Anka Moldovan (Cluj-Napoca, 1976) es una pintora nativa de Rumanía, aunque reside en España desde prácticamente toda su vida, lo que le ha llevado a desarrollar un fuerte vínculo con ambas naciones. La predilección que tiene por el arte le llegó gracias al contexto particular de su familia, muy vinculada a la religión ortodoxa, facilitando el contacto de Moldovan con los refulgentes templos de dicha fe. Los interiores profusamente decorados con frescos e iconos —herederos de la plástica bizantina— impactaron a la artista, hasta tal punto de estudiar la técnica de los iconos en talleres de profesionales. Moldovan vivió a caballo entre España y Rumanía, así que, con los años, el aprendizaje de la tradición pictórica ortodoxa se complementó con las enseñanzas de artistas rumanos no vinculados a los iconos, por ejemplo, Florin Ștefan. Asimismo, los pintores españoles al estilo de Francisco Molina o Guillermo Oyagüez fueron pilares importantes. Claro está que su formación quedó consolidada tras licenciarse en Historia del Arte por la Universidad Autónoma de Madrid en el año 1998, aunando por fin los conocimientos prácticos y los teóricos.
Tras arrancar su trabajo con Valerio Lazarov y luego ejercer distintos empleos al servicio de la ciudadanía, Moldovan ha tenido que conjugar el arte con su vida laboral, alejada de su pasión por la pintura. Con todo, nunca ha cesado de crear y exponer, además de que el estilo que profesa sigue una armonía muy característica, lo que me llevó a comisariar la exposición Éter: Anka Moldovan. En este caso, el éter evoca al término de la historia de la ciencia que se utilizó para definir a la sustancia intangible presente en el cosmos. Este medio de la antigua física occidental habría sido creado por la divinidad para sostener todos los procesos naturales y se vería representado en la existencia de la gravedad o la luz. Así lo defendió, por ejemplo, el físico Isaac Newton. La idea está hoy superada. Pero ¿cómo enlaza esto con la pintura de Moldovan?

La idea es plantear un nexo entre el éter y la pintura de Moldovan. Si el éter comprendía todo lo existente, la pintura se puede parangonar a la misma noción. Moldovan encarna el concepto de demiurga —entendida sencillamente como artista— que gestiona, a través de su éter —en este caso, la pintura—, un universo particular.
Dentro de esta interpretación, la estética bella es el rasgo más identificativo de Moldovan. Así, lo hermoso prima en cada cuadro sin importar la fecha ni el lugar de creación. Es una preocupación constante que homogeneiza su producción de forma sutil. En torno a este planteamiento se levantan distintas características, por ejemplo, el atractivo que genera sus piezas. Tiene que ver con el trabajo técnico de la artista, la cual aplica veladuras que superpone y luego retira, desdibujando las formas iniciales para rehacerlas de nuevo, en una metamorfosis que culmina cuando Moldovan considera que el trabajo está terminado. La sensación vaporosa de la pintura, dispuesta con pinceles, espátulas e incluso los dedos crea un efectismo muy especial, ligado a la importancia de plasmar los elementos intangibles, esencialmente la atmósfera, su vapor y la luz, así como los efectos que originan en la composición –motivos difusos y descontextualizados–. Esta manera de simular el ambiente neblinoso, típica de Moldovan, ha ido desplazando el uso de los panes de oro, plata y la incorporación de palabras y oraciones breves, fortaleciendo un arte cada vez más purista. Respecto a esta cuestión, la pintora ha sabido reemplazar el fulgor de los metales preciosos por la luminosidad de los pigmentos oleosos, logrando la luz en sus escenas. Igualmente, significa un cambio de paradigma, tanto en cuanto se atenúa la herencia bizantina-ortodoxa de Moldovan al eliminar los materiales áureos y argénteos, aunque manteniendo singularidades al estilo de la preocupación por la claridad y la elección de la tabla para el soporte. En efecto, la mundanización de las técnicas y soportes también viene dada por la temática de Moldovan, que siempre es profana. En lo concerniente al soporte de la tabla, es beneficioso indicar la importancia de su perdurabilidad; la pintora elige maderas de excelente calidad capaces de soportar la imprimación del gesso, el lápiz y el óleo. Además, el gesso crea texturas sugerentes, haciendo que la pieza gane en hapticidad. Por otro lado, el grosor de la tabla permite colocar la obra de arte de forma exenta, sin el enclave de la pared, realizando una vez más una sutil transición de la pintura a la escultura.

