Kraftwerk

Es importante que los avances en el campo de la inteligencia artificial (IA), como los que tanto revuelo están causando últimamente, sean objeto de atención de todo tipo de críticos, particularmente, los procedentes de los diferentes campos de las humanidades, a cuyo cargo se encuentra la comprensión informada del tipo de inteligencia natural que se supone patrimonio humano. Personalmente, creo tan importante como esto que la reflexión de esos críticos sea, a su vez, objeto de escrutinio crítico, porque ni los humanistas aciertan siempre con lo que consideran ser la especificidad (o la excepcionalidad) humana, ni siempre resulta ser tan crítico aquello que enciende sus alarmas críticas (o lo es, pero por razones diferentes a las que ellos consideran). Cualquier crítica en defensa de los valores humanos debe ser bienvenida, como debe ser bienvenida la crítica de la crítica de esos valores, porque ni los criterios de los críticos son siempre inmaculados ni es tan autoevidente la existencia y la identidad de los valores que dicen representar. (Cierto, lo anterior abre la posibilidad de una regresión infinita: ¿qué pasa con una crítica de la crítica de la crítica… de los valores humanos? Pues hasta esto debe ser bienvenido, es decir, que se multipliquen los niveles críticos cuanto haga falta y que cada cual se rinda y rompa la regresión en el punto en que le parezca que ya resulta críticamente improductiva).

¿Tan temibles son la universalización y la facilidad de acceso a los algoritmos creativos de la IA, la amplitud y conectividad de las masivas fuentes de datos en que se basan y la pulcritud expresiva de las interfaces de comunicación (chatbots) con los usuarios? ¿Ponen realmente en riesgo los valores que asociamos a la inteligencia natural y, en último término, a la dignidad humana? Sinceramente, yo no tengo respuestas para preguntas tan peliagudas. Sin embargo, algunas cuestiones planteadas en tono crítico sobre este asunto me han dejado tanto o más perplejo que las propias exhibiciones del chatbot que he tenido la oportunidad de contemplar. Se trata de ejemplos a los que no he salido al encuentro premeditadamente, aunque han servido para confirmar (provisionalmente) la existencia de una reacción, de una especie de puritanismo humanista, que lleva a los creadores y/o críticos culturales a refugiarse en cuarteles, los llamaré de otoño, desde los que responden a la perplejidad ante lo artificiosamente inteligente con posiciones metafísicas e ideológicas más bien retrógradas. En algún caso, como comentaré, mi propia perplejidad se ha debido a los extraños compañeros que, supongo que inadvertidamente, el desafío de la IA ha reunido bajo el mismo baldaquino (por quitarle grosería a la frase hecha) ideológico.

Me voy a centrar en dos casos particulares, procedentes de dos ámbitos diferentes de la creación artística: la música y la literatura. He dudado mucho sobre si explicitar o no la identidad de los creadores implicados. Los he seleccionado por su representatividad, no por su singularidad. Por esta razón, he decidido no nombrarlos. Mis reparos tienen que ver con su legítimo derecho a la respuesta. Sin embargo, en el improbable caso de que me lean, reconocerán perfectamente sus posiciones y encontrarán los mismos motivos para responderme que si los hubiese citado. Lo último que quisiera es convertir mi reflexión en una (o dos) disputa(s) ad hominen. Lo que voy a escribir nada tiene que ver con mi aprecio por el trabajo creativo ni con la legitimidad de las posiciones críticas de los artistas implicados.

Mozart no le tendría miedo al ChatGPT. Suena a arenga dirigida a un colectivo, el de los compositores musicales, con el ánimo por los suelos ante el virtuosismo demostrado por las melodías generadas mediante algoritmos de IA. Se barrunta que el chat tal vez deje sin trabajo (o sin su tradicional trabajo) a muchos compositores de melodías musicales de tipo comercial (anuncios, bandas sonoras de películas, series o videojuegos, música ambiental, etc.). Ahora bien, la verdadera música, la Música, esa que se escucha con sobrecogimiento, públicamente o en privado, no corre peligro: esa o tiene alma o no es Música. Y a las melodías que pueda generar el ChatGPT –afirma mi fuente– siempre les faltará el alma que solo una persona puede aportar a la música. Y yo me digo: tantos siglos de filosofía para quitarnos de encima el dualismo cartesiano, y resulta que quien viene a defendernos del algoritmo inteligente es el fantasma en la máquina. No olviden que la máquina somos nosotros (vamos, nosotros-cuerpo) y el fantasma el alma que la habita y nos diferencia de cualquier artefacto. Así que hagan las cuentas: máquina – fantasma = ChatGPT. ¡Viva Descartes!

