Bitchin Bajas and Bonnie 'Prince' Billy durante su show en Lata de Zinc, Oviedo / FOTO: MÓNICA DE JUAN

Soy un farsante: para escribir esta reseña del concierto de Bonnie Prince Billy en la Lata de Zinc escucho Epic Jammers and Fortunate Little Ditties, el disco de Bitchin Bajas y Bonnie Prince Billy, que sonó en directo la noche del jueves pasado en la sala ovetense. Desde luego, el recuerdo se tiñe de una distancia que va a ser de todo menos objetiva: trozos enteros del momento vivido regresan volando como monolitos prehistóricos y se hacen añicos al encontrarse en el presente del cerebro que los evoca. Lo bonito de la experiencia original había sido precisamente el hecho de que sabía poco más que nada sobre el veterano músico nacido en Kentucky bajo el nombre de Will Oldham, y absolutamente nada sobre la banda de Chicago con que se embarcó en esta última aventura sónica. La sorpresa de verme envuelto por un tiempo desconocido, bien acompañado, en un local extrañamente familiar —era mi primer concierto en la Lata de Zinc— de la ciudad con la que, desde hace ya nueve años, he mantenido un idilio veraniego que nunca he tratado de ocultar, contribuyó a que me entregara sin remilgos a la propuesta que estos cuatro chicos fueron desarrollando ante un público que esperó ansiosamente a que abrieran la puerta durante más de una hora.

Todo sucedió naturalmente: una progresión amable fue formando sin prisa, gota o gota, el mar que inundó la sala. Me di cuenta cuando una chica que entró tarde al concierto me preguntó si habían empezado a tocar hacía mucho tiempo. Le contesté que era difícil saberlo, pero que suponía entre veinte y cuarenta minutos. Después de un rato, también difícil de calcular, se giró y me dijo que ya entendía lo que había querido decir. Es lo que tiene el género cuando logra su cometido: genera un tiempo circular. Un zumbido dinámico y a un tiempo estático. De cualquier manera, el tiempo real, el que transcurre sigiloso cuando no lo mide un metrónomo, continuó su marcha implacable y el concierto, después de quizá una hora y media o dos, terminó.

Volvamos entonces al principio: lo primero que capturó mi atención, ya atrapado en ese tiempo circular, fue la sencillez de las letras, o al menos de aquellas frases y a veces solo palabras sueltas que lograba entender. Me parecía escuchar la lectura de un libro de recetas para una vida o para un mundo mejor. Cada oración era un consejo o un consuelo, un susurro al oído, a veces con tal economía de recursos que llegué a entender el sentido original de esa desgastada frase —y que solo ahora, en este contexto, me atrevo a escribir— “perlas de sabiduría”. Fue así como se me ocurrió la única pregunta que le hice Rob Frye, el músico que tenía su trinchera al fondo del escenario, casi en el centro. Su nombre lo volví a confirmar anoche en unos diez clics, con ayuda, claro, de la entusiasta pero precaria asistencia de mi memoria. Al ser el último que avanzaba en la fila mientras abandonaban el escenario y se escurrían entre un público todavía hipnotizado, Rob fue presa fácil. Ya arriba, lo abordé explicándole que tenía que escribir una reseña sobre este concierto para LaEscena, y allí le hice esa única pregunta, aunque no estoy seguro de si con estas mismas palabras: ¿es la intención de vuestra música transmitir un recetario para un mundo mejor? Rob, un tipo amable y guapo en cualquier catálogo, me respondió con otra pregunta. “¿Has visto la portada del disco?” Contesté que no, no la había visto, sin saber que el poster que había visto, horas antes, detrás de la barra —de la que en aquel momento no esperaba otra cosa que la cerveza— era la portada del disco: un cuadrado blanco en el que se veían tiras de papel con diminutas letras impresas. “Depende de ti, claro”, me explicó. “Aunque son galletas de la fortuna”. Mi ignorancia, una vez más, propiciaba el asombro. Ahora todo estaba clarísimo. De pronto comprendía el por qué de aquella sencillez de expresión y, por el mismo mecanismo, el papel crucial del elemento puramente musical, al que ya apunta la frase epic jammers que forma parte del título del disco.

