30.
No importa cuánto hayas dejado atrás, el desierto siempre termina colocándose ante ti. He aquí su misterio: todas las partes que lo componen forman una sola inmensidad, cerrada, o lo que es lo mismo: permanentemente abierta. No hay recogimiento más doloroso que el desamparo, el cuerpo plegándose en torno a su centro, en torno a lo que uno es y no basta, la propia esencialidad experimentada como una herida. No hay presión comparable a la que el cielo ejerce sobre quienes cruzan la llanura, es decir, a la que la vida ejerce sobre los cronistas al reclamarles un espacio en el corazón de cada uno. ¿Debe seguir hablando en plural nuestro héroe sólo porque sus iguales le hayan precedido y necesite dar por supuesta la existencia de otros como él?
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31.
Se rompe al pensar en el futuro porque al hacerlo está pensando en el presente. Se rinde, acaba de hacerlo ahora mismo, aunque no de pronto. Se rinde, sí, se ha rendido, y en su renuncia no reniega del esfuerzo sino de la expectativa. Pero antes enumeró las promesas que había incumplido el paisaje e hizo de los límites un contorno. Cuestionó, es decir, protestó y a la vez pidió. Hasta que, sin más, dejó de protestar, dejó de pedir. Nada habían hecho por él los nombres y jamás lo iban a hacer. Las palabras, sí. Pero no los nombres.
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32.
De alguna manera sigue, porque comprender es seguir y él ha terminado comprendiendo que la fatalidad se padece o se construye, que también los objetos parecen interrumpir su caída cuando se encuentran con algo en su descenso. Pero sólo lo parecen: encontrarse con algo es apoyarse en algo, y no se puede estar apoyado en algo para siempre. ¿Y si, al encuentro de cualquiera y en busca del agua y la tierra con que todos sueñan, acaba dando con una costa o un acantilado que le obligue a concluir con dolor, con lo que eleva la comprensión a la categoría de conocimiento, que un borde, cuando no une, cuando no hace de paso entre una cosa y otra, sólo puede ser un abismo, la separación definitiva? Los enviados responden a una aplicación desapasionada de las matemáticas: los viejos necesitan más y aportan menos. Su contribución es intangible, indiferente a las medidas, y la supervivencia, les guste o no, depende exclusivamente de lo material, de lo que permite ser cuantificado. No cree nuestro héroe que en el centro nadie espere sus crónicas, tampoco él esperó realmente las crónicas de los que le antecedieron. Le hacían falta, sí, pero no contaba con ellas. Pasarán sin las suyas como pasarán sin él. Lo sabe. Pero algún propósito ha de tener mientras vaga por la llanura, de alguna manera ha de seguir la razón en el lado habitable del pensamiento. Las crónicas, concluye, no son más que el instrumento de la compasión que hacia él tuvieron los gestores, algo con lo que pueda distraerse hasta que el desenlace fatal se produzca. Ojalá su anhelada precisión refleje su gratitud, que no es poca, si bien le extrañaría que un informe que, por lo visto hasta ahora, sólo puede aspirar a la descripción tuviera más interés para ellos que el hecho de redactarlo llegue a tener para él. El paisaje ha acabado convirtiendo su crónica en una historia, al cronista en un narrador, un eje sensible que se desplaza. Testimonio, sí, pero de qué, ¿de la llanura?, ¿de la insoportable ausencia de todo cuanto no sea él y esto que ofrece como compañía su falta de clemencia? El poder es la violencia que influye en nuestra existencia sin que nadie necesite siquiera llegar a ejercerla sobre nosotros. Por eso el dolor brota siempre por primera vez en quien lo sufre, por eso el dolor es el único poder verdadero y le arrebata a la percepción lo que le entrega al padecimiento, a la atención avivada e inútil. El dolor te sufre a ti. No al revés. Del mismo modo el paisaje deja constancia de sí mismo en el cronista. Sin posibilidad de diálogo es inútil hablar y, como consuelo ante el dolor que nos provoca esa inutilidad del habla, sólo tenemos la palabra.
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33.
