Diego Benéitez (Zamora, 1986) va al cuadro y con perfecta naturalidad, sin parar la conversación, pasa la mano para quitar alguna partícula que ha visto aterrizar en la pintura. Es posible que esto no importe a todo el mundo, pero bajo mi punto de vista es un comportamiento revelador. Para el espectador, castigado para siempre a tocar con la mirada, el gesto podría significar poco menos que un sacrilegio, pero ejerciendo su derecho al roce el autor demuestra que su relación con la obra, y por tanto consigo mismo como artífice, es sana y honesta. Después de demostrar su proyección por todo el país en certámenes, ferias y exposiciones, Benéitez se instala en Gijón con ‘Línea de luz’, una muestra que permanecerá abierta a visitantes y coleccionistas hasta el 24 de junio en la galería Bea Villamarín.
Dentro de los géneros tradicionales, el paisaje es el motivo que más descaradamente flirtea con la abstracción. Desde Turner y los impresionistas hasta los paisajistas urbanos contemporáneos, muchos pintores nos han hecho sentir como el caminante de Friedrich descifrando masas de color organizadas en torno a un horizonte. Esa división tan característica del espacio pictórico conforma un paisaje en sí misma, sin importar el grado de definición de los elementos o la exactitud de los colores. El planteamiento de Diego Benéitez da su propia vuelta de tuerca a la idea: cielo arriba, abajo tierra o mar (a veces no se sabe y en realidad poco importa) y en medio la inevitable línea horizontal, rota en este caso por el skyline de una ciudad lejana que no existe pero tampoco deja de resultarnos familiar.
Podría decirse que además de pintar a un paso de la abstracción Benéitez es un paisajista conceptual. Sus cuadros se atienen a la idea del límite físico y teórico: entre lo figurativo y lo abstracto, la presencia y la desaparición. Casi siempre elige pintar cielos fronterizos entre el día y la noche, cuando el azul se desnaturaliza y permite al artista tirar de paleta para introducir prácticamente cualquier otro color. Es lo que los franceses llaman l’heure entre chien et loup, ese momento de luz difícil durante el que no se podría distinguir un perro de un lobo a simple vista. La iluminación y la distancia sirven de recurso para violentar la perspectiva e inducirnos una melancolía imprecisa, difícil de explicar porque no sabríamos decir si estamos llegando o nos vamos para siempre. Habría que hacerle la pregunta a cada caminante.
La lejanía del voyeur como elemento distintivo invita a imaginar qué estará pasando dentro de las ciudades. Confinadas en una franja mínima del soporte, su pulso vital nos alcanza en detalles insignificantes, accidentes del perfil, columnas de humo y alguna luz que empieza a encenderse (o que todavía no se ha apagado). Benéitez excava estas urbes miniaturizadas como si manejara un buril y no pinceles, abandonando el resto del espacio pictórico al color y creando en consecuencia piezas con mucho aire y muy poca carga visual. Al renunciar casi por completo a las texturas y el volumen, aquel juego de confundir los límites se hace un poquito más perverso. Una vez más, las composiciones gritan abstracción pero están ejecutadas con plena intención figurativa. A esta contradicción el artista da una respuesta conciliadora. Depende de dónde estés, dice, y a la hora que estés, un paisaje puede resultar una cosa completamente abstracta a la vista. Esto se hace evidente en la meseta, territorio que él no se cansa de experimentar, en sus planicies oceánicas y en la sensación de que siempre estás cerca de casi nada y lejos de cualquier parte. Su pintura es una búsqueda consciente de aislar este sentimiento.
Durante la conversación que tuve el gusto de mantener con Diego no me resistí a contarle una extravagancia que se me había ocurrido, por si él le encontraba sentido. Le dije que al contemplar las perspectivas de sus cuadros uno se sentía en peligro de esfumarse, que si se apartaba un poco más –no físicamente sino dentro de la realidad del cuadro– se encontraría contemplando algo parecido a un rothko: dos áreas de color turbulento separadas por una frontera imprecisa. Si en vez de eso uno decidiera salvar la distancia y adentrarse en la ciudad, aparecería en una escena de Hopper con sus cafés en silencio, hoteles vacíos e hileras intermitentes de ventanas encendidas al anochecer; o también podría acercarse a una de sus playas y encontrar la blancura abrasada de una casa junto al mar, que es otra cosa muy hopperiana. Diego se rio muy respetuosamente con la ocurrencia y me dijo que nunca lo había pensado, pero no creo que esté en desacuerdo con la idea de que los mejores cuadros son los que sirven de punto de partida para ir donde de verdad te apetece estar.
Línea de luz. Diego Benéitez
Galería Bea Villamarín
C/ San Antonio, 5. Gijón
Hasta el 24 de junio
Alejandro Basteiro es escritor y dibujante
alejandrobasteiro.es / @lapiedradezo