FOTO: TONI DE LA CUESTA

Cincuenta razones para visitar Berlín se grafitean en un prisma, se sacan de cualquier sombrero hongo, caracolean entre el aliento cálido de otoño al cual se le rebana la nuez de un brote de aire puro, y se obtienen, claro está, en el viaje de la media centuria en la mejor compañía posible.

Treinta años después, celebramos la caída del muro más célebre mirando de reojo (igual que mira a todo dios la coetánea Fernsehturm con sus 368 metros de altura) cómo una nueva trup de fálicos degenerados convocan la propagación de nuevos muros con la que aislar a los parias. El telón (póngale usted la ubicación) resulta ahora más racial que metalero, más de erigir una barrera que contenga al desamparado que por causa de la confrontación de fuerzas hegemónicas, aunque también, que eso nunca se hace del todo vintage.

Checkpoint Charlie opera como el fantasma que aún mira a ambos lados de la paranoia. Y se destruye birra en mano su congoja de ser, ahora, lugar de culto del turista, fiel testigo de la demora.

Quedan los costurones de un muro (155 km) que es tan símbolo como museo viviente, punta de lanza y divisoria sentimental de una ciudad, de un país contra otro país que, desde hace tres décadas, es el gran país de la Europa común.

Quedan casas ocupadas, contracultura, cascadas de comercios cuyo festín rezuma sovietismo. Pelean todas por no rendirse totalitariamente frente a la contundencia del deber occidental: el consumaz consumo consumista.

Los barrios hermosos, los patios hermosos, los hermosos museos. Las hojas que no se barren, hermosas porque certifican un tiempo y alumbran una verdad mientras, por entre sus adoquines, florecen zarpazos gentrificantes.

Vienen, van y aguardan las bicis como cardumen por las aceras y por las avenidas. Son una cascada y un racimo y un consenso y una sinfonía de pedales que suenan a belleza, a sazón y a mundo libre.

En estas vas y te embelesas con los vagones amarillos y con las estaciones de metro repletas de aroma RDA. Próxima estación: Rosa Luxemburgo.

Atravesando las calles de trazado infinito pero sin bajar al bunker, mirando al cielo cambiante repleto de ringleras de edificios de rabiosa vanguardia, lo mismo que de neoclasicismo reconstrituyente: los eclipses de la destrucción son apabullantes.

FOTO: TONI DE LA CUESTA

 

Apenas las tribus asoman la cresta por sus calles infinitas mientras, en las terrazas, graznan los cuervos que no son negro azabache. Más negro, por el contrario, es el auge neonazi, amenazando y asesinando a todos aquellos que en el Reichstag (soberbia la cúpula de Foster, delirante el cutrerío de los barracones de acceso al Parlamento alemán) defienden la integración, la inmigración, la diferencia.

Cuando Anpelmann camina decidido a cambiar de rumbo nuestra vida, parece levitar sobre sus manos, y mientras cruza y descruza, pues nos cruza. Porque la vida es un semillero desnudo, una huida hacia el abismo y un desparrame celebratorio. La vida es dar vueltas alrededor del busto de Nefertiti.

Son múltiples las misas que no se celebran cada noche en las cuatro catedrales de Berlín, tampoco en sus sinagogas, ni siquiera en sus clubes de alterne; porque la ceremonia más aplaudida y aclamada, la gran comunión que vale por medio centenar de ofrendas, se celebra en los antros de la electrónica: Berlín, capital global de la música tecno, no cupo en el itinerario. ¡Ay! Pero aún deseo con todas mis garras (las garras del oso) suspirar con que, cualquier día, tras eterna espera, podré engatusar a sus míticos porteros, conocidos por su arrebatador encanto.

Desde el expolio se construye, y, desde la memoria, se reconstruye. En Bebelplazt aún se respira el terror. Las páginas que ardieron un mes de mayo de 1933 contaminan el aire y funcionan como vigente advertencia. Hay una biblioteca vacía que exuda en silencio, subterránea, plaza de la intolerancia.

La historia de la sangre se reparte en dieciséis memoriales. No hay ciudad que calcine nuestras posibilidades de especie como tú, Berlín.

Berlín colosal pastiche, hechiza y rabia. En Berlín los rusos regentan restaurantes con aura de nombres chulos como Pasternak y Chagall.

La canción que abre los canales del Spree por donde se pasean los zagales y las chicas y las barcazas conversan con el paisaje es cosmopolita, y en los parques aledaños, las esculturas testimonian a los pensadores del socialismo y erigen la nostalgia mientras un espía loco acodado en un puente, canturrea, escupe, silba, fuma, mira su celular; se desangra esperando una tormenta.

Berlín, que se patea con la sensación de no poder llegar nunca a abrazar sus contornos ni a transitar sus meandros ni a divisar sus edificaciones ni a mear sus líquidos porque mear, lo que se dice mear, cuesta lo suyo en Berlín.

Toda excusa es brillante para acercarse a morar por Berlín. La caída del muro, hace ahora tres décadas, se suma lozana al catálogo de emisiones necesarias.

FOTO: TONI DE LA CUESTA

 

Carlos Barral es promotor musical