¿Pero qué son en realidad estas galletas de la fortuna? Lo que me cuenta la Internet sobre las galletas de la fortuna confirma, en cierta medida, lo que se conserva en el acervo popular. No son en verdad una invención asiática, aunque al menos una leyenda sobre su origen las conecte con la historia de la China del siglo XIII, y al papel que los pastelitos de la luna jugaron en el surgimiento de la dinastía Ming. En verdad, como tantos otros productos supuestamente étnicos, tienen su origen en Estados Unidos, específicamente en California. También abunda la leyenda en los relatos que ubican su origen en el estado de la Fiebre del Oro. Entre estos, mi favorito es el que tiene como protagonista a David Jung, un inmigrante chino de Los Ángeles, fundador de la Hong Kong Noodle Company, quien inventó las galletas para repartirlas gratuitamente entre los menos afortunados de su ciudad. Un ministro presbiteriano, contratado por Jung con ese propósito, escribía citas edificantes de la Biblia destinadas a consolar y a inspirar a sus lectores. Lo demás es historia, o leyenda, como cada quien prefiera creerlo.

 

“Felicidades: tus esfuerzos pronto serán recompensados. Sigue así”. Con esas palabras, pero en inglés y con una voz que a veces parecía a punto de quebrarse, animaba Bonnie Prince Billy a su público en una de las canciones que ejecutó esa noche. No sé los demás, pero yo llevaba una vida entera esperando que un perfecto extraño me dijera una frase tan alentadora como esa. Caí entonces en cuenta de que no era la primera vez que una galleta de la fortuna me traía un mensaje oportuno. Quizá sea esta la razón por la que el cantante de Kentucky, según me contó Rob Frye, haya coleccionado durante unos treinta años esos papelitos de apariencia insignificante. Según me fui enterando mientras buscaba el origen de las galletitas, las fuentes de los aforismos van desde el señor de la barba blanca con el triángulo en la cabeza hasta Benjamín Franklin, pasando por Esopo, Confucio o el redactor de turno.

Independientemente de la calidad de la fuente, el mandálico colchón sónico que genera Bitchin Bajas, psicodélico en su sentido más ortodoxo, eleva la potencia del mensaje. Las frases puntuales se convierten así en mantras que culebrean en laberintos construidos por una acumulación cuidadosamente planificada de elementos mínimos. Y todo sucede ante la mirada del público, sin más secreto que el que otorga la destreza, el dominio del oficio: para el que no es oficiante, la facilidad con la que sucede todo en escena parece cosa de magia. Sin ánimos a subestimar el papel de las melodías —siempre presentes, siempre sencillas— o de los ritmos —a veces hasta dos patrones distintos en una misma canción—, la música de Bitchin Bajas, o para ser exactos, la música de esos epic jammers que le dan título al disco, se centra en la exaltación del sonido, y por ello dirige nuestra atención a la frecuencia y su manipulación. Para generar esas frecuencias se valen de una variedad de instrumentos acústicos (la guitarra veracruzana, la flauta, el granadero, el melodión y un etcétera bastante nutrido y cansino de desgranar) y, para manipularlas, de sintetizadores, filtros y efectos que cada músico controlaba individualmente, repitiendo, distorsionando, descomponiendo e incluso rearmonizando cada tonalidad, cada color. Al principio creí que uno de ellos se dedicaba exclusivamente a samplear, filtrar y loopear sonidos, pero Rob se apresuró a corregir mi percepción, temeroso de que pusiera en tela de juicio la sinceridad de la ejecución. Por suerte, aquella primera pregunta terminó derivando en una conversación bastante esclarecedora.

Un último comentario, ya que caemos en el tema de la sinceridad. Soy de los que cree que la ironía —y no precisamente la ironía romántica, fundamento de la tradición moderna— es el mal de nuestro tiempo. ¿Nos gusta o no nos gusta los que decimos que nos gusta? ¿Nos dedicamos a la mofa, a la mera coñita, o rendimos tributo? Son preguntas que ya no podemos evitar hacernos ante cualquier manifestación estética. Contra mis cálculos, considerando la juventud de los músicos e incluso el nombre de la banda, no encontré un dejo de ironía o sarcasmo en la música de Bitchin Bajas. Es evidente que el humor es un componente del encanto Bonnie Prince Billy, y que a algo de eso apunta cantar los mensajes de las galletas de la fortuna, pero también es evidente su compromiso con esos mensajes y con el sonido que le pone alas a esos mensajes. El sarcasmo no es la única manera de hacer reír. Así que “libérate de tus preocupaciones y pásalo bien”, y recuerda que “el que quiera la fruta, debe subir al árbol”.

José Miguel López es escritor y editor