45.
Le rebasa una especie de ingravidez, un desvanecimiento que por encontrarse tumbado le sorprende. Sin pensárselo ni darle más vueltas cambia de postura. En posición fetal se rompe, de dentro afuera, tranquilamente, sin espasmos. ¿Ha pasado algo mientras dormía?, ¿se ha visto desbordado primero en el sueño? No. Lo que pasaba no ha dejado de pasar y acaba de superarle. Como si el saco devolviera los golpes. ¿Quién es el saco en esta imagen? El cronista. ¿Y a quién se los devuelve? A quién va a ser. ¿Y la imagen, qué es en este informe la imagen? El reconocimiento, lo que permite identificar de pronto el espíritu propio al margen de uno, esa paradoja, el desdoblamiento que unifica. No está encima del muro el cielo, sino al otro lado. ¿Y qué es el muro aquí?, ¿hay algo que no lo sea?
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46.
En una mano el lápiz y en la otra el cuaderno pero no hay lugar en la página para el informe. Son enemigos de la plenitud el sacrificio y la complacencia. Se da cuenta: su voz no propone, suple, por eso hablar le agota, porque ha de compensar mediante lo extraordinario su carencia para lo básico. Cierra los ojos y se concede así otra clase de profundidad, la alternativa a lo que realmente pide quien cierra los ojos: ir a cualquier sitio porque no puede ir más allá.
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47.
Que se acabe ya este ruido. Sí, pese a la quietud y a la ausencia de casi todo, ruido: merece ese nombre cualquier cosa cuyo cese conlleve el alivio de otro. No se acaba la llanura. Caminamos porque el silencio no existe, porque es una mentira tan grande como todo lo que se define por la ausencia de algo. No tarareamos para combatir el silencio. Tarareamos porque no soportamos que el ruido que hacemos al caminar vuelva hacia nosotros.
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48.
Como en cualquier otra parte, había gente de todo tipo en el centro. Los más osados prefirieron llamar memoria a la nostalgia, a aquello, que en un solo destello y a través de una ranura vibrante, les recordaba que habían sido definitivamente excluidos de su pasado. El error no fue haberse creído en algún momento en lo cierto, el error fue no haber contemplado jamás la posibilidad de estar equivocados. La soberbia es una ignorancia que se ignora a sí misma.
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49.
Nadie acude. Nada cambia tras su grito. Por un momento ni siquiera está seguro de haber gritado. El suplicio de permanecer tumbado y sometido por la falta de fuerzas lo forman vértices, recodos ásperos, pliegues forzosos donde el cuerpo se vuelve para sí mismo un borde y el borde un filo. Se descubre por un instante descansando y siente que alguien le está devolviendo algo. No sabe si disolverse es pasar a formar parte de todo o que todo pase a formar parte de uno. El dolor es una interferencia que durante el reposo, durante la tregua impuesta por quien lo padece, se intensifica. Consagrado el dolor como ideal de la despreocupación, una tras otra las preguntas continúan sucediéndose: ¿en qué momento desiste uno en su empeño de subir por la cara interna del pozo?, ¿da por bueno al hacerlo su pasado o su destino? Si el ansia le mostró lo pequeño que le podía quedar su envoltorio y el miedo reflejó la enormidad de la llanura, ¿muestra este sosiego, este silencio de su carne, este recogimiento de sus nervios, lo contrario?, ¿el fracaso del hacha, como el del hombre, consiste en no ser capaz de abrirse paso a través de la corteza o en el hecho de verse obligado a retroceder y abandonar el interior de esa materia que por un momento le dio una forma y lo albergó? Por cada pregunta, dos más como mínimo, siempre fue así para todos, hermano, ¿por qué iba a ser distinto hoy para ti?
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50.
Inalcanzables el origen, el hábito y la placidez que conllevan, aquí, donde ninguna cifra es superior a otra, todo converge en un signo cegador. Quién podría decirle el punto exacto que ocupa en la llanura. Si no hay nadie, por qué se empeña en hablar, por qué sigue esperando alguna clase de bienvenida.
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51.
Dios bendito, qué sonido el de sus pasos, como si la llanura los rechazara y prefiriese desplazarse a acogerlos. No arrastra más cadena que su sombra. Y su falta de opciones es su esperanza. Acompasa a su andar el rodar de la bicicleta. Porque le conviene, claro, pero no sólo por eso. ¿Vuelve con las manos vacías y se hace cargo él mismo de la siega o sigue adelante y en busca? Poco importa a estas alturas lo que decida o no el cronista, ha perdido ya toda referencia del centro e igual podría estar acercándose a él, si finalmente así lo quisiera, como yendo en una dirección cualquiera, ni siquiera opuesta. Por otra parte, ha llevado al límite sus reservas y se encuentra ya demasiado lejos como para que, de intentarlo, le fuera posible desandar sus pasos y completar su regreso.
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52.
Revolotea el pensamiento y cae, desilusionado. No recuerda haberse dormido. Ni cuándo fue la última vez que cavó. Si ahonda, movido por una clase de ansia aún superior, ¿dará de sí el vacío hasta ofrecerle la soñada posibilidad de seguir buscando? Haz cuanto en tu mano esté para que lo que te fue dado no coincida con lo que desprecies. Despreocupado y firme, horada. Si tú no hablas, el mundo guarda silencio. No te entregues sin más a la transparencia. Sólo en relación con algo puede uno decir yo, lo sé, pero aún te quedan el cielo y la llanura y su combinación, el horizonte. Te sorprende esta clase de júbilo, fruto del dolor que remite, de la carne sorprendida ante la suspensión con la que ya no contaba. Sin más confía, por qué no. Quizá la distancia derive en perspectiva. El dolor vuelve, al momento, reforzado por tu expectativa ingenua. Quién te lo iba a decir, cronista, que el espejismo se presentaría dentro de ti.
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Chus Fernández es escritor