Presenciar a Shakespeare siempre es un placer funesto. Sus palabras y personajes estremecen tanto como pesa el manto cenizo con el que cubre al ser humano y sus circunstancias. Sin casi redención posible. En el caso del “Rey Lear”, tal y como se pudo ver el sábado en el teatro Campoamor, en Oviedo, sucede lo mismo. El montaje de Atalaya subraya, por un lado, este destino aciago de nuestra estirpe y, por otro, aporta algunas actualizaciones interesantes a la escenificación de la tragedia del rey loco de Bretaña ante el futuro de su reino y su progenie.
En esos dos aspectos, llama la atención, por lo efectivo, cómo la dramaturgia de Ricardo Iniesta ha desplazado un parlamento del bufón que originalmente cierra la escena segunda del tercer acto para coronar el final de la obra con un epílogo que rebaja la carga dramática pura (casi todos yacen muertos en ese momento en el escenario) y refuerza la dimensión filosófica de la tragedia, esa en la que se viene a apelar al orden natural como antídoto ante el fracaso de nuestra moderna y corrupta civilización. Son los versos que, más o menos (tomamos libremente una versión ajena a Iniesta), dicen así:
“Cuando en todo pleito se haga justicia, y amo y escudero sin penurias vivan; cuando nuestras lenguas no murmuren más y nuestros rateros dejen de robar; cuando el usurero saque sus reservas y erijan iglesias putas y alcahuetas, un tiempo habrá entonces, ¿y quién lo verá?, en que nuestros pies sirvan para andar”.
Valga este apunte sobre la alteración del parlamento del bufón para contar también que Lidia Mauduit, la actriz que da vida al juicioso payaso, firmó el sábado una de las mejores interpretaciones de la noche. Suyo es también el protagonismo en uno de los números coreográficos más destacados que acompañan la versión de Atalaya. El “Lear” de Iniesta, en consonancia con la evolución de la compañía sevillana, se sirve con profusión de la figura del coro, y estos números, donde se mezclan lenguas y cánticos, ayudan a armar, engarzar y conducir el drama hacia el derrumbe mental y ético de sus personajes. Pero hay uno en especial, algo alejado del tono de baile de miserables del resto de escenas, en el que Mauduit lidera un eficaz cuadro coreográfico de hechuras muy contemporáneas.
Luego está el trabajo de Carmen Gallardo, capítulo aparte y verdadera soberana en este Shakespeare de Atalaya. La Gallardo es un Rey Lear brillante en sus contradicciones, más eficaz en su arrepentimiento y locura que en su enojo, pero también ahí, ante sus hijas, fiel espejo del conflicto generacional con las aristas de toda relación progenitora.
Sin más recursos que unas pocas mesas y cuatro sayas, Atalaya logra evidenciar eso que Lear/Gallardo expresa en uno de los momentos cumbres de la tragedia, que “los harapos dejan ver grandes vicios mientras togas y pieles lo tapan todo”. El “Rey Lear” desnudo de Atalaya deja verlo todo y aproxima al espectador, mejor que otras propuestas, a las entrañas del conflicto shakespeariano y su vigencia.