La relación entre el ruido y la música es de ese tipo que ahora llamaríamos «fluido»: no resulta fácil comprender su naturaleza exacta ni qué denominación aplicarle (¿oposición? ¿contradicción? ¿complementariedad? ¿de todo un poco? ¿otro?). De entrada, apelando al viejo truco de ir tanteando por lo que parece que algo no es, me parece claro que no se trata de los polos opuestos de una escala que transite del ruidoso desorden al orden musical, ni del desagradable ruido al confort de la música. En otras palabras, no parece que tenga que ver directamente con las propiedades físicas (orden/desorden) ni sensoriales (agrado/desagrado) de los sonidos. Me explico.
Si lo primero fuese el caso, entonces podríamos mensurar los sonidos a lo largo de la escala en cuestión. Sin embargo, no parece nada claro que la escala resultante pudiera acomodar la distinción «ruido/música» de tal manera que señalase puntos o delimitase áreas en o a lo largo de su extensión en correspondencia con esas categorías: ¿dónde empiezan y acaban el ruido y la música? ¿qué es definitivamente ruido o definitivamente música? ¿es música lo que contienen los discos de Esplendor Geométrico? ¿contienen momentos musicales y momentos ruidosos? ¿son realmente discriminables los momentos respectivos? ¿no se basan esos discos, en el fondo, en la indeterminación física de esos conceptos? Y quien dice Esplendor Geométrico dice Test Dept, The Residents, Swan, o tantas otras formaciones que han jugado a asomarse al abismo del ruido musical o de la música ruidosa.
Las cosas no son muy diferentes en el plano sensorial, pero con la complejidad añadida de que en la escala correspondiente habría que acomodar el delicado parámetro de la subjetividad, ya saben, la centralidad de la 1ª persona que todo complica. Yo creo tener una permisividad sensorial al ruido bastante superior a la de muchos conocidos (¡ojo!, no es ninguna virtud), lo que tal vez tenga su peso en el hecho de que también creo ser más sensible a muchos más estímulos musicales (tampoco creo que sea una virtud, me ha complicado mucho la vida, de hecho). Paradójico, ¿no? Pero las complicaciones se me amontonan cuando trato de descifrar lo que acabo de escribir: en primer lugar, es dudoso que existan umbrales de tolerancia sensorial al ruido equivalentes a los que existen, en cambio, relativamente a la intensidad acústica a secas; en segundo lugar, en todo lo que afirmo sobre este territorio me baso en mis propios juicios, que es como decir en afirmaciones indemostrables.
En definitiva, la primera persona relativiza los juicios y la tercera persona, pese a la dignidad que comporta el marchamo de la objetividad, parece mantenerlos en un plano de indeterminación semejante en la materia que me ocupa. Por eso, tal vez sea más prometedor elevar la cuestión al plano, en sí mismo tan resbaladizo, de los valores y los juicios (o prejuicios) de valor. Lo voy a plantear así: el ruido es «agreste» (‘rudo, tosco, grosero, falto de urbanidad’; DLE, acepción 3); la música es «graciosa» (‘agradable o atractiva’; DLE, acepción 1, que la Docta aplica solo a la vista; yo, humildemente, la extiendo al oído). Creo que está claro que todos los descriptores que se suceden en estas definiciones son (o se utilizan como) categorías propias de un sistema de valores, para el que la atracción y la repelencia no son de índole directamente física ni sensorial.
Sobre el ruido y la música ha escrito en semejantes términos, y con notable claridad, el brasileño Felipe Trotta (Annoying music in everyday life, Bloomsbury Academic, 2020), entre cuyas tesis destaca la introducción del parámetro de «territorialidad» en este espinoso asunto. La territorialidad, me parece a mí, vendría a ser el homólogo, en el nivel de los valores, de la primera persona en el nivel de las cualidades sensoriales. El territorio parte del espacio propio, el que uno ocupa habitualmente, y se hace extensible al espacio propio de la cadena social de quienes consideramos los nuestros (no necesariamente los mismos a todos los efectos). Lo que cuenta o no (más que es o no es) como agresión o lo que se recibe (más que se percibe) con o sin agrado se sigue de este sentido de la territorialidad. Si hablamos de estímulos acústicos, a la penetración en mi/nuestro territorio de la sonoridad ajena la llamamos «ruido», y lo consideramos muestra de tosquedad, grosería y falta de urbanismo por parte de quien lo emite, transmite o retransmite. Nada de que ver con la «música», que habitualmente acompaña mi/nuestro bienestar, mi/nuestra alegría o mi/nuestro recogimiento. El ruido, parafraseando a quien ya saben, es siempre el otro.
