Portada de la Banda Sonora Original de "The Proposition", firmada por Nick Cave & Warren Ellis

4.
Algunos afirman haber visto un fulgor en la más profunda lejanía. Sea quien sea quien lo haga y se dirija a quien se dirija, se refiere a esa claridad que rebosa y revienta el cielo invariable a su alrededor con entusiasmo, es decir, desatado, como si algo habitable pudiese haber tras ella, acogedor incluso. Tampoco faltan quienes niegan la existencia de la otra tierra, del agua, e incluso de alguien más con vida, enviado o no. Estos últimos (descreídos que despectivamente llaman ecos a quienes los contradicen, pues son, o al menos eso es lo que aseguran, la continuación de una voz que únicamente ellos oyen, la de sus carencias), suelen ser los más introvertidos y se les puede ver a menudo solos, concentrados en algo, quietos frente a un espejo como quien se asoma a una ventana, hundiendo su mano en la tierra de una maceta, dándole brillo una y otra vez a sus zapatos. El nombre convence a los hombres de su propia existencia pero les proporciona una vida difícilmente moldeable. Qué poder el de quien le pone a alguien un nombre y le ofrece lo más importante a cambio de todo lo demás. Qué mundo este, el suyo, el de ahora, en el que la esperanza se construye a partir de una imagen y se cuestiona la fe, el lazo irrenunciable entre uno y aquello que necesita, a través de la palabra.
¿Cuánto llevan así?
Lo suficiente para no creer ya que algo pueda cambiar.
Lo bastante poco para esperar todavía que algo cambie.
Pese a todo, tras el sueño sus párpados se alzan.

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5.
Nadie conoce el final de la llanura. Los gestores intentan motivar a los futuros cronistas afirmando que la rutina despierta en unos pocos la predisposición ideal para lo inadvertido y probablemente estén en lo cierto: la percepción responde tan sólo a una presencia interior en busca de un reflejo que constate.

También se les dice que seguramente lo peor de estar día tras día encima de la bicicleta sea el ruido de las ruedas sobre el camino que, tras haberse impuesto a todo, termine derivando en tentativa de abandono, en el impulso irrenunciable de dejarse caer suavemente hacia un costado y diluirse en aquello que se combate, que no dejará de combatirse mientras crucen la llanura.

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6.
De vez en cuando alguien se dice de repente: Algo más. Y es entonces merecedor de la compasión de sus muertos: aquel a quien no le hace falta el verbo para contarse su necesidad radical es alguien a quien le hacen falta el resto de las cosas.

Ese algo más que sólo unos pocos buscan es lo que sólo a ellos les acaba por destruir.

Siente en lo más profundo de su alma nuestro héroe que no es el único que se lo dice a sí mismo, el único en creer que eso es lo que le acabará pasando.

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7.
A todos les invadió la euforia que sucede a las catástrofes. Las diferentes estrategias prácticamente llegaron por sí solas. Unos, no siempre los más dotados, dieron un paso al frente y, como suele decirse, tomaron las riendas. El resto, entre los que se encontraban algunos igual de dotados si no más, retrocedieron y se colocaron tras ellos. Lo que unos quieren y lo que otros pueden, de la aleación de esas dos cosas está hecho el cable sobre el que desde siempre trataron de avanzar las civilizaciones.

No vio entre los primeros a ningún líder ni entre los segundos nadie que no pudiera serlo.

En el Ikea hacen su vida los gestores, los guardianes que no están montando guardia, los santos y los oradores. Los demás sólo tienen acceso al Ikea el día del ruego. En principio se trataba de un acontecimiento semanal, pero nadie estaba completamente seguro en cuanto a las cosas del tiempo. Y esto afectaba al día del ruego, a los turnos de los guardianes, santos y oradores y al cumplimiento de la edad límite que permitía la estancia en el centro. En resumen: debido a la imposible sincronización de los relojes a pila, a la falta de energía y al ciclo suspendido de la luz, se conformaron con lo aproximado. Todos, claro está, salvo los que creían adelantada su hora o momento por esta clase de imprecisión. Las voces disonantes se sofocaron mediante el derecho a la expresión de la disconformidad, el privilegio envenenado del grito cuando al grito, pase lo que pase, no le seguirá cambio alguno.

Los demás, aquellos a los que no se les permitió un sitio en el Ikea, se repartieron los espacios mínimamente cómodos de la primera planta del centro. Pese a lo que en un primer momento se pudiera pensar, no todos se decantaron por las camas del Eroski, muchos de ellos prefirieron una tienda de campaña. La de nuestro héroe es azul y, aunque en un principio estuvo tentado a hacerlo, finalmente descartó colocar un trozo de césped artificial o una alfombra verde a su entrada porque cada vez que pasaba por delante de la tienda de alguien y veía aquel jardín insuficiente, le entraban ganas de darle un abrazo a su ocupante, y si algo no quiere últimamente Diecisiete es que nadie le abrace.

Además de los espacios, se repartieron también sus roles a partir de su experiencia, de su capacidad diferencial. En esa distribución de los cargos basaron su mantenimiento, su supuesta seguridad, y digo supuesta porque nada se pudo hacer contra la enfermedad que no llegó a embridarse, el accidente o la mano propia, la única salida razonable para los que descubren excesiva la alianza entre la química y la pena.

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Chus Fernández es escritor