Ahora que el epicentro de la literatura está atomizado, conviene recordar que fue en la televisión donde se anunció el futuro que, para muchos , era un crimen. Una pareja y su bebe protagonizaban el anuncio televisivo de la cuenta corriente de un conocido banco. La narrativa de un spot, ya se sabe, es eficazmente simple. A la susodicha pareja, la cuenta bancaria sólo le aportaba beneficios (lógico) y alegrías. Entre otras, que al padre de familia le publicaban su primer libro. En aquel momento pensé: estamos jodidos. Paulatinamente, la industria editorial comenzó a dar más importancia al contenido que al continente, algo impropio de la literatura. Escritores valorados por su número de «followers»; bestsellers mal redactados; libros para quien no le gusta leer; guiones disfrazados de novelas; libros que, como Ikea, pretenden poner el diseño al alcance de todo el mundo. ¿A qué llamamos diseño literario? En la mayoría de los casos a una nadería envuelta con apariencia. La erupción no cesa: lo último es la poesía bestseller. Algo que nunca creí que íbamos a ver. Pues bien, ya ocupan su propio espacio en estanterías de librerías y grandes almacenes. ¿Estoy esgrimiendo una apología de la alta literatura, del elitismo narrativo y poético? Ni muchísimo menos. Aunque, dicho sea de paso, cada vez estamos más lejos de aquello que dijo Thoman Mann: «Escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a las demás personas».
La aspiración de aunar lo popular con la calidad ya estaba en Sófocles, Dickens o Lope de Vega. ¿Si el público gozón y sin pretensiones y el espectador resabiado pueden disfrutar a la vez de «El Padrino» o del «Rubber Soul», por qué sacrificar la expresión en favor de la trama?
A la lista de libros más vendidos le ha surgido una competidora imprevista: la lista de las mejores series de televisión de los últimos diez o quince años. Esos escritores que reciben el sonoro nombre de «showrunners» son eso: escritores. Autores que han escogido el formato televisivo para desarrollar su literatura: David Chase, Vince Gilligan, Mathew Weiner, David Simon, Aaron Sorkin… Simon, para convencer a la cadena HBO de su proyecto, explicó a sus directivos que «The Wire» no era una serie, sino una novela en imágenes. Tradicionalmente, la televisión adaptó grandes obras literarias: «Yo, Claudio», «Sherlock Holmes», «Fortunata y Jacinta». Lo de ahora no es eso. Se trata de que en la literatura se apoye el argumento, las epifanías, los discursos de los personajes… Se trata de que no sea un simple atrezzo. Qué duda cabe de que, hoy en día, es preferible ver ciertas series de TV antes que leer ciertos libros que han vendido miles de ejemplares.
Que un publicista parezca una mezcla de Bruce Wayne y Jay Gatsby. La posibilidad de pensar qué hubiera hecho Tolstoi si hubiese tenido acceso a las escuchas telefónicas. O la inquietante idea de que ciertas formulaciones químicas se obtienen de abandonar un libro de Walt Whitman al lado de un retrete. Estas, y muchas más, son las vertiginosas posibilidades que surgen de ese nuevo género literario que son las series de televisión.
Sabemos que el video no mató a la estrella de la radio. Tal vez las series de ficción salven a la literatura.
Fernando Menéndez es escritor
@Fercantona