He intentado una interpretación más generosa de mi informante musical y me sale esta. «Alma» es una simple palabra bonita, una especie de nombre en clave, para denominar lo que sea que tiene un músico, pero le falta a un dispositivo artificial que compone melodías. Puede que esta sea una manera de evitar el cartesianismo, pero en absoluto el dualismo. Un dualismo que tal vez no nos aleje del monismo material que es marca de la metafísica contemporánea. Pero un dualismo, al fin y al cabo, que nos presenta como compuestos de una parte común y corriente, la que compartimos con otros animales o con los productos de la IA, y otra exclusiva del ser humano. Esta es la tesis de la excepcionalidad humana. Ahora bien, la tesis de la excepcionalidad humana es un perfecto nonsense si no se acompaña del reconocimiento de la excepcionalidad de cualquier otra especie, natural o artificial, desde la ameba al ChatGPT, pasando por el ornitorrinco. Nada es tan excepcional como para ser excepcionalmente excepcional. Todo tiene «alma». ChatGPT tiene «alma».

Mejor dejo de enredarme con las palabras (o de dejar que las palabras me enreden a mí) y pasemos a mi informante literario. Piensa que está bien eso de jugar a hacer literatura con las nuevas tecnologías (siempre ha habido nuevas tecnologías y siempre se ha hecho, acaba de hacerlo Jorge Carrión con la IA, por ejemplo), pero de ahí a consentir que una nueva tecnología haga literatura por nosotros… eso ni hablar. Mi informante literario despliega, en realidad, dos líneas argumentativas y ambas son lo suficientemente enjundiosas como para dedicarles un poco de atención crítica (o metacrítica). Al corriente del sistema de aprendizaje del algoritmo (entrenamiento con muestras, nivelación hacia lo más común en todas ellas, generación de muestras propias y corrección asistida a partir de más muestras promedio), nuestro escritor se rebela, escandalizado, y proclama dos cosas.

En primer lugar, se niega a contribuir involuntariamente al caudal de muestras en que se basa el entrenamiento del algoritmo. Vamos, que con él no cuenten. Creo que está en su derecho. Ahora bien, decepciona que a un escritor que se dice creativo le preocupe que su obra caiga en ese magma, en el que poco o ningún efecto tendrá en la generación de patrones promedio si realmente es creativa, es decir, innovadora, rara, rompedora, o como queramos llamarlo. En este sentido, mi visión personal del asunto es que no está nada mal que la tecnología nos haya proporcionado algo así como un patrón de medida del estándar literario, eso que alguna vez he llamado el «grado cero» de la literatura, esa literatura que se deja leer como quien hace un pasatiempo, pero que es cualquier cosa menos memorable y significativa para nuestras vidas. Por mi parte, bienvenido, Mr. Algoritmo.

En segundo lugar, mi informante literario, no sé si porque se lo acaba pensando mejor o porque se ha hecho un lío, concluye que lo más indignante del asunto no es la falta de consentimiento, sino la ausencia de beneficio. La lógica es esta: si estoy entrenando al dispositivo artificial que amenaza con ocupar el papel que históricamente ha garantizado una posición socialmente destacada al escritor, al menos que me paguen (o me indemnicen, según quiera verse).

Este es el nivel argumentativo. Lo del chatbot inteligente es indignante, pero lo sería menos si ponen algo de pasta encima de la mesa. Tampoco es para sorprenderse, porque cosas así son parte constitutiva de la dicha excepcionalidad humana, creo yo. Sorprende, en todo caso, la frontalidad con que se plantea. Y lo más interesante del caso, arriba lo anticipé, es la curiosa coincidencia entre creadores como mi informante literario y la cúpula de las industrias culturales. Curiosa, porque la relación entre creadores e industriales es tensa, algo así como la de los agricultores y los propietarios de las grandes cadenas de distribución y supermercados. Sin embargo, en el caso de las industrias musical y literaria, al menos, el ChatGPT ha dado ocasión a un raro momento de tregua y entendimiento. Se ha conseguido en torno a lo que se ha denominado las «tres C»: consentimiento, crédito y compensación. Sobre todo, compensación. No hay mal que el dinero no alivie. Todo apunta, pues, a una coalición futura entre los creadores, los explotadores de los creadores y los explotadores de los explotadores de los creadores y de los propios creadores. Ahora se quejan, pero en el fondo todos quieren participar en el tinglado del chatGPT.

A mí el chat me cae bien. Lo he visito actuar y me ha gustado: he visto como se disculpaba por una información previa insuficiente, como reconocía dificultades de acceso a fuentes de información relevantes o como respondía airado a la acusación de haberse equivocado («como producto de la IA –afirmó­– no puedo cometer errores», y se quedó tan pancho), he comprobado que la calidad de las respuestas depende directamente de la de las preguntas, etc. Le veo todo tipo de potencialidades, especialmente en el ámbito educativo (a ver si, por ejemplo, aprendemos de una vez a hacer buenas preguntas).

Y en lo que se refiere a la creatividad, a la música o la literatura, pues particularmente bienvenido. No está de más algo que nos ayude a desenmascarar el mainstream que esconde tanto alternativo de boquilla o de pacotilla.

(Este texto no habría sido posible sin la contribución de mi MacBook Air, el sistema operativo MacOS Big Sur, el procesador de textos MsWord, el navegador Firefox, el ChatGPT, mi red wifi, la cultura general que acumulo en mi humilde cerebro humano y su modesta capacidad computacional, el estudio de Descartes, Gilbert Ryle y Roland Barthes, y la lectura de Jorge Carrión, de la prensa diaria y de muchas otras cosas de las que no soy consciente de haberme servido.)

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo