“Tal vez en el principio el tiempo y lo visible, inseparables hacedores de la distancia, llegaron juntos borrachos golpeando la puerta justo antes de amanecer. Con las primeras luces pasó su embriaguez, y tras contemplar el día, hablaron de la lejanía, del pasado, de lo invisible. Hablaron de los horizontes que rodean todo lo que todavía no ha desaparecido”.
John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible
Esta cita de John Berger me parece la mejor introducción a la obra «Luz retenida» (2003), realizada por el pintor Melquiades Álvarez (Gijón,1956) que se puede contemplar en la sala 24 del Museo de Bellas Artes de Asturias. Lienzo de gran formato -200×270 cm.-, en el que estuvo trabajando durante largo tiempo y que el artista inició con una base de acrílico, recubierta posteriormente con óleo. De su realización, el autor recuerda los primeros tanteos, la complejidad del formato, el esfuerzo físico y, sobre todo, la necesidad de trabajar en largas sesiones para conseguir realizar de una vez, sin ningún trazo ni brochazo distinto, ese cielo limpio que domina la obra. El cuadro permaneció en el estudio del pintor durante algún tiempo hasta pasar a formar parte de los fondos del Museo, primero en depósito y más tarde como adquisición.
Se expuso por primera vez en 2003 en la muestra dedicada al artista en el Centro Cultural Palacio Revillagigedo: “Melquiades Álvarez, dibujos, pinturas 1996-2003”. Fue acompañado de un magnífico catálogo, una joya de edición en la que se advierte la mano del artista, y que contó con los excelentes textos, “Caminos, Visiones” de Rubén Suárez y “M.A, Teoría de la Luz quieta (notas de campo de una indagación)” de Pedro de Silva, además del escrito del propio artista, “Mirada en el tiempo”. El interés que desde siempre ha manifestado Melquiades por incorporar escritos propios en sus catálogos señala la preocupación por ampliar y completar sus creaciones con notas, inquietudes y reflexiones; escritos que, más que de un trabajo paralelo, hablan de una complementariedad de disciplinas que advertimos en su reciente publicación La vida quieta. También, en uno de los últimos números de la revista Clarín, César Iglesias realiza un semblante del artista en “Melquiades Álvarez en el eterno particular”, comparto su afirmación de que estamos ante uno de los artistas más literarios de la actualidad, “no sólo por las fuentes de las que bebe, sino por su capacidad de llevar su estar y ser creativo al texto escrito”.
La temática de aquella muestra del Revillagigedo fue amplia, con mundos que identificamos en las creaciones del artista: paisajes, naturalezas estáticas, figura…; «Luz retenida» formaba parte de una serie de cuadros agrupados bajo el título Paisajes de tierra, pinturas de troncos otoñales y bosques invernales, hojas, raíces,… árboles en flor o con frutas maduras en los que revoloteaban aves, picoteándolas. Para todo ello, y para sus marinas, horizontes, montañas y senderos, nuestro artista utiliza el término naturaleza. En este sentido, hay algunas similitudes y referentes -en su mayoría románticos-, como Caspar David Friedrich o William Turner, pero también está Paul Cézanne y es, en este último, donde encuentro algunas de las motivaciones de nuestro pintor, en los largos paseos por los alrededores de Aix-en-Provence para explorar las profundidades del corazón y el espíritu del hombre y la naturaleza, en la “Montaña de Sainte-Victoire”, vivida por el artista francés, y pensada y transformada sobre el lienzo. La montaña de «Luz retenida» es la Sierra del Sueve, un macizo de la costa oriental que penetra hacia el interior, un motivo presente en otras de sus obras, como «Leve» (2008), un óleo sobre lienzo de 92×100 cm. (imagen 1), que igualmente representa esa naturaleza contemplada e interiorizada por Melquiades. Para un artista que no suele tomar fotografías del referente, es fundamental la observación, mirar más allá de la apariencia de las formas para entenderlas y profundizar en ellas; durante largo tiempo, fue muchos atardeceres a su encuentro, salía de su casa a las cinco de la tarde para contemplar el entorno, viendo como las cumbres mantenían la nieve -le interesa esa capacidad lumínica del blanco a ciertas horas del día-, en un momento muy preciso, a la hora del crepúsculo, daba la sensación de que la montaña retenía la luz, como fosforescente. De aquí proviene el título «Luz retenida», con él prioriza, sobre cualquier otro elemento formal, la presencia misma de la luz, en este sentido, comenta Pedro de Silva en el catálogo del Revillagigedo, que “toda su obra es una teoría de la luz quieta. Hay un resplandor que persigue cada una de sus pinturas”, como si en la obra de Melquiades la quietud, la luz y el tiempo detenidos, fueran un “estado superior del alma”.

