Henry James escribió en 1906 la historia de un regreso, una de tantas que se han contado desde que La Odisea estrenara el modelo. Habla de un hombre que después de décadas de ausencia vuelve a la casa familiar (su rincón feliz) y la encuentra deshabitada y en plena decadencia material. En visitas sucesivas, este hombre se pasea por los pasillos y habitaciones vacías en busca del fantasma de la persona que habría llegado a ser en su Ítaca particular, “ese mundo místico y diferente que hubiera florecido para él si, para bien o para mal, no lo hubiera abandonado.”
No es sólo una fantasía: toda casa es un depósito de historias y morada de al menos un espíritu. Unos lo entenderán de forma literal y otros metafóricamente, pero en el acto sostenido de ocupar un espacio siempre se deja una impronta o un eco, a veces el residuo palpable de nuestras intenciones, comportamientos y costumbres. Henry James registró en El rincón feliz una visión del hogar en ruinas como extensión de la historia personal; bajo el mismo título, el Museo Barjola de Gijón ha inaugurado una colectiva de pintura y fotografía que articula los conceptos de presencia, memoria y abandono en el espacio habitable. La exposición permanecerá abierta hasta el 30 de julio y compartirá cartel hasta el domingo 4 de junio con el retablo/videoinstalación Resistencia y las Guerreras de la artista avilesina Soledad Córdoba. El doblete vale la pena.
El rincón feliz no ofrece una experiencia específicamente gozosa o melancólica, sino que sirve como catalizador para quien observa. Igual que nuestra memoria, las obras que componen la exposición son recipientes destapados que cada cual llena con su propia experiencia y estado de ánimo. Cada imagen muestra un escenario estático y vacío de figuras (no de presencias) que convierte al espectador en una especie de alienígena en misión de reconocimiento frente a las ruinas de una civilización extinta. El espíritu del relato de James aguanta esta comparación postapocalíptica y demuestra una vez más, por si fuera necesario, la vigencia de las grandes obras literarias del pasado, incluso traducidas a códigos visuales contemporáneos que en principio podrían resultarle ajenos. “Todo está conectado”, oí decir una vez, “y si no ya lo conectamos nosotros.”
Los interiores fotografiados por Kela Coto y Federico Granell aluden casi literalmente al relato que da nombre a la muestra. Uno podría sentir al contemplarlos que está invadiendo intimidades ajenas, pero el punto de vista tiende a una frialdad arqueológica: parecen conchas fosilizadas o carcasas vacías que desafían al tiempo a un concurso de aguantar la mirada. En el caso de las piezas de Christian Domínguez, esta perspectiva nos invita además a la exploración de territorios formados por dunas de escombro y continentes que emergen del deterioro de las paredes. José Quintanilla va un paso más allá y captura una naturaleza en su versión menos bucólica —hiedra, maleza y árboles esqueléticos— que escenifica su vendetta ahogando muros y cerrando puertas para siempre.
Otros discursos incluidos en la exposición amplían el planteamiento original y el concepto de fantasma. Los vecindarios de César Lacalle, Rosell Meseguer y Primož Bizjak extrañan lo cotidiano e invocan cierta forma de terror con el amontonamiento de ventanas que parecen ojos, espacios suburbanos desiertos o edificios abiertos en canal como para una autopsia. Visiones que fuera de contexto resultan difíciles de explicar, tanto como lo sería el descubrimiento de una colmena para el explorador cósmico del que hablaba antes si ignorase que una vez existieron las abejas. En una categoría propia, las luces hiperreales y los espacios encantados de Mónica Dixon aportan una belleza aséptica al conjunto. Quizás su pintura despierte en unos el vértigo del desarraigo, pero en otros evocará el locus amoenus de los poetas clásicos, aquel lugar de la imaginación donde entregarse para siempre a la vida contemplativa.
Todos estos artistas identifican el hogar como una construcción psíquica que sobrevive al armazón que la sustenta. En palabras de Gaston Bachelard, “cada rincón de una casa, cada ángulo de una habitación, cada centímetro de ese espacio privado donde nos gusta escondernos o ensimismarnos es un símbolo de soledad para la imaginación; es decir, es el germen de una habitación o de una casa.” Lejos de ser un capricho o siquiera una novedad, un proyecto expositivo que incluye discursos ajenos al medio plástico —sociales, filosóficos…— contribuye a vertebrar la producción de los artistas y enriquece sustancialmente la experiencia de los visitantes. Éste es el motivo y la importancia de que la comisaria Natalia Alonso Arduengo conjure los fantasmas de Bachelard, Henry James o Ivan Illich para coordinar con éxito ocho personalidades creativas afines pero muy dispares, facilitando así herramientas para la comprensión y logrando un poso más duradero. La estupenda labor de comisariado de El rincón feliz da pie a recordar que la función de los intermediarios en el mundo del arte va más allá de lo cuantitativo, y que también recae sobre ellos la responsabilidad de engarzar ideas y provocar estímulos en artistas y espectadores. El arte, como Ítaca, no es tanto una realidad material como un fantasma que habita dentro de la cabeza: por lo general se aparece cuando le da la gana, pero a veces hay suerte y responde a la invocación.
El rincón feliz
Museo Barjola
C/ Trinidad, 17, 33201 Gijón
Del 19 de mayo al 30 al 30 de julio de 2017
Comisaria: Natalia Alonso Arduengo
Alejandro Basteiro es escritor y dibujante
alejandrobasteiro.es / @lapiedradezo