La música se convierte por ello en ruido con la misma pasmosa facilidad con que una potencia militar invade el territorio de un vecino más frágil. Y no sorprende, por esta razón, que haya sido utilizada con fines militares o de orden público en multitud de episodios (Panamá, Waco, etc.). Sobre esta dimensión oscura de la música ha escrito con lucidez el gran Steve Goodman, músico (como Kode9), productor musical, propietario de la discográfica Hyperdub (la de Burial, entre otros) y un pensador realmente profundo y denso. Sonic warfare. Sound, affect, and the ecology of fear va de todo esto y fue publicado, en 2010, nada menos que por MIT Press. Tampoco es raro, por las mismas razones, que muchos hayan pensado que con la música podrían cambiar el mundo, entre otros lo que concibieron la idea de usarla como arma arrojadiza. Es de suponer que la música de los cantantes protesta sonase como ruido a aquellos a quienes iba dirigida como invectiva, si es que alguna vez llegaron a hacerle algún caso. Abrazarla como propia y transformar a los protestantes en genuinos artistas (en ese sentido en que «ser artista» significa «ser uno de los nuestros») seguramente haya sido una astuta estrategia para neutralizarla. Inteligencia militar de primer orden.
Nada de lo anterior debe dar lugar a entender que existe una desconexión entre lo que consideramos música/ruido y un sustento físico y sensorial a que aquel sistema de valores remite en último término. Los sistemas de valores no son tan autosuficientes como para permitirse algo así. A toda la secuencia que lleva desde la física del sonido al valor de la música yo le veo mucha relación con la cadena física, psicológica y, en el fondo, también cultural de lo que entendemos por «dolor», por ejemplo. Eso sí, dejando de lado esa versión simplista según la cual algo duele o no duele o duele más o menos. El estudio profundo de las bases fisiológicas del dolor ha demostrado que dichas bases son mucho más articuladas y complejas de lo que la aparente robustez y unicidad de la experiencia dolorosa puedan dar a entender. En el dolor concurren sensaciones de anticipación, concentración, ansiedad, autosugestión, prejuicios culturales, experiencias pasadas, etc. En cada ocasión particular, pueden darse más o menos de todos estos elementos constitutivos y con mayor o menor prevalencia relativa. El dolor no se localiza en ningún lugar en particular, sino simultánea o alternativamente en varios, ni existe una única forma de sentirlo. Como sucede con el dolor, así con la música y el ruido.
Existen muchas maneras de experimentar una experiencia ruidosa o una experiencia musical. Por eso, no es raro que un mismo estímulo pueda resultar ruidoso a unos y musical a otros, musical en una ocasión y ruidoso en otras para un mismo individuo o musical o ruidoso en diferente grado en situaciones diversas. Más aún, la experiencia sónica se abre a ser disfrutada como musical y ruidosa exactamente al mismo tiempo. Qué voy a contar que no sepan ya los fans, como yo, del «noise rock» (Sonic Youth, Lightning Bolt, No Age…). En mi caso, de dicho fanatismo tienen la culpa los Jesus and Mary Chain, que me enseñaron en los ochenta que era posible cantar con absoluta delicadeza con un fondo de sonidos sacados de un matadero industrial. Y, sinceramente, no cambio los 17:27 de “Sister Ray” (VU) por toda la discografía de Belle and Sebastian. En cuestión de estética, ese rincón rococó del universo de los valores, casi cualquier pirueta es posible.
Todo lo cual viene a cuento de dos recomendaciones. Por un lado, el libro Ruido. Radiografía de una expansión silenciosa (Adaba Editores, 2023), de Miguel Albero; por otro lado, las reediciones conmemorativas del cuadragésimo aniversario de El acero del partido/Héroe del trabajo (Geometrik Records, 2022) y de EG-1 (Geometrik Records, 2021), ambos de Esplendor Geométrico. Ofrecen un perfecto maridaje para pensar y sacar conclusiones sobre todo lo dicho aquí, y bastantes cosas más.
Esplendor Geométrico. 2021. EG-1. Geometrik Records
Esplendor Geométrico. 2022. El acero del partido/Héroe del trabajo. Geometrik Records
Miguel Albero. 2023. Ruido. Radiografía de una expansión silenciosa. Abada Editores
Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo