yo nunca he negado que soy un mitómano. Es más, creo que todo el mundo, en el fondo, lo es. Y no conozco mayor mitomanía que afirmar categóricamente que no se es mitómano. Y Johan Cruyff  es uno de mis mitos. Incluso me atrevería a decir que es una de las figuras sobre la que se asienta mi poética, mi ideología.

Cruyff llegó a entrenar al Barcelona  en una época en que empezábamos a abrir puertas que serían definitivas: Wim Wenders, John Berger, el «Dream Team»… Nunca entendimos de jerarquías: un gol de Romario al Real Madrid pertenecía a la misma categoría que una canción de Radio Futura o un poema de Lorca. Sé que todavía, y dependiendo de en qué ámbito, puede sonar raro, pero así hemos entendido siempre la vida: como una conexión entre ínsulas ajenas. Lo mismo descolgábamos el teléfono para saber si habíamos leído lo último de Clarice Lispector que para preguntarnos quién coño es ese Arshavin que la está rompiendo contra Holanda.

En el año 2002, Johan Cruyff publicó un libro: «Me gusta el fútbol» (RBA, Johan Cruyff Foundation) cuya edición y prólogo corrió a cargo de Sergi Pamiés. En sus páginas, y a partir de varias de sus conocidas frases, el holandés desgranaba su visión del fútbol. Releyéndolo estos días, me llamó la atención que una de las palabras que más aparece en el libro es la palabra «alegría». Claro que en el fútbol no está todo inventado, Antonio Conte. El invento duradero de Cruyff, más allá de conceptos tácticos y del juego, es haber devuelto la alegría y el amor al arte a un deporte demasiado agobiado por la responsabilidad. El periodista Santiago Segurola lo expresó mejor que nadie en un artículo de 1993: «Hay algo en sus equipos que les entronca con una visión pop de la vida: el gusto por la diversión, la búsqueda de la brillantez y un lado ingenuo, juvenil y despreocupado. Los buenos partidos del Barça se sienten como las buenas canciones de los Beatles o los Kinks: rápidas y directas al corazón. Y todo eso porque a Cruyff le gustan el balón y los futbolistas, y no anda preso de la murga que nos mata: sistema, sistema, sistema».

Cuando fichó por el club blaugrana en 1973, yo era un niño gordo al que, como mucho, en los partidos del colegio le dejaban ser portero reserva. A mis compañeros se les hacía imposible que, bajo mi aspecto, pudiera haber un crío que supiese jugar al fútbol. Hasta que mi tía Cova me regaló una camiseta de la empresa en la que trabajaba. La camiseta llevaba en la espalda un retrato de Cruyff  anunciando una marca de pinturas. Al día siguiente la llevé puesta a clase. Por una vez, en el típico partido del recreo no fui relegado al banquillo. Me dejaron jugar de delantero con la única condición de que no estorbase. A punto estuve de marcar un gol. Me gané el respeto ajeno por llevar el rostro de Cruyff a mis espaldas. Aún lo sigo llevando. Gracias, Johan.

Fernando Menéndez es escritor
@Fercantona