La bien establecida distinción entre alta y baja cultura, entre lo clásico y lo pop, si hablamos de música, probablemente pueda derivarse de una distinción más elemental entre lo extraordinario y lo ordinario. Quiero decir que lo alto/clásico se relaciona con aquello que tiene reservados localizaciones y eventos excepcionales, mientras que lo bajo/pop tiene que ver con aquello que convive mucho más fácilmente con la cotidianeidad. Es más esperable que alguien cocine o se desplace al trabajo escuchando canciones de tres minutos en su columna musical o en sus airpods™ que un fragmento de una ópera de tres horas. Y aunque las cosas hayan cambiado mucho en las últimas décadas, para escuchar ópera, música sinfónica o música sacra (como dios manda) uno debe desplazarse al teatro, al auditorio o al templo, en temporadas u ocasiones especiales, revestido como conviene y con la actitud de recogimiento y reverencia adecuadas. No hay nada que se espere en particular, en cambio, sobre dónde escuchar canciones pop, con qué ropa o actitud o acompañando qué otras actividades.

Nada de esto ha salido de repente de mi desbordante inspiración crítica. Es, en realidad, una simple rescritura de la teoría de Walter Benjamin sobre el «aura» que acompaña a la auténtica obra de arte [1]. El aura benjaminiana es ese «plus» que hace que el objeto artístico sea algo más que su propia materialidad (es decir, algo más que un simple objeto) y que, para Benjamin, proviene del «aquí/ahora» característico de su contemplación, así como del sistema tradicional de actitudes y conductas propio de esta. Cuando el objeto está así localizado y es así contemplado, le acompañará ese halo de exclusividad y autenticidad que el berlinés llamó «aura», capaz de convertir el objeto en «arte». Los objetos de la alta cultura (las óperas, las sinfonías…) tienen un aura suficientemente contrastada. Las canciones de tres minutos que hoy escuchamos en cualquier sitio y de cualquier manera son hijas de la cultura de la «reproductibilidad», que es el pecado original al que Benjamin remite el apagón del aura y su inaccesibilidad a la baja cultura. Como una especie de parábola invertida de los panes y los peces, la multiplicación transforma el objeto creativo en un simple objeto de consumo, fácilmente accesible, prácticamente un producto de usar y tirar, privado de la liturgia o el rito consustanciales al arte.

Es verdad que la reproductibilidad fonográfica no ha sido ajena a la música clásica. Herbert Von Karajan fue uno de los principales promotores del formato cd en los años ochenta del siglo XX, como Enrico Caruso lo había sido del gramófono en la década de los veinte. Pero a lo que la tesis de Benjamin precisamente apunta es a esto, es decir, a que solo una expresión artística indudablemente dotada de aura, como la música clásica, corre el riesgo de perderla mediante decisiones tan frívolas como la adhesión de Caruso a la vitrola o la de Karajan al cd, facilitadoras del descenso de las más altas expresiones musicales a los más bajos niveles del consumo doméstico. Las músicas nacidas en la era fonográfica son caso aparte, si bien sirven como confirmación de la teoría benjaminiana a través del peculiar modo que me permito denominar «complejo de aura»: estas músicas, fruto de la reproductibilidad técnica, sin aura, por tanto, que perder, claman por su derecho al esplendor artístico.

El concierto y, muy especialmente, el macroconcierto de rock es, seguramente, la materialización más clara de esta voluntad de artisticidad a través del aura (no olvidemos la fórmula: aquí/ahora + receptividad reverencial = aura). No es mi propósito descuartizar este formato de espectáculo, ni en términos socioeconómicos ni en términos estéticos, si bien habría mucha tela que cortar en ambas dimensiones del fenómeno. Me interesa explorar, en cambio, una nueva encarnación del viejo pecado de la reproductibilidad, que ha transformado la fórmula del macroconcierto en la del macrofestival musical. El aspecto socioeconómico de estos eventos acaba de ser exhaustivamente desmontado por Nando Cruz [2] y, en términos generales, el diagnóstico es tenebroso. No ahondaré en él, porque su trabajo es, como suele decirse, definitivo. Me centraré en el aspecto estético.

La reproductibilidad clásica (podemos llamarla «bejaminiana») consistió en la implosión de la exclusividad y excepcionalidad de la participación en la experiencia artística debida a la posibilidad de registrar, almacenar y distribuir el producto musical entre multitud de receptores distantes entre sí. Fin del aura. El nuevo tipo de reproductibilidad que traen consigo los macrofestivales consiste, por su parte, en la multiplicación de actuaciones ininterrumpidamente en un mismo evento de varias jornadas. Es decir, una especie de estirar y economizar el aura (o el sucesor o sucedáneo del aura) del concierto de rock, para que cada cual escoja el momento de entrega, devoción y reverencia que la pueda incitar. Entre tanto, como escribe Nando Cruz, «estarás en un espacio preparadísimo para que sigas consumiendo y yendo a tope, en algún caso estarás más rodeado de estímulos consumistas de los que puedas percibir en la calle más comercial de tu cuidad» (p.40). Es decir, que si el aura era la diferencia entre el objeto artístico y el simple objeto de consumo, el macrofestival, con su nuevo formato de reproductibilidad, obra así un nuevo milagro: el de la transformación del agua en vino, o sea, la de una acumulación de apagados objetos de consumo en una intermitencia de experiencias auráticas (o lo que sea el sucesor o sucedáneo de estas). Retorciendo, en parte, el sentido de sus palabras, Nando Cruz se aproxima al concepto de esta nueva forma de reproductibilidad con estas sugerentes palabras: «el macrofestival como modelo de ocio conlleva una reiteración […] La experiencia irrepetible deviene en hábito y todo hábito conlleva la repetición de escenas» (p.72).

