Las músicas negras son las armas blancas de la música popular. Según me aclara ChatGPT (gracias, Chat), lo que blanquea a las armas es que tengan punta, filo o ambas cosas, al contrario de las armas negras, que son las que se emplean en el deporte olímpico y las que se estilan en la utilería del cine, el teatro y la tele. Salvo que el acero sea toledano, todas las armas blancas acaban ennegreciendo, igual que todas las músicas se convierten tarde o temprano en armas negras, es decir, en músicas blancas, domesticadas por el eficiente sistema de mediación que transforma cualquier música insurgente o simplemente divergente (en adelante, insudivergente) en el equivalente musical de la ropa acartonada tras de un par de lavados con un buen detergente industrial (los cincuentones se acordarán del estribillo: «quiero ser un bote de Colón y salir anunciado en la televisión»; pues sobre lo que escribo pensaba yo que iba este himno de mi temprana adolescencia, pero con Alaska por el medio, nunca se sabe).

Sin embargo, a diferencia de otras pretendidas manifestaciones de la música insudivergente, las músicas negras, que no son particularmente refractarias a tales procesos de detergización, tienen a su favor el mérito de haber nacido casi siempre como genuinas armas blancas. En comparación, el punk, lo que todo quisque entiende por «punk», es decir, Punk©, fue, como mucho, una experiencia insudivergente de kilómetro cero. Malcom McLaren nunca tuvo en mente otra cosa que vender la marca Sex Pistols™ al mejor postor de la industria del detergente discográfico. La detergización consiste, en el terreno musical, en un proceso de lavado industrial que transforma en negro (es decir, carente de punta y filo) lo que en origen era blanco (es decir, cortante y penetrante) como las músicas, casi siempre negras, más divergentes y atrevidas (en adelante, divertidas). Divertidas, claro, hasta que pasadas por el detergente discográfico industrial pierden casi toda la gracia, en el sentido de la acepción 11 del venerable DLE™️, es decir, “cosa que molesta e irrita” (gracias, DLE).

Es casi inevitable que en todo lo anterior haya asomado aquí y allá el fantasma del racismo. La cuestión del intrusismo cultural (ahora llamado «apropiacionismo») es complejo, porque a la cultura, como al campo, es difícil ponerle puertas y un portero que decida quién puede estar dentro y quién tiene que quedarse fuera. Si lo racial se entremezcla con lo cultural, entonces saltará más a la vista dónde está la frontera y quién está a un lado y a otro. Quedará claro quién es el intruso, sí, pero no tanto quién es el racista. Lo dicho, un asunto delicado y complejo. No es de extrañar, por esta razón, la cantidad de páginas y de (buena) prosa que David Foster Wallace y Mark Costello (en adelante, Wallace & Co) tuvieron que consumir en su libro de 1989 (Ilustres raperos. El rap explicado a los blancos) para justificar su fascinación por el hip-hop de la época y la osadía de escribir un tratado sobre algo tan entrañado en la vivencia del suburbio y de la marginalidad negra en el contexto hegemónicamente blanco de los Estados Unidos. Hoy diríamos que su pretensión corría el riesgo de pasar por un odioso ejercicio de whitexplaining, es decir, de intentar poner negro sobre blanco (¿blanco sobre negro?) el significado, el valor y el encanto de algo tan ajeno a dos sujetos cultural, racial e irremediablemente hegemónicos.

A uno se le viene a la cabeza la reflexión del gran Leroi Jones (aka Baraka), escrita en 1963 («El jazz y la crítica blanca»), sobre el hecho de que el jazz fuese una música surgida en la cultura negra, desarrollada y culminada por negros, pero criticada e historiografiada por blancos. Tal vez sea legítima la reivindicación de que el canon del jazz debiera haberse basado en el sistema de valores artísticos de sus creadores y no en el de sus observadores, negros y blancos, respectivamente. Aunque no por la cuestión racial, pienso yo, sino por la del estar dentro o fuera, que en este caso se confunden y confunden. Pero si el jazz, como cualquier otra forma artística genuina, no pudo escapar a una deriva hacia la universalización, también es cierto que el juicio de cualquiera puede acabar siendo tan válido como el de cualquier otro. El problema, tiene toda la razón Jones, es esa descarada división del trabajo, que en el caso del jazz ya resulta incorregible.

