Famélica, como señala el propio Juan Mayorga, es un texto que surge de un trabajo colectivo con el director del montaje, Jorge Sánchez, y los actores de la compañía La Cantera, a quienes se les iban dando escenas que ensayaban y devolvían con aportaciones, de ahí que se anuncie como responsable de la dramaturgia más que del texto en sentido estricto. No obstante, la obra evidencia su autoría; ya son rasgos de su teatro el dominio del idioma, el trasfondo intelectual de sus textos (quizá excesivo en este caso tratándose de una comedia), las bases filosóficas que sustentan tanto su interpretación de la vida como del teatro, el gusto por la ironía y la sátira, su preocupación por mostrar las encrucijadas morales de los personajes o la clara voluntad de hacer un teatro que busca la reflexión en el espectador. Todo esto está en Famélica, desde luego, pero también un retorno a la comedia más alocada que fija su clave en la evidente conexión que se produce entre lo representado y lo vivido en actualidad social y política del país.
«El fantasma de las sociedades secretas me apasiona desde siempre. Cuando entro en unos grandes almacenes me imagino que las cajeras no son tales, que están allí para hacer otra cosa, que los redactores de un periódico esconden objetivos distintos. No como teoría de la conspiración, sino porque la gente esconde siempre secretos. Ese tema literario, siempre en mi cabeza, se unió al mundo del trabajo porque me llama la atención que muchos trabajadores, y no sólo los empleados sin privilegios, sino también los altos ejecutivos y los directivos, sienten un desdén hacia lo que hacen, que no coincide ni con sus valores ni con sus pasiones”, explica Mayorga días después del estreno de la obra.
De esta pulsión nace precisamente Famélica y la idea que la vertebra. Así la explica en la ficción uno de sus personajes, Antonio: «Marx pronosticó que la revolución comenzaría en la industriosa Inglaterra y comenzó en la indolente Rusia. La idea comunista es dialéctica. A día de hoy, la idea comunista no puede realizarse como alternativa al modo de producción capitalista. Puede realizarse dentro del modo de producción capitalista. Es dentro de la empresa capitalista donde los trabajadores pueden, a día de hoy, hacer realidad la idea comunista […]. Tenemos que hacer lo que los chinos, pero al revés. Ellos edifican el capitalismo dentro del comunismo; nosotros, el comunismo en el capitalismo”.
En una empresa se ha creado una red comunista secreta que elige ciertos trabajadores de todos los niveles y estamentos (desde un chófer hasta un miembro del Consejo de Administración), a los que ofrece una «mutua protección» para que puedan dedicarse, sin que la empresa note su nula productividad, a lo que verdaderamente les gusta, a su «pasión», el auténtico reducto de uno mismo, lo que le queda al ser humano y que no puede desarrollar en ese mundo capitalista donde se le trata como mercancía y se le valora en función del beneficio que genera a otros pero nunca a sí mismo. Esa pasión es definida en la obra como «un espacio de libertad» que no debe compartirse con nadie, por muy absurda que sea: la de Enrico (administrativo captado por la organización) es, por ejemplo, afilar cuchillos con ayuda del pedaleo de una bicicleta.
La aparente felicidad que reporta este célula a los pocos privilegiados que entran a formar parte de ella comenzará a diluirse, como ocurriera con el Stalinismo, cuando entran en acción otros aspectos repetidos históricamente por el ser humano en caso de las revoluciones, las revueltas o las protestas: la lucha por el poder dentro de la propia organización (reflejadas en las críticas de Palmiro a Antonio ante los demás miembros, Enrico y Rosa); la obligación de rendir culto a un líder impuesto, no elegido (como sucede con Antonio, quien sólo acepta una idea cuando se le hace creer que ésta ha sido suya); la ausencia de democracia en los procesos internos (Enrico cuestiona que se puedan proponer cosas sin votarlas); la falta de sinceridad en la adhesión a la organización (Palmiro tiene dudas e incluso Rosa resulta ser una actriz contratada); o la pérdida de energía en fútiles discusiones o asambleas (como la que representa el intento de Enrico de sustituir el término «famélica» que acompaña a «legión» en «La Internacional», himno de la sociedad, para que se ajuste a la clase media actual).
Cuando la clandestina asociación comunista está debilitada, aparece otra amenaza: la aparición de otra sociedad secreta, la anarquista, tildada por Antonio como «la octava plaga» y como los que «siempre lo echan todo a perder», liderada por otro directivo, Brindisi, apodado Buenaventura, que convencerán a antiguos miembros de aquélla, como Rosa (ahora Federica) o el propio Palmiro, que cantarán «A las barricadas» frente a «La Internacional», y que pondrán en jaque todo el proyecto.
El espectador asiste así a los tres momentos argumentales que coinciden con los tres cuadros en que se divide el espectáculo, aparentemente motivados por los cambios de escenografía menores, pero verdaderamente significativos como recurso que clarifica esta progresión argumental del nacimiento de la sociedad secreta, su vida y miserias, y su muerte final, en claro espejo de lo que ha sido y es la historia de estos movimientos que nacen como esperanzada lucha contra un sistema imperante pero que se agotan en sí mismos antes de lograr la utópica solución.
