Cada vez que un español entra en una librería y compra «La España vacía» se convierte en un ciudadano extranjero. El concepto de extranjería está tan anticuado, que seguimos pensando que extranjero es alguien que nació y se crió en un país distinto al nuestro. España es un país cada vez más ajeno, a pesar de presumir de esencias, o tal vez precisamente  por ello.

Sergio del Molino apoyó el codo en la ventanilla del coche mientras conducía por rincones perdidos, olvidados o desconocidos de la Península Ibérica. Sergio del Molino es un aguafiestas, que es lo mejor que puede ser un escritor. Vivíamos tan a gusto a la sombra del mito de las dos Españas… Y va el hombre y nos dice que sí, que hay dos Españas, pero que no son las que nosotros pensamos. Las Españas que vio del Molino son la vacía y la llena. De la segunda ya llevan escribiendo los novelistas desde los años ochenta, labrándose una carrera a su costa. La España vacía: esa que se extiende por Las Hurdes o por Tierra de Campos (por citar dos ejemplos citados en el libro) no tiene a tantos que le escriban.

El mestizaje es el «vicio» de la extranjería y el mestizaje de géneros, el «vicio» de la literatura cuando se empeña en hacer la puñeta a la novela: monarca absoluta del canon y del mercado. Leída «La España vacía» podría firmar que es un ensayo, un libro de viajes o una trabajada confesión de sobremesa. Me da lo mismo. Me gusta entre otras cosas porque es un libro que chincha. Como, por ejemplo, lo hizo en su momento «Campos de Níjar» de Juan Goytisolo.

A mí Sergio del Molino me ha hecho pensar que en los años ochenta y noventa subíamos cumbres de cartón piedra. Le oí decir públicamente en una ocasión que si los norteamericanos tienen a Carver, nosotros tenemos a Delibes. Y no se trataba de patriotismo. Era algo mucho más importante.

Fernando Menéndez es escritor
@Fercantona