Portada de "Un ramito de violetas" de Cecilia

72.
Como el resentimiento macera en el cronista la herida. También, por muy pequeñas que sean, las piedras separadas se vuelven hostiles y exhiben sus filos, las entradas selladas que las bordean. Imposible el descanso, que el pulso encuentre su ritmo a medio camino, que se regeneren los tejidos, que la materia rebose de sí misma. El mundo no es ahora un espacio sino un límite. Pero falta ese poco aún demasiado. Bendita la sombra, siempre fiel. Bendita la llanura, siempre abierta. Bendita la vida, que se le acaba. Tararea. Tal vez comience así un largo canto último que avance como en curvas, o parezca titubear después de haber sido interrumpido por un dolor súbito, un corte definitivo no anunciado por la luz al degradarse.

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73.
Con la agonía llega el desprendimiento. Coger las cosas. Dejarlas caer. Es todo. Menos mal que se le olvidó el arpón en el centro. ¿Se deshace también de la bicicleta? También. Pero, en vez de dejarla caer sin más, la deposita sobre la arena. Despliega la bandera igual que haría con una sábana que estuviese a punto de tender y sonríe al comprender que toda bandera está condenada al fracaso porque no puede impedir que pase a través de ella la luz. Cubre la bicicleta y el resto de sus cosas con ella, empieza a caminar.

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74.
Así ejerce la imagen su poder: exigiendo la compañía de la palabra. Completar la imagen con lo que debería brotar de ella resulta evidentemente imposible y lo que se sabe imposible y de todas formas se intenta es el canto. No un grito. Nada que ver con eso. El grito se quiere breve para que se dé cuanto antes el cese, el cambio que a través de él se pretende provocar, mientras que si algo anhela el canto es la prolongación, el mantenimiento, menos dirección que rumbo. Curioso el horizonte, esa línea corta o recoge según cómo te sientas. En la extrañeza aprecia con claridad nuestro héroe la diferencia entre el escalofrío y el estremecimiento: no es fiebre, es el espíritu que se tambalea, su sombra ya detenida, un punzón al rojo entrando y saliendo de los pulmones. Ha enfermado. O quizá haya encontrado al fin la manera perfecta de pedir ayuda.

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75.
Da la impresión la llanura de haber llegado a un acuerdo con alguien y ser el fruto de ese acuerdo un manto delicado que parece escarcha pero sólo es polvo suspendido. Ante la absoluta falta de hechos, el cronista tararea, eleva el balbuceo a la altura de la que cree haberse caído. La palabra te llega como algo cerrado a lo que debes adaptarte para integrarla en ti y transformarla mientras que la música, siempre abierta, te acoge y deja fuera toda idea de ti mismo. Tararea, a fin de cuentas, por la misma razón por la que ha vuelto a tomar notas en lugar de limitarse a hablar en voz alta. Pero el desierto reduce cualquier alusión a él a una muestra de énfasis que subraya nuestra carencia, el vínculo agrio que a todos nos une. Hay que hablar, sin embargo: la palabra convierte la imagen en emoción y la emoción en imagen.

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76.
Como un cristal estalla en la respiración y ni siquiera un resto, el vestigio de algo, unas ruinas que permitieran completar dentro de uno la belleza. Audaz la ceguera al manifestarse así, mediante la radicalización de su opuesto. Le hace falta una canción, eso es todo. Tarareamos para ofrecerle al mundo la compañía que no encontramos en él.

Cada uno encendió su teléfono y lo que primero fueron luces aisladas se convirtió luego en una sola luz compuesta de unas cuantas muy pequeñas, que temblaban.

¿Fueron un descuido de Dios o los únicos merecedores de su perdón?

Lo que estaba ahí sigue ahí pero apenas puede verlo. Sombrías partículas suspendidas se interponen entre el horizonte y el cronista, ya fruta que cae y no rebota. Lo acepta, lo intenta al menos, como si tuviera alguna importancia, eso, que sea capaz o no de aceptarlo. Pero ¿es esto necesario?, ¿este grito del cuerpo? En su último nivel el sufrimiento viene a ser una doblez esencial, la unión y la desaparición produciéndose a un mismo tiempo. El dolor no forja el carácter. Lo pone a prueba. El dolor es la gloria de lo inaccesible, su celebración. Fueron copas de cristal sobre una mesa cubierta por un mantel del que alguien acababa de tirar, es lo que siente.