Por eso Famélica se puede entender como una sátira política, pues en ella se cuestionan los dos modelos fundamentales de entender el mundo, el Capitalismo y el Comunismo, porque ninguno es finalmente respetuoso con los deseos y libertades propios del ser humano. El Capitalismo lo asfixia y lo convierte en objeto, en moneda de cambio, en fuerza, en mercancía, en «seres que quieren poseerlo todo y no se poseen ni a sí mismos», a los que «primero los enferman y luego les dan lecturas para su enfermedad; los libros de autoayuda», en un sistema en el que «comemos mierda y nos piden entusiasmo», porque en definitiva «el Capitalismo nos hace famélicos». Y el Comunismo que es posible en este mundo (defendido por Antonio en frases como: «La gente que nos rodea no es real; son grises. Están muertos», «Marx no pisó jamás una fábrica. Yo llevo trabajando desde los 14 años», «Haremos Comunismo donde podamos», «La Revolución hoy no se hace en la calle sino en los despachos», «La inverosimilitud es nuestro fuerte», «El Comunismo está buscando su sitio»), ese que sólo rescata al 10% de una empresa, ese «micro-comunismo» que llama Enrico convencido de que «la Revolución será mundial o no será», resulta injusto, insuficiente y termina convirtiéndose en el germen de un incipiente régimen totalitario.
Pero Famélica es esto y es más: es también una sátira del mundo laboral y de la sociedad actual, que desemboca inevitablemente en una farsa del ser humano y de la pérdida del sentido de sus vidas. Es triste y frustrante descubrir cómo la mayoría de las personas van a sus trabajos sin ilusión, decepcionados porque éstos no cumplen con sus expectativas personales ni sociales, e incluso suponen una contradicción de base con sus propios valores e ideas. Un mundo en el que todos parecen sobrevivir gracias al fingimiento y la mentira («estamos tan acostumbrados a decir mentiras y a oírlas que no las notamos»), hasta el punto de generar un doble laboral, con otra identidad, voluntariamente apartado de la vida personal. Un mundo en el que se debe aparentar ser imprescindible aun sabiendo que nadie lo es, en el que los trabajadores ocultan lo que hacen y no hacen porque no encuentran sentido en muchos casos a sus acciones o porque nada tienen que ver con sus verdaderas pasiones, y en el que sus jefes o directivos se afanan en disimular que no tienen claro nada de lo que quieren, piden o dirigen («esta empresa está llena de incompetentes y lo único que hay que hacer es que no se note que lo eres»).
Aparece también así uno de los temas con los que más disfruta Mayorga, el juego entre la apariencia y la realidad, entre lo fingido y lo verdadero, tan propio del teatro, en el que nada es lo que parece y en el que nadie es quien dice ser. Todos los caracteres tienen una doble identidad, la real y la que les otorga la sociedad secreta, cuyos nombres coinciden además con los de personajes históricos del Comunismo italiano (Enrico Berlinguer, Palmiro Togliatti y Antonio Gramsci) o con referentes del socialismo revolucionario como Rosa Luxemburgo.
Famélica es una obra que exige al público no dejar de prestar atención, que le obliga a seguir el espectáculo concentrado para no perder detalles o claves que ayuden a descifrar ese universo complejo y surrealista que se despliega en la escena. El proceso de expectación es costoso pero enriquecedor, y entre el público del Palacio Valdés se notó que no todos están dispuestos a poner tanto de sí en una función de teatro del viernes noche. Ese es el mayor reto que asume Jorge Sánchez, director del montaje, quien concentra su buen trabajo en mantener el ritmo de la comedia, consciente del peso del texto, dirigiendo a un solvente cuerpo de actores que se ponen al servicio de la misma (Mabel del Pozo, Juanma Díez, Xoel Fenández y Aníbal Soto), que interpretan personajes estereotipados con diálogos rápidos y agudos, que buscan la hilaridad, próxima en ocasiones al absurdo, pero también la reflexión, y aligerando o compensando con algún gag los momentos en los que el diálogo se paraliza y resulta más denso al incluir quizá excesivas citas para un texto que no quiera perder su naturaleza cómica.
El diseño escenográfico de Carmen Lara Cuenca es en cambio muy sencillo, en claro contraste con la profundidad de ideas del texto dramático. Una mesa de despacho y unas sillas; unas cajas de cartón negras, enmarcadas por tiras blancas, que los propios actores mueven para darles nuevas funciones en cada uno de los tres cuadros; y una puerta negra también enmarcada en blanco, que supone el acceso a la realidad, y por donde se cuela un ruido ambiente que va de menos a más, hasta alcanzar el murmullo y después el tumulto de las protestas de ese mundo que se rompe fuera pero que también está muerto dentro, como connotan precisamente los marcos blancos sobre negro de toda la escenografía que convierten la escena en una gran esquela.
Famélica es una obra compleja e incluso rocambolesca, sin duda, pero curiosamente muy cercana a la realidad social y política de nuestro mundo y del país, y más si cabe en la actualidad. Y por eso nos reímos, porque nos parece todo tan surrealista como próximo (el planteamiento, los personajes, los diálogos, la idea en sí misma) y también porque en el fondo nos gustaría ser uno de esos privilegiados afiliados antes que uno de los grises empleados en los que nos convierte la obra al final del montaje, cuando la luz del patio de butacas se enciende y un clásico y eficaz procedimiento de inmersión nos recuerda lo que realmente somos: «Famélica… o frenética, colérica, salvífica, dramática, maléfica, benévola, retórica, romántica, hipócrita, histriónica… legión».
Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
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