Sus apuntes, en todo caso, constituyen también una especie de crónica de este período difícil. Pero son una crónica muy particular, que parece obedecer a un plan preconcebido de insignificancia. A primera vista se podría creer que Tarrou se las ingeniaba para contemplar las cosas y los seres con los gemelos al revés. En medio de la confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse en historiador de las cosas que no tenían historia.
Albert Camus
Y la variedad abrumadora de situaciones que tenemos que afrontar comienza a ahogar nuestros esfuerzos. Queda claro que no podemos interpretarlo todo, tenemos que ser selectivos, y de este modo la historia que estamos contando comienza poco a poco a abandonar la realidad. No se trata ya tanto de la descripción del modo en que las cosas nos ocurren como de nuestra canción privada, cantada en el desierto, y tampoco podemos renunciar a cantar, pues ello supondría retroceder a la muerte de la infancia, a la mera aceptación y gris vivencia de todo lo que nos imponen, en una palabra, a una muerte en vida. Debemos registrar nuestra valoración del mundo en movimiento que nos rodea, pero ahora nos guía nuestro canto hacia el interior cada vez más remoto del desierto, lejos de las formas, veladas aunque familiares, que fueron su primera inspiración. De camino, imparables, hacia la acechante oscuridad, ¿no tiene esto remedio? Es como si un día que había comenzado brillantemente en el resplandor de un nuevo amanecer se hubiera paralizado, del mismo modo que cierto cambio sutil de la luz puede despertar un escalofrío en tu corazón, o que la contemplación de un jirón fino y distante de cirro moviéndose a la deriva en el espacio puede alterar todo lo que has estado sintiendo, haciéndote retroceder muchos años hacia otro mundo en el que su frágil recordatorio de cambio inexorable también era la ley, como lo es hoy aquí. Ahora conoces el dolor de hacer continuamente algo que no puedes nombrar, de producir, con el automatismo con el que un manzano produce manzanas, esta cosa para la que no hay un nombre. Y no dejas de tararear a medida que avanzas, pero tu corazón está latiendo.
John Ashbery
1.
Le llaman Diecisiete y vive en el centro junto al resto de sus compañeros. Cuando uno de ellos cumple cincuenta años es obligado a vagar por la llanura en busca de la otra tierra, la otra gente, el agua, cualquier novedad que mejore su existencia o al menos la prolongue. Debe también redactar crónicas que habrá de hacer llegar a los gestores una vez se encuentre en la tierra nueva o ya de vuelta en el centro siempre y cuando traiga consigo noticias felices. Esto último, a día de hoy, todavía no ha pasado. Podría pasar, pero por el momento no ha sido así. Su tarea, la de los enviados, se acaba cuando alcanzan su destino, el mismo que en su corazón incuban quienes en el centro esperan su regreso, o cuando se acaba su vida. Mañana él será uno de ellos.
*
2.
Tras el apagón, los gestores ordenaron prender fuego a todo lo que pudiese arder y llevar al sótano una luz. A todo excepto a los libros. Diecisiete tuvo algo que decir ahí. La autoridad de cada cual en el centro viene determinada por la relación entre su experiencia específica y la necesidad concreta del momento. La autoridad, al final, sólo significa algo para quienes necesitan sentir que son el doble de lo que son y para quienes sienten que no son más que la mitad. Se tiene voto, siempre, pero muy pocas veces se tiene voz. Es lo que hay.
Las puertas automáticas también dejaron de funcionar con motivo del apagón. Una de ellas, la principal, se estaba cerrando o abriendo en ese momento y nunca llegó a cerrarse ni a abrirse del todo. Amontonaron cajas y mantas para hacerle frente a aquella brecha, para forzar la oscuridad cuando la claridad constante impidiera su descanso. Las velas del Ikea, del Primark y del Eroski pasaron a formar parte de su reserva más preciada: ofrecían la posibilidad de una luz que en el momento más desesperado uno pudiera llevar consigo, una luz que le alumbrase sólo a él. Duró el fuego cuanto pudo y sólo al final comprendieron quienes vagaron por la llanura que un pueblo sin memoria es un pueblo que va hacia delante a costa de la posibilidad de avanzar, que la memoria construida a partir de las crónicas no es colectiva sino individual porque, si bien es una reacción hacia lo de fuera, aquello que reacciona es siempre distinto en el interior de cada uno.
Dijeron que había que seguir, sin mirar atrás. No tiene claro nuestro héroe que en eso estuvieran todos de acuerdo, pero qué más da lo que piense la mayoría. A la mayoría sólo se le pregunta para hacerle creer que también ella tiene una voz, no porque esa voz vaya a ser escuchada. Ante el poder uno siempre se descubre en arenas movedizas pues sólo el poder es capaz de usar tu fuerza en su beneficio. Recela de cualquiera que hable en nombre de todos porque, desde el apagón y hasta hoy, los que lo hicieron no pretendían más que satisfacer los intereses de unos pocos, entre los que se encontraban. Es viejo ya y no le quedan ganas. Mejor. Nadie podrá aprovecharse de ellas, ni utilizarle de remolque.
Tuvieron que entregarles sus documentos de identidad a los gestores, ninguno intentó siquiera mentir acerca de su edad. El rubio, que dijo haberse dejado la cartera en casa, en otros pantalones, fue el primero en ser expulsado del centro. Era eso o morir. Y eligió eso. Jiménez, el que vendía lavadoras en Mediamarket, les dijo a los gestores que él no se pensaba marchar, que, si no lo querían allí, ya verían ellos lo que hacían. Un valiente Jiménez. Las cosas como son. Menos mal que no tuvo que arrastrarle Diecisiete hasta los arcones, hay imágenes que prefiere no llevar dentro.
Los arcones están en el parking. Les costó mucho empujarlos hasta allí y bajarlos por las quietas escaleras mecánicas, pero les vino bien: hicieron algo, y le dieron velocidad a la sangre.
El pueblo, dicen al final de cada una de sus apariciones los gestores en un intento evidente de mostrarse iguales a los demás y sin embargo lo único que siente Diecisiete al oírles es que están al margen de ese pueblo al que se refieren.
En realidad no hay pueblo alguno, ni ciudades, ni países.
El mundo conocido tras el apagón es una extensión inagotable y tiene el nombre de llanura.
Nadie sabe si hay agua más allá de la tierra que ven.
Pero todos confían en que alguno de los cronistas vuelva más pronto o más tarde con las noticias que esperan oír.
¿Para qué iba a volver si no?
Sin noticias del agua, de la otra tierra o de alguien más con vida al cronista que vuelva no le aguarda más que la muerte y él puede entender que todo el mundo prefiera morir en casa pero esto no es la casa de nadie, esto es sólo el sitio en el que están y en el que desean seguir porque de alguna manera les recuerda que todavía no están ahí, en el desierto, en la llanura.
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3.
No pocas veces el cansancio de una vida, de la costumbre de haber existido, se traduce en una renovada energía frente al umbral. Tal vez por eso, de entre los que están en el centro, suelen ser los viejos los más determinados, los que con mayor ímpetu acometen su tarea, la mayoría de las veces nueva, pero nunca del todo. Quizá esto se deba también a que sus vínculos suelen ser los más fortalecidos, y sólo los vínculos pueden compensar la decepción que la existencia, a cierta altura, trae inevitablemente consigo.
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Chus Fernández es escritor