El Jovellanos acogió el sábado 21 de octubre el estreno absoluto de Glass House (Casa de Cristal), de la compañía madrileña Ogmia, que dirige el coreógrafo asturiano, afincado en Madrid, Eduardo Vallejo Pinto (Mieres, 1991); un espectáculo inserto en la nómina programada por el XXIII Festival de Artes del Movimiento Danza Xixón 2023, que se desarrolla en la ciudad asturiana prácticamente durante todo el mes de octubre. La obra que dialoga (y también masculla) sobre lo real de lo humano hoy muestra el estado de irritación y ansiedad al que estamos sometidos individual y colectivamente. Es una pieza que intenta exponer ideas en este sentido, y que en general acierta en sus planteamientos, aunque quizá pueda matizarse alguna cosa menor. En conjunto, es una coreografía equilibrada, original, que rebosa intención con buenas dosis de creatividad; pero, sobre todo, lo que mejor hace es traer al frente algunos aspectos del presente, a través de lo más identitario de Vallejo: vitalismo dramático envasado en espíritu y androginia. Eso: un buen acierto. De momento, es de los pocos que lo hace. Es una realidad. Luce.

Vallejo regresaba a su tierra para mostrarnos, en premiere, el resultado de su último trabajo, un tránsito artesanal (y personal) recorrido tras un nutrido y laborioso casting y más de un año de trabajo de por medio. Para levantar su Glass House, una casa de cristal individual y colectiva en la que el corpus de cuerpos, valga la redundancia, apela, desde su inicio, a constantes dramáticas donde el presente se yergue como una senda finita entre mutaciones de emociones y relaciones humanas. Pero en la obra del asturiano hay que distinguir, cuando menos, dos cuestiones que, si bien son inherentes a las obras de contemporáneo en general, en este caso, además, tienen un papel narrativo lleno de singularidades propias y en el que, por así decir, la interfaz de la danza, o sea la estética, está impregnada, en muchas secuencias de la pieza, de una ética humanista de última hora que deja en el aire la interrogación, la legítima duda sobre el futuro; y, no obstante, eso tan propio de la condición humana: la esperanza. Una esperanza que, aquí, se llena tanto de luz como de sombra, y que catapulta los pasos de los bailarines siempre hacia un adelante. Y todo ello desde un punto de vista muy personal, lo que es realmente interesante.

Ante un panorama tan insultante, inestable e inhumano como el actual, el último refugio para la paz y la calma es el cuerpo, un cuerpo, cada cuerpo –es decir, la casa del mí–; y la danza que se elabora a partir de este supuesto se convierte, entonces, en la dación de cuenta de la razón, la virtud y la esperanza necesarias para determinar un modo de estar en el mundo pero, sobre todo, de pensarlo. La intención de la obra bascula, pues, entre las dos cuestiones a las que aludíamos anteriormente: la interfaz de la danza, el aspecto estético de todo cuanto Vallejo pone en escena, y el sentido con que eso se proyecta hacia delante: la ética. El asturiano coreografía con intención dramática, con la clave de caer en un pensar, con la clave de ver el cuerpo como una casa transparente, lúcida, de cristal, como algo perdurable pero que se puede romper: la fortaleza de la biología como armadura sensible; un cuerpo por descubrir. De nuevo.

Desde este punto de vista, analizar el montaje de la pieza de Ogmia nos lleva a decir que la obra esculpe cuerpos con sonido, mientras se van encajando en una especie de estudio escultórico, donde decir bailando vale tanto como bailar estando-posando. Es por ello que una hermosa figura, latente pero inmóvil, compuesta por una masa humana acostada y serena, nos acerca, al comienzo de la obra, a un despertar en el que el Hombre va cogiendo ritmo y velocidad a paso muy lento, o sea, como un nuevo comienzo, pero sin serlo. Esa rica notoriedad plástica irá configurando una paleta de ánimos que conducirán desde el ascenso en el descubrimiento de la luz en el otro, hasta el máximo grado de irritación y molestia en el seno de un grupo humano, que, a tempo, corre sin medida, pero instalado siempre dentro del margen de la realidad. Es el efecto de correr, es decir, de ver correr sin término, lo que nos pone en alerta, la carrera como huida, sí, pero también como salvaguarda: no se puede hacer otra cosa; y a la vez es lo que hay que hacer: correr.

Y es aquí, acaso, donde se le pueda poner un pero a alguna transición entre momentos coreográficos, demasiado fiados, tal vez, a cierto alboroto en esas carreras; un recurso un tanto manido ya en el contemporáneo, que unta esos instantes, quizá, de poca limpieza. Dicho lo cual debe añadirse que la preparación física de los bailarines es bien notoria.

Pero, volviendo a lo bueno del acierto de la carrera, y ya inmersos de lleno en el cogollo de la fractura humana, ahí es cuando la androginia, presente en mucho de lo que hace Eduardo Vallejo, cobra significado en esos dos sentidos: el ético y el estético. De un lado, por la capacidad de los bailarines, hombres y mujeres, de danzar como si se tratase de un único género (da igual cuál); y, de otro, por interpelar e interrogar, desde la dramaturgia, sobre el estado y fundamentos en los que se levanta una sociedad tan incivilizada como la actual. Vaya desde aquí ya la pregunta: ¿de qué democracia hablamos? Una pregunta que nos sugiere, a voz en grito, la vuelta de una danza que comprometa a la política a la vez que se comprometa en política. La escena, en general, igual que las escrituras, deberían hacerse más cargo de esto.