No es extraño, pues, que Wallace & Co sintieran sobre sus hombros la mirada suspicaz y censoria de la comunidad negra al embarcarse en sus Ilustres raperos. La sección primera, la más extensa del libro, se titula «El derecho a hablar», que no es el derecho rapero a imprecar y blasfemar más allá de cualquier límite, sino el de los propios Wallace & Co a manifestarse donde nadie los había llamado. Para el lector blanco, al que el subtítulo escogido por el gran Javier Calvo para la traducción hace explícito que se dirige el libro, la estrategia escogida no podría haber sido mejor, porque se basa en una demostración de que Wallace & Co sabían (y sabían mucho) de lo que hablaban, de modo que hay pocas fuentes de las que un blanquito pueda aprender más sobre el hip-hop «serio», como ellos los llaman, de los años ochenta del pasado siglo XX. Es también, sin embargo, una estrategia demasiado proclive a inspirar el mencionado reproche de que el libro en su conjunto no deje de ser un ejercicio de whitexplaining. Por ejemplo, desde las páginas de The Guardian (19.09.13), Nikesh Shukla nos recomendaba en su reseña a Wallace & Co que mejor confiáramos la reparación de nuestra inevitable (en el fondo, incorregible) ignorancia sobre el asunto a un verdadero insider, racializado como conviene, como Nelson George (su excelente HipHop America es de 1998).

 

Yo conocí el rap en 1991 en los Estados Unidos. Desde luego, no en el suburbio, ya me habría gustado, sino en un chocante cine, siempre semivacío, de la localidad universitaria de Amherst, Massachusetts (chocante, porque compartía un pequeño edificio exento con un restaurante chino en el que nunca vi, ni nadie que yo conociera nunca vio, un único cliente). Fui al pase de Boyz N the Hood, de John Singleton, y me cautivó: el conflicto, la fotografía y, claro, la banda sonora original, cuyo CD compré de inmediato y gracias al cual me enganché durante algún tiempo a Compton’s Most Wanted, Hi-Five, Too $hort y, sobre todo, al muy lenguaraz Ice Cube, que había pasado por los N.W.A. No tenía ninguna cultura rap previa y solo la cultivé después con variantes más suavizadas por la seda del jazz como las de A Tribe Called Quest y De la Soul o literalmente blanqueadas (o ennegrecidas, según se mire) como la de los Beastie Boys. Curiosamente, Amherst, Massachussets, es donde Nikesh Shukla localiza a Wallace & Co escribiendo el libro. Pero se equivoca, lo hicieron en un lugar indeterminado entre los barrios de Cambridge y Sommerville en el lado izquierdo del Charles, en Boston. El paso de Foster Wallace por Amherst fue anterior. Amherst era por aquel entonces tierra propicia para el lo-fi de los Dinosaur Jr, que vivían allí, el noise de los Sonic Youth, que lo hacían en Northampton, a la vuelta de la esquina, o el alt-rock de los Pixies, que dedicaron una maravillosa canción a la universidad pública local (UMass). En la banda sonora de mi experiencia personal en el Valle de los Pioneros del río Connecticut, el rap no empezó a sonar hasta el encuentro de cine que acabo de narrar. Fuera de la oscuridad de aquella sala, el sonido de los campus de las cinco universidades en torno a Amherst aún era blanco.

Más allá de este desliz, estoy totalmente en desacuerdo con Nikesh Shukla, quien sostiene que Ilustres raperos es una obra primeriza y menor de Foster Wallace (salvo que hable en términos estrictamente cronológicos y sobre el grosor del lomo). La prosa del libro, pese a la coautoría oficial, tiene la densidad formal y la penetración intelectual de lo mejor de Foster Wallace, cuestiones de metomentodismo racial aparte. A quien le guste Foster Wallace, le gustará este libro. Y si le gusta, o consigue que le guste a través del libro, el rap, le gustará la letra y le gustará la música. A quien no le guste Foster Wallace, puede dejarlo de lado, claro, salvo que le interese mucho el rap o la cultura negra en general.

