Portada del "Harvest Moon" de Neil Young

24.
Le recorre el alimento como una descarga. Gracias al azúcar se mantiene erguido y al margen de ese dolor del que los santos le hablaron y durante el cual sientes que tu cráneo, tu hueso consumido, se reparte en todas direcciones como si fuese polvo y el mundo entero se hubiese puesto a soplar al mismo tiempo. Lo que no puede hacer el azúcar es mantenerle fuera del alcance también de ese otro dolor que te lleva a golpearte y abrazar tu estómago como abrazarías, arrodillado, a la única persona cuyo abandono no serías capaz de soportar y que ya ha empezado a irse, la única a la que en el peor de tus momentos le pedirías ayuda, la única a la que jamás se la negarías. ¿Por qué me hace esto mi cuerpo?, piensa, y al momento comprende que su cuerpo no tiene voluntad realmente, que, incapaz de discriminar, da la bienvenida a cuanto en él brota o deja ir, que el dolor es un perro ciego que gira sobre sí mismo, ladrando. Cómo se las arreglará cuando no le quede nada, cuando la demanda haga de la carne para sí misma un suplicio. ¿Habrá llegado a algún sitio entonces donde pueda llevar a cabo alguna clase de intercambio?, ¿se habrá cruzado al fin con alguien? De no ser así, ¿habrá dado en alguna parte con algo que merezca el nombre de alimento o deberá aceptar ese dolor como eje de su existencia? Estaba advertido, sabía de las jaurías que alberga la quietud, del canto rojo, pero de poco valen las advertencias algunas veces, también el aire frío lo sufrimos bajo la piel cuando lo oímos a lo lejos.

*

25.
Se despierta y sigue ahí el sol en su crudeza. Es fácil perderte si vas siempre hacia delante. Pero de qué otra manera ir, cómo hacer caso a unas indicaciones tan rigurosas en su exposición como vagas en su finalidad, cómo ignorar el reclamo inaplazable que tire de él cuando se vea incapaz de llevar a cabo su tarea. Al contrario de lo que siempre había creído nuestro héroe, avanzar no supone reducir el trayecto hacia la meta sino aprender a estar cómodo en la distancia que te separa de ella; agradecer el hueco que te describe y sentirte al fin pleno, pero no a pesar de tu vacío, sino gracias a él. ¿Quiere decir eso que está avanzando nuestro héroe? Ojalá.

*

26.
Cerrado el horizonte, es la pausa detenimiento y no suspensión o expectativa, lo que ha de poner fin a todo cuanto sin embargo continúa. Deambular o esperar sin saber qué esperas en realidad, confiar en que, gracias a la ilusión del movimiento, ni siquiera te parezca que estás esperando. Nunca dejó de ser lo hermoso inseparable de lo trágico; la belleza, el olor a hierba cortada. He aquí la lógica de la imitación: cuanto mayor es el parecido, mayor es la derrota. Pobre cronista, qué amarga siempre la enseñanza, qué pesada ya su tarea.