En este punto acuden los planteamientos más narrativos, escénicos y teatrales, y la pieza va desgranando (y creciendo) poco a poco, mostrando la insatisfacción personal, pero también la colectiva, con una forma de vida, no ya agotada, sino caduca. Es decir, la obra plantea por un lado el problema, y, por otro, no olvida el margen que hay que dar (aún) a la esperanza, a visualizar otro futuro dentro de este presente futuro. Eso está bien, por no decir que bastante bien.

Así se da, entre otros muchos, el momento escénico en el que tres líneas de la parrilla de luz, con 36 focos, bajan y apuntan al patio de butacas mientras un bailarín, el que encarna al Hombre, recorre el escenario de izquierda a derecha con el peso de su propia culpa –aquí entendida como consecuencia de la falta de responsabilidad en la toma de nuestras decisiones y el despliegue de nuestras acciones– y tributa al espectador la visualización de ese hecho. Porque si algo queda claro en la exposición de la pieza es que el ser humano, como sintiente, tiene capa espiritual, y es a ella a la que se le adeuda el ancestro y la memoria del olvido. No en vano el programa de mano, editado por el teatro Jovellanos, dice: “De la neurosis de la generación a la que esta obra pertenece y de cómo esta quimera no ataca a los débiles o inferiores, sino precisamente a las personas fuertes y espirituales”.

Glass House es un retrato bailado en el más pleno sentido del término; es danza que retrata, que trata de aportar un mensaje, uno en el que lo íntimo no resta ápice alguno a lo colectivo, y viceversa. Al margen de lo que la obra en su conjunto pueda cautivar, –que lo hace–, el acierto de la pieza estriba en el don coreográfico y en el poder de la belleza de la androginia que eso revela. Estos atractivos los auspicia el sesgo orientalizante de la pieza, rasgo proveniente de la formación artística y en artes marciales del coreógrafo. Hay cosas, imágenes instantáneas como fotogramas que recuerdan a Miyazaki, a esa especie de metamundo en el mundo de uno, lo personal y más propio; es decir, lo que conforma que uno sepa, mientras monta una coreografía, cómo dar estilo único a lo que hace. La personalidad creativa de Vallejo siempre aporta un algo diferente a sus obras; es un buen coreógrafo, un buen componedor, un creador a tener en cuenta, que ha levantado su Casa de Cristal como una obra más que recomendable. Aunque haya sido ayudado por sus intérpretes.

Y no se nos olvide: es asturiano; de Mieres para más señas. 

Ficha artística y técnica
Glass House, 2023
Concebido, creado y dirigido por Eduardo Vallejo
Compañía Ogmia
Coreografía: Eduardo Vallejo en colaboración con los intérpretes
Intérpretes: Nabar Jon Ander, Andrea Biagioni, Guillaume Cursio, Julien Guibourg, Michela Lanteri, Anna Riley-Shepard y Raquel Zamora
Colaborador Artístico para Sonido: Iván Solano
Diseño de objetos en colaboración con Kikekeller
Colaborador artístico para vestuario :Tamara Press
Música Original, Espacio Sonoro + Diseño Sonoro y operación: Iván Solano
Diseño de iluminación en colaboración con Juan Seade
Dramaturgia: Eduardo Vallejo
Confección Tamara Press
Productor Ejecutivo + Coordinación + Asistente de Dirección: Diego Cabia
Asistente de Dirección: Michela Lanteri
Filmmaker: Belén Herrera de la Osa
Fotografía de ensayos: Maui Losada y Eduardo Vallejo
Fotografía de escena: Alba Muriel y Maui Losada
Prensa + Comunicación: Elena Garrán
Texto del folleto de mano: Marta Abad
Asistente de Producción: Coqui Nieto
Tour manager: Diego Cabia
Distribución: Claudia Morgana

Producido por Eduardo Vallejo
Productor Ejecutivo: Diego Cabia

Con el apoyo de: Comunidad de Madrid, Teatro del Bosque, Teatro Jovellanos, Compañía Nacional de Danza, INAEM-Ministerio de Cultura y Deporte, Ayuntamiento de Móstoles, Centro Cultural Villa de Móstoles, Ayuntamiento de Alcorcón y CC. Los Pinos.

Producido por Batbox Productions

Glass House. Estreno absoluto en función única el 21 de octubre de 2023 en el Teatro Jovellanos de Gijón, a las 20:30 horas, con una duración de 65 minutos sin descanso. La representación formó parte del programa de espectáculos previstos en el desarrollo del XXIII Festival de Artes del Movimiento Danza Xixón 2023, que se celebró en Gijón del 7 al 28 de octubre.


Yolanda Vázquez
 es periodista especializada en danza
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