Tras este inciso, volver a los temas es imprescindible. La figura humana es uno de estos rasgos capitales. Inscritas en la cotidianidad, sus multitudes son difusas; no se busca destacar a nadie, sino demostrar el potencial del conjunto a nivel plástico e incluso conceptual, con valores como la transitoriedad o la fuerza colectiva. Asimismo, Moldovan está desarrollando el paisaje físico —no solo el urbano, manifestado en sus escenas de la vida diaria—, en el que muestra panoramas grandiosos, siendo la presencia humana casi anecdótica. Al igual que en la pintura china shan shui, que versa sobre el paisaje, las personas se diluyen en el entorno, pues la naturaleza es protagonista; es creadora de lo que la habita. La estética bella convive con la sublime, por ejemplo, cuando la pintora representa la naturaleza mayestática, expresada fundamentalmente a través del género paisajístico.
Mientras tanto, los personajes individuales del arte de Moldovan abordan la idea de belleza femenina, de conexiones prerrafaelitas por la idealización de las fisionomías. Las obras protagonizadas por mujeres llevan nombres en sus títulos, aunque no son específicos. Al contrario que en la retratística, estas mujeres no simbolizan a personas en particular, exceptuando algunas de ellas, venidas de la ficción literaria. Ahora bien, a pesar del ensalzamiento de lo bello, no hay superficialidad en ningún aspecto; los afectos de Moldovan subyacen en los óleos. De forma puntual, se concretan en imágenes más cercanas al público, tales como las que reinterpretan la historia trágica de la Ofelia de William Shakespeare y la adaptan a nuestros días, incluso canjeando la fatalidad por la supervivencia.

No obstante, dentro de todos estos asuntos terrenales, atisba un microcosmos de seres taumatúrgicos, no muy recurrentes en Moldovan, pero que igualmente aparecen en las distintas fases de su vida. Son un reflejo de lo sobrenatural; una aproximación a lo grotesco por el tema, aunque desde la candidez de las criaturas. Se trata del retrato de seres más bien desamparados, decaídos, procedentes de mitologías privadas e ignotas; cada personaje se construye gracias a las ensoñaciones y los miedos. Conforman los sentimientos ácidos de la artista, aunque a veces son fruto del inconsciente. Se trata de asuntos a los que enfrentarse y un punto más de sus particularidades.
Sin lugar a duda, hablar del arte de Anka Moldovan recuerda al poema El alma de la belleza de Dante Gabriel Rossetti (1867). Un fragmento de su primera estrofa dice:
‘’Bajo el arco de la Vida, donde el amor y la muerte,
El terror y el misterio, guardan su santuario,
Yo vi a la Belleza en un trono,
Y aunque sus ojos son abandono
La dibujé en la simplicidad de mi aliento’’.
Moldovan y Rossetti buscan plasmar lo bello desde el lenguaje representacional. La artista lo consigue mediante una pintura muy depurada en relación con la técnica y mediante una iconografía purista, rehusando el horror vacui. Ni tan siquiera tiene apego por las variedades cromáticas, predominando la paleta neutral, exceptuando los puntuales golpes de color. Rossetti lo obtiene mediante un soneto sencillo, cargado de relaciones duales en las que siempre gobierna la alegoría de la Belleza. Se aborda a sí mismo como un humilde pintor, al igual que Moldovan. Delante de lo bello solo cabe intentar representarlo.
Imágenes cedidas por Anka Moldovan
Andrea García Casal es comisaria independiente