Y como no quiero que esto acabe pareciendo un ejercicio personal de wallacexplaining, voy a señalar lo que me parece uno de los desaciertos del libro (habría escrito punto negro, pero es que a las expresiones idiomáticas parece que las carga el diablo). El colectivo Wallace & Co desplegó para construir este libro el mismo celo obsesivo que Foster Wallace ponía en todos sus empeños personales en lo que referente al rigor documental, rayano con la obsesión (declaran haber manejado 513 artículos sobre el rap ¡en 1989!), y la misma exhaustividad en el desarrollo de los motivos, capaz de dejar noqueado al más insistente de los objetores. En al menos un par de momentos, que yo recuerde, Wallace & Co localizan en los rituales de las bandas de lo más profundo del más profundo Bronx el origen último de lo que entonces se llamaba «rap» y hoy más comúnmente se llama «hip-hop», sin dejar de mencionar la influencia de las músicas jamaicanas trasplantadas a aquel gueto como uno de los ingredientes formativos. Sin embargo, la aportación de la tipología musical y de las actitudes asociadas propias de los sound systems jamaicanos desde los años sesenta en la isla y, posteriormente, en la diáspora neoyorkina no puede resolverse con una simple mención.

El tipo musical declamatorio del rapper norteamericano es réplica endurecida del toast del deejay jamaicano, al igual que el dj norteamericano lo es del selector jamaicano. Las declamaciones de los deejay tenían habitualmente el mismo carácter jactancioso autorreferencial o de imprecación a los sound systems rivales que Wallace & Co atribuyen y comentan con relación al rap. El deejay comenzó superponiendo su voz sobre la versión instrumental de la cara B de los 45 rpm de los éxitos locales, pero acabó inspirando un género musical en sí mismo, el dub, en que las piezas reinventan otras piezas mediante técnicas de bricolaje basadas en los (limitados) medios de las mesas de grabación de dos o cuatro pistas (generalmente desechos de estudios norteamericanos), por completo homólogas a los trucos y efectos propios del sampleo o el scratch que acompañan al rap. Sin pasar por alto que el fenómeno de las bandas y el bandolerismo que asociamos al hip-hop tiene antecedentes evidentes en el de los rude boys jamaicanos, que convirtieron los sound systems, en el fondo, en algo así como tapaderas de los partidos políticos y los cárteles de la droga. En otras palabras, resulta también paralela la fascinación por las armas de fuego como fatal compañía de la carrera de armas blancas musical propia de los dos universos culturales.

Lo que creo que resulta incuestionable, independientemente del color de piel de cada cual, es el mérito de haber escrito un libro como este en 1989, cuando la dimensión del incipiente gansta poco tenía que ver con el éxito planetario del que hoy disfrutan los raperos emparejados con divas musicales o empoderadas influencers, apadrinados por el poderoso aparato blanqueador (u oscurecedor, según se mire) de la revista Pitchfork (The most trusted voice in music) y quién sabe si galardonados algún día con un Principesa de Asturias de las Artes o hasta con un Nobel de Literatura. Del rap dice Mark Costello en el prefacio de la versión de Ilustres raperos de 2013 que «es poesía», porque «está hecho de ritmos y métrica; es decir, de tiempo en marcha». Estoy de acuerdo. De modo que pónganse en marcha, no pierdan tiempo, y déjense llevar por la métrica y el ritmo de Ilustres raperos que, a su manera, también es poesía.

Todo esto a cuento de que se cumplen diez años de la publicación de la versión definitiva de Signifying rappers. Rap and race in the urban present (2013), fijada por Mark Costello, sesenta de Blues people. Negro music in white America (1963) de Leroi Jones y veinticinco de Hip Hop America (1998) de Nelson George. De paso, para recomendar la incomparable serie de discos Soul Jazz Records’ Boombox (tres entregas editadas hasta la fecha, más una anunciada para el próximo mes de mayo), que documenta el período (1979-83) en el que surgió casi todo lo mejor de lo que nos hablan Wallace & Co.

David Foster Wallace y Mark Costello. 2017. Ilustres raperos. El rap explicado a los blancos. Malpaso (traducción de Javier Calvo)
Leroi Jones. 2013. Black music. Free jazz y conciencia negra 1959-1967. Caja Negra (traducción de Patricio Orellana)
Nelson George. 1998. Hip Hop America. Viking
VV.AA. 2016/17/18/23. Boombox 1-2-3-4. Early Independent Hip Hop, Electro and Disco Rap 79-82/83. Soul Jazz Records


Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo