Mi madre siempre quiso que sus ventanas y persianas fueran las más limpias del vecindario. De la puerta de entrada, ni qué decir. Si desde la calle la veías en plena faena, podías pasar miedo. Si lo hacías desde dentro, solo escuchabas su silencio. Nunca la oí cantar mientras pasaba los paños húmedos por la superficie del cristal o por las tablillas. La última vez que hable por teléfono con mi madre, me dijo que tenía un dolor muy fuerte en el pecho, que quizá fueran agujetas, había estado limpiando sus ventanas. No fueron agujetas. Cuando ya estábamos en el aparcamiento, una llamada nos hizo volver a la unidad de cuidados coronarios. Los guiones largos del aparato de monitorización. Las voces distantes…
Una niña mira hacia arriba. El sol molesta su mirar. Cubre sus ojos con una mano sobre la frente. Una mujer limpia una ventana sentada de espaldas al vacío. “No te caigas, mamá; por favor, no te caigas”. Otros dos niños, junto al pasamanos de una escalera, miran desde dentro a la mujer limpiando la ventana. De ese lado, la parte inferior del cuerpo. Cuestión de equilibrio. “¿Por qué te casaste con él, mamá?”. “Era simpático… era un buen bailarín”. La cámara se acerca a la mujer mientras Ella Fitzgerald canta Taking a chance on love. “Otra vez brilla todo probando suerte con el amor”. La limpieza de una ventana de doble hoja. Los malos tratos junto a la escalera que sube, o baja. “Las cosas están mejorando, veo el arcoíris que desaparece…”. Nosotros, a una mujer con moratones limpiando un aparador. Lo vertical, horizontal… Distant voices, still lives (1988), de Terence Davies. El hogar como ocupación: de quien participa y de quien observa, de quien canta y de quien escucha. La frontalidad estática de los planos como estrofas, y el travelling que nos acerca o acompaña como si fuera un estribillo. Así un fluir de canciones, la sonoridad sincopada de un montaje a contratiempo: la vivencia de la palabra cantada y la pervivencia de los gritos, los llantos y los sonidos de muerte… Por favor, “cantad conmigo”…
Un niño camina pasando su mano izquierda por los barrotes de una verja. Se coloca en el primer peldaño de una escalera junto a una barra que va de la verja a la pared. La cámara comienza a acercarse hasta que extiende sus brazos como si fuera un director de orquesta a punto de iniciar el concierto. Suena una canción. El plano ahora es cenital. El niño empieza a balancearse. Quien canta es Debbie Reynolds. Tammy es su título. El vacío y la negritud sobre los que se balancea bien pueden recordarnos una tumba. “Siente mi amor lo que yo siento cuando él se acerca (…) podrá saber lo que yo sueño”. Con ese movimiento cenital la cámara nos lleva a una sala de cine, a una iglesia y a una escuela, hasta volver a la calle. Un niño pasa. Otro acelera el paso para seguirlo. La cámara deja las alturas. Ahora está con Bud, el protagonista, asomado a la ventana. Acabamos de pasar por sus espacios. Espacios de vida, de ilusión y de sometimiento… The long day closes (1992), de Terence Davies. El largo día acaba porque la vida también participa en la labor de la erosión. Eso dicen en la escuela. Y también en una iglesia más de pasión que de resurrección (la presencia del Cristo crucificado y de la Piedad). Pero por suerte está el cine. Por él espera Bud sentado en la escalera de su casa. Más bien por el permiso de su madre para poder ir. Y por los chelines. Bajo la lluvia, poder entrar con alguien. Davies y sus personajes espectadores. Preferir mirar que ser mirado. Fue un poeta el que dijo que “ver es haber visto”. Bud, antes de irte a una “cama donde no existe el sueño, donde reposa el dolor”, un poco de magia…
Una joven se niega a encasillarse. A izquierda y a derecha otras jóvenes que asumen sus papeles de Dimas o de Gestas. Emily se quedará sola en el centro. Estática en su posición y en su posicionamiento. Entre dos ventanas y con la pared a su espalda. Hay un cuadro colgado. Es una planta. Se nombra una supuesta arca de la salvación. Pero a Emily también la iluminará esa luz que baña la estancia. Quizá sea aún más mágica cuando la recoge: “Estaría más sola sin la Soledad”, dejará escrito. Después de abandonar el seminario, acude a una representación operística. La sonnambula. En un palco con su familia. Se lee Mozart. Ella, la dormida despierta: “No es que morir nos duela tanto – / el Vivir – más nos duele –”… A quiet passion (2016), de Terence Davies. Emily Dickinson. La ajenidad del hogar. La domus que entre ventanas, estantes y escalones se convierte en planeta. Un crecer en las fotografías. La elipsis que detiene: “Una palabra es muerta cuando dicha / hay quien lo afirma – / yo digo que comienza a vivir justo / aquel día”. Crecer y multiplicar los días. Hacer el luto blanco. Alterar los signos de puntuación. “No llores, Emily, no llores por mí”. Palabras de una novia. Y el peso que la cámara asume. Lo normal en la vida. “¡Soy nadie! ¿Tú eres quién? / ¿Eres –Nadie– también? / Entonces somos dos / ¡Calla! ¡lo anunciarían – sabes!”. La escritura entregada, y cosida. Mientras lee el pastor su poema, Emily tiene de fondo la casa. Mientras los demás se arrodillan para el rezo, ella sentada con la pared a su espalda: “Dios ya se ha entregado a mí”. Mientras el padre le recrimina su actitud, ella con la biblioteca detrás: “Mi alma es sólo mía”… Y el momento de la escritura: el permiso paterno durante la noche que no abraza. La mesa que no es cama. Cuánto ocupa la muerte en una cama. Cuánto ocupa la muerte en una mesa. La muerte del padre que creyó. La muerte de la madre que amó. Vestir la muerte. La contemplación cenital: del cuerpo, del cortejo y de la tumba. “Saber del cielo el despedirnos solo, / nos basta el infierno”…
Madre, sabes que íbamos pensando en volver. Que en agosto también hay tormentas….
Nota: Los versos de Emily Dickinson utilizados en este artículo forman parte del libro 71 poemas, publicado por la Editorial Lumen en 2003 y cuya edición y traducción son obra de Nicole D’Amonville Alegría.
Hermes González es poeta
@hermes_godunov