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77.
Soñó: había cosas y el cronista estaba en ellas, frente a ellas o con las cosas en él. Pese a no haber escrito nada últimamente comprueba que aún conserva su cuaderno, que sigue ahí su lápiz, dentro del muelle en espiral. Se pone en marcha. Jamás conoció el hombre fe tan poderosa como su necesidad de creer.

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78.
Un volumen simultáneo a un crujido inconfundible le lleva a fijarse en el suelo que pisa, a fijarse en algo nuevamente después de tantos pasos sin camino. Pájaros negros. Muy próximos. Bultos desmesuradamente oscuros en relación con todo lo demás. Se vuelve: la llanura. Recupera su posición anterior: los pájaros, hasta donde alcanza la vista. Sobre lo uno y lo otro, el cielo. Camina muy despacio hacia el único bocarriba y con las alas extendidas. Se le cae el corazón con cada animal que reconoce bajo sus pies, revienta con cada hueso que quiebra. Se agacha. En cuclillas y con las manos cruzadas lo contempla. Pliega sus alas. No está frío su cuerpo pero tampoco tibio. Es como si no tuviese temperatura, se dice. Identifica en esa característica un idioma que ambos comparten mientras lo deposita en el fondo del hoyo que acaba de cavar con sus manos. Deja caer sobre el pájaro la tierra recién arrancada y en dirección contraria y en zigzag deambula pisando infinidad de cuerpos que ya no percibe a través del tacto ni del oído. Se vuelve. Retrocede hasta llegar al punto donde los incluye a todos su vista. Se agacha de nuevo y, otra vez acuclillado, mira: los cuerpos, la llanura, el cielo. El horizonte hecho de todo eso. El horizonte revelado al fin como frontera. En lo alto un destello y luego un estallido, silencioso. De la mano de su madre cruza el parque camino del colegio. Ya frente a la puerta se detiene y con la cabeza vuelta hacia arriba le dice que no quiere entrar. Su madre asiente y le dice que tiene dos opciones: ir a ese colegio y que ella le vaya a buscar al mediodía y por la tarde o ir a otro en el que se tenga que quedar a dormir y sólo pueda ir a buscarle los fines de semana, que elija. Él no dice nada. La mira. Baja la vista y empuja la puerta negra de metal. La puerta se abre muy despacio, tal vez debido a su peso, tal vez a que en ese momento él siente que la velocidad es lo único de lo que dispone para influir en la situación, en su circunstancia. Sentado en su pupitre, llora; pese a no ver a su madre desde el aula y ni siquiera plantearse si ella será capaz de oírle, le pide que vuelva a buscarle, que le lleve a casa. Dice mamá y sin darse cuenta revela la finalidad elemental de los nombres: ofrecernos la posibilidad de traer de vuelta a alguien nuestro. Anota esto, como si la tradujera convierte a toda prisa esta imagen en palabras, y, pleno, como si lo que en él no eran más que cables sueltos de pronto hubiesen conectado unos con otros, siente que al fin tiene un sentido su crónica, una validez. Aquello a lo que le entreguemos nuestra vida nos permitirá soportarla, que no se acabe esto, o que al menos no me acabe yo antes de que eso suceda, piensa, lo único que puedes escribir es lo único que debes escribir. Viva el lápiz, dice, y sonríe sin dejar de anotar. Sentado en una camilla aprieta el puño derecho mientras Marcos, el dueño del estudio, tatúa un uno y un siete en el dorso de su mano izquierda, el número que le habían asignado en clase y que su madre incluía junto a los otros cinco igualmente invariables en el boleto con el que, semana tras semana y después de haberle recogido a la salida del colegio, participaba en el sorteo de la lotería. Antes de caer se ve a sí mismo caminando por su ciudad de siempre, llamando a la puerta de su primera casa y diciendo: Soy yo, esperando a que esos pasos al otro lado y cada vez más próximos se conviertan en lo que ya son, una bienvenida, una invitación a entrar.

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Chus Fernández es escritor