Existe un referente geográfico y un lugar desde donde es contemplado, pero el cuadro es, sobre todo, cielo: “ante lo celestial y lo terrenal, sucumbí a lo primero”. La proporción y el orden interno son fundamentales. La pintura está perfectamente medida, se distribuye milimétricamente el espacio ocupado por la montaña y por el cielo, hay un orden numérico en su composición, color y luz aportan un efecto evanescente, como de algo a punto de disiparse que nos atrapa.
Lo cierto es que con esta singular obra, ante la que nos sentimos inmersos, y que nos sitúa en el mismo espacio que su creador, adivinamos esa cualidad extraordinaria que posee el artista: una gran retentiva, una gran capacidad para hacerse con aquello que le interesa, con su entorno y con su atmósfera. Hay una captación medio ambiental, una sensibilidad especial hacia lo que está pasando en un lugar concreto observando sin prisa, para poder transmitirlo al lienzo, porque “si observas con atención las cosas, las ves, pero también la miras en su interior”. Este carácter introspectivo nos conduce a otra de las fuentes de inspiración e interés del artista, el mundo oriental, la quietud zen. Melquiades es un pintor de proceso lento, no es ansioso ni precipitado, dedica mucho tiempo para que las cosas se revelen, la luz las delate y, en ese proceso, “darle su alma”. Dice el poeta chino Su Shi: “antes de pintar el bambú tiene que crecer dentro de uno. Entonces el pincel en la mano, la mirada concentrada, la visión aparece de pronto ante los ojos”.
Cada obra de arte es una aventura, un acontecer, y en Melquiades Álvarez no sólo es fruto del bagaje que concede el tiempo, tiene que ver con su manera de entender y sentir la creación; en su obra siempre hay algo que se mantiene, pero como todos sabemos, es el tiempo el que decide si una obra perdurará.
«Luz retenida» es uno de esos trabajos que ha doblegado al tiempo, contiene y desprende encantamiento, su montaña es emanadora de luz, desde ella contemplamos con admiración un cielo de atmósfera infinita, es un “canto al mundo celestial”, un canto místico. Miramos poco al cielo, lo observamos desde nuestra perspectiva, pero en esta ocasión es el gran protagonista rigiendo el universo, sus valores tonales y lumínicos nos desbordan. Dice Melquiades que el arte abre ventanas a “algún tipo de transcendencia”, que el artista es un medium, un transmisor de cosas que, sin ser suyas, pasan por él. Su obra abre alguna de esas ventanas que enriquecen al ser humano, llevándole, a través del abismo de lo desconocido, a un mundo de sabiduría. Las personas que tengan la fortuna de “vivir” una pintura tan pura como ésta, se verán impregnadas por ella, abriéndoles la oportunidad de realizar un viaje iniciático por el mundo de la creación para así poder disfrutar, como dice Berger, “de los horizontes que rodean todo lo que todavía no ha desaparecido”.
“Luz retenida”, 2003
Melquiades Álvarez
Acrílico y óleo sobre lienzo, 200 x 270 cm.
Museo de Bellas Artes de Asturias, sala 24
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Santiago Martínez es profesor de Historia del Arte
saguazo@yahoo.es