¿Deviene en algo lo que no termina? Da paso a la quiebra el colapso. Le queda el paisaje, eso sí, aunque todo lo que pueda hacer por nosotros el paisaje sea estar ahí, delante nuestro. Un paisaje es lo contrario de un reloj, lo más parecido a una luz si la luz fuera suficiente, si no dependiera siempre de aquello que ilumina. Un paisaje nos permite soñarnos como algo físico, capaz no sólo de ocupar un espacio sino de ubicarnos respecto a él. El milagro del paisaje consiste en lo siguiente: él está ahí y nosotros, al mirarlo, sentimos que lo estamos también, aunque sigamos aquí, en un aquí de repente privado de su capacidad de influirnos o acogernos. En la relación con el paisaje impera, por encima de la cercanía o la distancia, la profundidad. Simultánea pero no recíproca. Desigual. Para que la eternidad quepa en el ojo de un hombre ese hombre ha de sentirse al margen de todo cuanto ve. También esta enseñanza se la debemos al paisaje.
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34.
No tiene ganas de cavar, no tiene fuerzas, lo que es lo mismo que decir que no tiene tiempo aunque tiempo sea lo único que tiene. El hoyo de tirador que le recomendaron hacer los guardianes que lo hagan ellos cuando les llegue su hora, al fin y al cabo se dejó su arpón olvidado en el centro y nadie se dio cuenta o no creyó que mereciese la pena decírselo. En consonancia con su agotamiento cae y se despierta, como siempre, sorprendido. La extrañeza no depende tanto del lugar en que te descubres de pronto como del lugar que hasta entonces te habitaba. Mínimamente recuperado, cava. Que no se repita el aplazamiento: el hoyo todavía ha de ser para él regazo y trinchera. Y para quién no.
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35.
Es ver la llanura como simple superficie extendida por todas partes en torno a él y darse cuenta: la experiencia del desierto no está ligada al vacío sino al tránsito, al hecho de irse uno vaciando a medida que se va llenando de otra cosa.
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36.
Tampoco en la distancia puede confiar. Si las medidas fueran fiables no existiría la palabra lejanía. El desierto es el lugar donde uno de pronto sabe acerca de sí mismo todo lo que ignora del mundo.
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37.
¿Y si no fuesen necesarios los nombres? Se vería justificada entonces su fe en las palabras. Bajo este sol incuestionable como un dolor, donde no se concibe la anécdota y cualquier gesto se vuelve intrascendente en su consecuencia inmediata y exclusivamente interna, le quedan los relatos, sombras de otras sombras. Pero qué sentido tiene aquí la palabra familia, qué sentido tiene aquí la palabra amor, qué sentido tiene aquí la palabra dios, qué sentido tiene aquí la palabra norte, o sur, qué sentido tiene aquí cualquier palabra que no sea la palabra sed, la palabra hambre, la palabra dolor, la palabra nada, o la palabra yo. La palabra miedo va más allá del sentido, el miedo supone el olvido instantáneo del resto de palabras. El desierto es real, pero sólo es real porque está aquí, a su alrededor y por todas partes. Nuestro héroe también está aquí y sin embargo lo único que se atreve a llamar real en él es su pensamiento, rápidos de lo que en vida fue un río que arrastraba pero sobre todo fluía. Este sol es real, este cielo es real, esta llanura es real pero cuál es la verdadera relación entre lo real y el cambio, cómo puede uno, además de desplazarse, ir, en esta inmutabilidad, en esta neutralidad insoportable, cuando en él continúa viva aún su disposición para el hallazgo. La arena va quedando atrás para nada como si se renovara sin que él sienta ráfaga alguna que en contacto con su sudor le alivie. ¿Puede haber algo más aterrador que un entorno que a tu paso no cambie? Alguien que no cambia a la vez que su entorno, un fantasma es eso, vayamos más allá. ¿Qué puede haber peor que la certeza de vivir ya para siempre en un mundo vacío e inalterable en el que resulta inconcebible el azar, un mundo despojado de las interpretaciones, un mundo sin acontecimientos, un mundo sin espera ni semejanzas?
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Chus Fernández es escritor