*

27.
Un apagón y en la noche el sol de repente sin que hubiese nada ya que pudiera ser iluminado por él. Sólo quedaban en el centro los empleados del cine, de los restaurantes, de los comercios, encargados de la seguridad y la limpieza, en fin, los otros. También algunas de sus parejas, paseando fuera, caminando sin prisa hacia atrás y hacia delante, fumando, con los auriculares puestos frente a la puerta principal. O en su coche, escuchando música, pendientes de su teléfono. Dispusieron de unos mínimos de manera inmediata. Comida, racionada según su caducidad; productos para el aseo; tecnología, formas duras, cosas sin otra realidad que su volumen; los discos, pájaros dormidos; los libros, el legado que alteraba el pasado al tiempo que hacía posible alguna idea de futuro pues todo presente es una predicción; láminas que reproducían pinturas de todas las épocas y escuelas, densidades en las que abandonarse. Se repartieron las tiendas de campaña y los sacos. Convirtieron la sección de deportes en un gimnasio y, provistos de zapatillas específicas que encontraron en Fórum, corrían por las galerías desiertas. Patinaban. De la salud, o al menos del malestar y sus extravagantes encarnaciones, se encargaban los santos, los que habían trabajado en la parafarmacia. Hacían lo que podían. Y no era mucho. Pero era más de lo que podría haber hecho el resto. Eso lo tenían todos claro. Frente a las pantallas de los cines compartieron las canciones que guardaban o con las que respondieron a la fatalidad, representaron las obras que encontraron en los anaqueles y las que fueron capaces de arrancarle al vacío. Nada hubo tan vivo como aquello, en la intensidad se aprecia el esfuerzo de lo fugaz en perpetuarse. De las peores tareas se encargaban aquellos que hasta el momento del apagón trabajaban en alguno de los stands repartidos por los pasillos principales del centro, aquellos cuyas ganancias obtenidas con sus modestas iniciativas no les permitían procurarse cuatro paredes, un techo, y lo que es más importante, una puerta que el cliente pudiera franquear de tanto en tanto. A algunos esto, que las tareas más costosas y degradantes debiera llevarlas a cabo la gente de los stands, no les parecía bien. Pero no dijeron nada. En ningún momento mostraron su disconformidad. Supongo que debía de parecerles aún peor la posibilidad de ser ellos quienes tuvieran que realizarlas. Allí se establecieron. En el sitio donde estaban cuando todo acabó. Allí se decidieron quedar. ¿Puede haber algo tan contradictorio y al mismo tiempo tan consecuente?, ¿algo más cruel? Depende, lo que para uno es una cosa para los demás es otra distinta, fijémonos en la bicicleta de nuestro héroe, que, bajo este sol perpetuo, para él es llaga y para los que le vean llegar, si es que alguien acaba viéndole llegar, la vida de vuelta.

*

28.
Alza la vista, ahí tienes la respuesta. Da igual qué te estuvieras preguntando. La soledad favorece el ritmo pero sólo el de quien está en consonancia con algo. Y no hay aquí ese algo. Sin la noche acostumbrada, ¿sigue siendo día el día?, ¿cómo puede uno ocupar el espacio de pronto abierto entre un nombre y aquello que hasta ahora designaba?, ¿encontrarán en el centro el modo de asegurarse los recursos?, en ese caso, ¿permitirán los gestores que otra generación llegue y los arroje a la llanura? Si así fuese, ellos, los nacidos bajo el sol constante, crecerán acostumbrados a esta luz que no varía y la simple posibilidad de eso lleva a nuestro héroe a preguntarse si lograrán sus padres hacerles comprender cómo pudieron soportarlo ellos, cómo se sobrepusieron a la interrupción de un ciclo sin ningún otro que pudieran adivinar, al continuo desajuste entre una y otra energía, la del mundo y la suya, si lograrán hacerles comprender que antes del apagón había en cada bosque una presencia que impedía separar el terror de su imagen, o para ser más precisos, de su corazón inventado, obligando a quienes lo cruzaban a apoyarse en las canciones, que también el bosque se acaba. Se lo podrán describir, se lo podrán mostrar, no son pocos los libros que aún quedan, pero nunca lograrán que lleguen a sentirlo. ¿Y la nieve?, ¿qué pasa con la nieve?, ¿con todas las cosas que no tenían nada que ver con ellos, los hombres, y que tanto les afectaban? Sólo el bosque es igual de hermoso que el desierto. En la llanura, en la tierra ilimitada, en esta extensión que una y otra vez a sí misma parece prolongarse, el vacío termina siendo una conciencia que reemplaza a la propia. Esto es así porque ante el vacío y debido a la falta de algo en lo que reconocerse o a lo que unirse no tiene uno más remedio que desistir de cualquier acto o gesto que pudiera ser considerado personal.

*

29.
¿Y este interés de ahora por las cosas aunque las cosas no sean más que esto? Ya no se siente en el mundo, tiene por tanto que crearlo. Ya no siente que haya alguien a quien contarle su historia ni nadie que le vaya a contar a él la suya, tiene por tanto que crear una historia que le convierta en alguien que la cuenta y al mismo tiempo en alguien que la escucha. Vuelve a tu informe, cronista, en cada palabra aparecida desaparecerás por fin.

*

Chus Fernández es escritor