Hasta aquí el análisis en clave más o menos benjaminiana. Procede ahora darle al asunto otra vuelta de tuerca. O dos. Porque, en el fondo, la era benjaminiana (la época de la reproductibilidad técnica) empieza a quedar un tanto lejos: ya ni siquiera vivimos, salvo residualmente, en una época de neo-reproductibilidad, sino en la época de la post-reproductibilidad [3]. Es fácil entenderlo. El formato de escucha musical más empleado actualmente, ya saben, es el streaming, esas descomunales bibliotecas musicales deslocalizadas, universal y permanentemente accesibles, con que uno se puede montar sus propias listas de audición, que no requieren un tipo de reproductor en concreto (sirve el ordenador, la tableta, el teléfono…) y cuyo funcionamiento puede ser compatibilizado con la ejecución de muchas otras funciones, profesionales o lúdicas, en el mismo dispositivo. Estamos, en fin, ante la más absoluta de las inversiones posibles del «aquí/ahora/recepción reverencial» benjaminiano: no sabemos de dónde procede la música que escuchamos, no importa dónde lo hagamos y podemos hacerlo haciendo cualquier otra cosa al mismo tiempo. El aura, si el análisis de Benjamin era correcto, se habría apagado ya con los formatos físicos de registro, almacenamiento y distribución de objetos musicales; a lo sumo, las pizarras, los vinilos o los cd, aunque más bienes de consumo que soportes artísticos (quien habla es Benjamin), serían sus ascuas, capaces de ejercer el hechizo de los fetiches gracias a su antigua conexión con la materia prima aurática. Pero lo que ha llegado tras estos productos de la reproductibilidad técnica, lo que aquí llamo la «post-reproductibilidad», nos instala en un mundo bien diferente. Aunque, por cierto, no peor, o al menos eso creo yo. Y aquí va mi vuelta de tuerca (¿mi traca?) final.

¿Y si la post-reproductibilidad aporta un reverdecer del aura, un aura post-benjaminiana, desde luego, pero aura al fin y al cabo? Me explico. La post-reproductibilidad, en el sentido que acabo de comentar, contiene el potencial de trascender ese fetichismo residual que nos ata a los formatos físicos, convertidos no solo en objetos de consumo, sino incluso de especulación comercial (Diego A. Manrique titulaba así hace unos días su última o penúltima colaboración en El País: «Hay que invertir en vinilo, dicen»; 24.07.23). En clave absolutamente personal, confieso que el vinilo sigue siendo para mí la manera de abrazar (literalmente) la música que vengo amando desde que tenía doce o trece años. No creo que llegue a desprenderme nunca de esa necesidad de relacionarme físicamente con la música. Sin embargo, desde una perspectiva más elevada, la superación del formato físico que facilita la post-reproductibilidad puede facilitar una apreciación de la creatividad musical como un valor en sí mismo. Y puede favorecer, además, aunque ahora en clave claramente contrabenjaminiana, que el aprecio de la creatividad musical, como la de cualquier otro tipo de creatividad, no tenga que producirse de un modo premeditadamente excepcional. Con relación a esto, estoy absolutamente de acuerdo con Nando Cruz, quien critica «el planteamiento de base erróneo», del que pecan, por ejemplo, los macrofestivales musicales, de pretender «convertir algo cotidiano como escuchar música en algo excepcional» (p.59).

Y vuelvo así a mi punto de partida, porque la apreciación y el disfrute de la creatividad no es algo que tenga por qué limitarse a escenarios y momentos específicos o que, contra el diagnóstico de Benjamin, no pueda aspirar a convertir los objetos que la manifiestan en algo significativamente importante si no se localiza excepcionalmente. Que es lo mismo que decir que la distinción entre alta y baja cultura, entre lo clásico y lo pop, carece de fundamento. Y esto, tan importante, es algo que la trans-reproductibilidad, con todas sus angulosidades comerciales (tampoco hay que olvidarlas), puede ayudarnos a entender de una vez por todas.

[1] Walter Benjamin. 1936. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Peguin Ramdom House [2021].

[2] Nando Cruz. 2023. Macrofestivales. El agujero negro de la música. Península.

[3] Javier García Rodríguez y Guillermo Lorenzo. en preparación. El aparato reproductor. Diálogo (no autorizado) sobre la creación audiovisual y Walter Benjamin. Eolas/menoslobos.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo