Pocas veces ocurre que una película que ha despertado tantas expectativas como el nuevo filme de Alejandro González Iñárritu logre saciar al espectador. El renacido (The Revenant) lo consigue con un abrumador ejercicio de puesta en escena y una densidad dramática que hurga en las entrañas mismas de la historia y la esencia de los Estados Unidos. Una empresa a la que el cineasta mexicano se enfrenta a pecho descubierto, blandiendo una batería de recursos, propios y heredados, en la creación de un espacio y un tiempo míticos.

Aunque ha sido catalogada como un western, El renacido se sitúa en realidad en un momento anterior a la conquista del Oeste norteamericano. La frontera aún no ha sido establecida como tal, y la colonización no ha comenzado, más allá del asentamiento de pequeñas comunidades en fuertes que funcionan más como puestos comerciales avanzados que como poblamientos al uso. Se trata, pues, de un viaje hacia el origen mismo de los Estados Unidos, hacia el brutal nacimiento de una nación construida sobre sangre y odio.

El renacido es, de hecho, la recreación de uno de esos mitos fundacionales tan apreciados por el pueblo norteamericano, un colectivo obsesionado por aprehender una historia propia. Se trata de la epopeya de Hugh Glass, un trampero que en 1823, tras ser atacado por una osa y dado por muerto por sus compañeros de partida, recorrió herido más de 300 kilómetros para retornar a la civilización. Estamos en los terrenos del mito.

Dos brutales escenas marcan el primer tramo del filme. En la primera, un grupo de tramperos es atacado por una batida de indios a orillas del río. En la segunda, Glass, solo en medio del bosque, tiene su fatal encuentro con la osa. La pericia técnica con la que Iñárritu resuelve ambas escenas pone inmediatamente el foco sobre ellas, especialmente por el vigoroso empleo del plano secuencia que, de forma tan inesperada como sugerente, conecta el filme con la anterior película del cineasta, Birdman (Birdman or The Unexpected Virtue of Ignorance) (2014). Pero la esencia de El renacido, su auténtica dimensión, no puede explicarse sin tener en cuenta las otras secuencias con las que Iñárritu va hilando ese primer tramo.

La primera secuencia del filme es especialmente reveladora: Glass, una mujer india que adivinamos su esposa y un niño pequeño duermen plácidamente, mientras la cámara les sobrevuela, trazando un expresivo travelling lateral acompañado por una voz en off. Es un plano similar al que articula Andrei Tarkovski en la presentación del personaje central de su monumental Stalker (1979).

El Glass de Iñárritu es un reflejo evidente del stalker de Tarkovski. Ambos son guías en un terreno inhóspito, con un punto irreal, al tiempo atractivo y aterrador. Sus motivaciones, en cambio, son diferentes: El “stalker” trata de proteger esas tierras, “la Zona”, mientras que Glass es un saqueador, víctima y partícipe de un capitalismo salvaje. La conexión principal entre ambos filmes, no obstante, reside en la creación de ese espacio mítico, dominado por una naturaleza desatada que el ser humano no puede controlar ni, incluso, comprender del todo, ya que no se somete a las reglas de la razón. Un aspecto que en El renacido se introduce a través de los sueños de Glass.

Las referencias a la obra de Tarkovski no se limitan a Stalker. El espejo (Zerkalo, 1974) y, especialmente, Andrei Rublev (1966) también dejan su eco en El renacido, combinado con otros elementos ajenos en la configuración de ese territorio y en el propio relato de la epopeya de Glass. El conradiano río se muestra como una “inmensa serpiente” que se adentra, evidentemente, en el corazón de las tinieblas. Un caudal que surcarán los tramperos, en su huída inicial del ataque de los indios, a bordo de una barcaza similar a la que usaban Lope de Aguirre y sus hombres en Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), de Werner Herzog.

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El avance de Glass entre los árboles, al inicio y al final, recrea el de los soldados de El gran desfile (The Big Parade, 1925), de King Vidor. La onírica pirámide de cráneos se diría heredera de la pintada por Vasily Vershchaguin en La apoteosis de la guerra (1871). Y el indomable paisaje helado remite directamente a los lienzos de los pintores románticos, especialmente de un Caspar David Friedrich al que se cita directamente al recrear su Abadía del robledal (1809), en sugerente mixtura, una vez más, con el Andrei Rublev de Tarkovski.

El todo, no obstante, es muy superior a la mera suma de sus partes. La incontenible belleza de los escenarios (fotografiados de manera magistral por Emmanuel Lubezki), la vigorosa planificación y un desarrollo narrativo que no escamotea ni un ápice de crudeza ni un segundo de tensión completan la creación de este espacio mítico. Para completar la epopeya, Iñárritu cuenta además con un plantel comprometido y liderado por dos intérpretes en estado de gracia.

Leonardo DiCaprio se entrega a fondo. Su actuación logra trascender la pantalla, haciendo sentir al espectador el esfuerzo físico que ha de afrontar Glass para su retorno al mundo de los vivos. Es a través de sus ojos que vemos ese espacio indómito, decididamente mítico, y percibimos el terror implícito.

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La evolución de Glass ayuda a comprender la naturaleza del territorio. Malherido, enterrado vivo por sus compañeros y traumatizado por haber contemplado el asesinato de su hijo, el trampero inicia una desesperada lucha por sobrevivir y dar caza a su antiguo compañero. Pero la venganza no es prioritaria: lo primordial es sobrevivir, para lo cual Glass deberá retornar a un estado casi primitivo. Debe integrarse en ese espacio salvaje e irreal.

Sólo cuando su recuperación avanza, el trampero se permitirá pensar en la venganza. Primero como un susurro, como un incómodo recuerdo que se niega a caer en el olvido y que toma forma en sus sueños. Después, como una motivación, tras recuperar Glass la suficiente humanidad para escribirlo en la nieve. Finalmente, como una obsesión, cuando retorna a la civilización y logra verbalizarlo.

Frente a él, Tom Hardy crea un personaje igualmente antológico, prototipo de los rudos colonos que, años después, llevarían el “progreso” del Atlántico al Pacífico. Un hombre dotado con el arrojo y la osadía que se atribuyen al espíritu norteamericano, pero también con los prejuicios raciales y la falta de escrúpulos que proliferan por aquellos lares. Un “frontierman” en estado puro, desligado de las nociones de bien y mal, que sueña con un futuro mejor en otro territorio mítico, que en su caso lleva el nombre de “Texas”. Las cualidades y las motivaciones, en su más pura esencia, que adornaron e impulsaron a los colonos que dieron forma a los Estados Unidos.

Christian Franco es historiador de cine
cfrancotorre@gmail.com