Cronológicamente, Less than zero (Menos que cero, 1985) es la primera novela de Bret Easton Ellis. Retrocronológicamente, The shards (Los destrozos, 2023) lo es aún más. The shards es la zona cero de toda su narrativa. La falla tectónica de la que proceden todos los monstruos nihilistas, psicópatas XXL, depredadores financierosexuales y demás seres vacíos que pueblan sus libros. No es la primera vez que Bret Easton Ellis se adentra en este luminoso territorio oscuro de adolescentes encastillados en una de esas reservas artificiales en que habita la clase dominante del país de las maravillas, que por aquí no nos resultan del todo extrañas a base de verlas repetidamente escenificadas en las pantallas. El nuevo lejano oeste. Hasta él se retrotrae ya, parcialmente, en la deslumbrante Lunar Park (2005), que es algo así como el The shards de American psycho (1991), y en él se instala de principio a fin en esta nueva y no menos deslumbrante novela, que viene a ser el Lunar Park de Less than zero. The shards es un nuevo tramo de la cada vez más complicada enredadera de la narrativa de Bret Easton Ellis. Paisajes del sueño febril del oro hecho realidad en el sur de California, transformados en pesadilla a través de la mirada penetrantemente distorsionadora de un nativo (Bret Easton Ellis*) y de la habilidad de un escritor (Bret Easton Ellis) al que aún costaba tomarse totalmente en serio precisamente en el momento que narra la novela, los meses durante los que empezaba a escribir su primera, exitosa, pero no del todo fiable Less than zero. Casi cuarenta años de carrera literaria después, pocos cuestionan ya que Bret Easton Ellis sea uno de los escritores más brillantes e inquietantes de la literatura mundial.

Ambient music

Bret Easton Ellis es, entre otras cosas, un maestro de la ambientación literaria. Se aprovecha, naturalmente, de la ventaja que supone hablar del tipo de ambientes que le son autóctonos: fastuosas mansiones en las colinas de Los Ángeles, el derroche propio de piscinas e instalaciones deportivas privadas, protagonistas y figurantes, siempre informalmente vestidos con carísimas firmas punteras de ropa y calzado, instalados en restaurantes de lujo a los que básicamente se va a dejarse ver, campus preuniversitarios que hacen palidecer a los de las más granadas de nuestras alma mater, parques automovilísticos estudiantiles comparables a las exposiciones de vehículos de alta gama por nuestros lares… Pero la maestría de Bret Easton Ellis consiste, sobre todo, en servirse de ese despliegue escénico para localizar rotos, incongruencias, tensiones insostenibles, sombras, visiones, abismos… puntos ciegos en el efecto realidad en que la razón se echa a dormir y afloran descontroladamente los monstruos.

La categoría «música ambiental» debe su prestigio presente como etiqueta descriptiva, sobre todo, a Brian Eno, especialmente a partir de su Ambient I: Music for airports (1978). Desde entonces, se ha ido diversificando en multitud de estilos (ambient dub, ambient techno, ambient industrial, dark ambient, space music…), todos los cuales tienen el denominador común de proceder de ese prodigioso manantial de creatividad sonora que es la música electrónica contemporánea. Ahora bien, si uno sigue al pie de la letra las «instrucciones» de Eno (por ejemplo, en los textos que acompañan a su seminal disco del 78), música ambiental sería aquella que busca enaltecer, disponer en un primer plano sonoro, las idiosincrasias atmosféricas de un determinado entorno. Desde este punto de vista, la música ambiental no tiene por qué encajar dentro de lo que comúnmente llamamos «música electrónica». Y desde este mismo punto de vista acerca de lo que podemos entender por «música ambiental», Bret Easton Ellis es, sin duda, el gran maestro de la ambientación musical de la literatura contemporánea.

La ambientación musical de The shards se la confía Bret Easton Ellis a la llamada new wave, o nueva ola, que efectivamente era nueva, y hasta novísima, cuando transcurrían los hechos que narra la novela, es decir, los acontecimientos en que se ve envuelto Bret Easton Ellis* cuando, con diecisiete años, comienza a escribir Less than zero* en su último año como estudiante preuniversitario en Los Ángeles. Hablar hoy, en plena segunda década del siglo XXI, de la música de los primeros años ochenta del siglo pasado es como rememorar la música de los años cuarenta del siglo XX desde la perspectiva del punk, la nueva ola o las variantes locales del uno y la otra, como la movida. Aunque con la diferencia, nada trivial, del papel aglutinador que, retrospectivamente, ha tenido el desarrollo de la cultura pop-rock desde su florecimiento en los años sesenta. Es decir, aunque es ya una cuerda demasiado tensada y que tarde o temprano (y más temprano que tarde) habrá de romperse, lo cierto es que aún sentimos una continuidad entre las músicas del circuito «no culto» actuales (me abstengo de hacerlo, aunque no me importaría llamarlo «inculto» o «bruto») y las de los años sesenta. En este sentido, las músicas que principalmente ambientan The shards, insisto, las de la new wave, son las que mejor sintetizan o tipifican, desde la perspectiva del presente, el tipo de música que hoy siguen haciendo y escuchando los jóvenes menos expuestos a la pura memética musical y el que eclosionó en los sesenta y posibilitó lo que estaba por venir en décadas sucesivas.

The shards suena fundamentalmente a la música que comparten los muchachos del colegio Buckley en los radiocasetes de sus flamantes coches o en equipos de altísima fidelidad en momentos de reunión o desmadre. Mucha música local, de bandas poco recordadas, pero claramente reivindicables, como The Go-Go’s, The Dickies, Romeo Void, Tommy Tutone o X, y de bandas vecinas como The Motels o The Tubes. Desde el medio oeste, mucho, muchísimo Devo. Y desde la costa este, bandas inevitables, por las mejores razones, como Blondie y Talking Heads, Stray Cats, Tom Verlaine, Tom Petty and The Heartbreakers e, incluso, R.E.M. La variante británica de la new wave también suena a través de las canciones de Squeeze, Elvis Costello (naturalmente), Specials, Madness, B-Movie, The Vapors, Pretenders, Psychedelic Furs o XTC. Pero los chicos del Buckley también son receptivos a sonidos de otras latitudes, como los australianos Icehouse o (interesante reivindicación) los neozelandeses Splitz Enz y, muy especialmente, al nuevo sonido tecnificado británico de los jovencísimos Depeche Mode, Duran Duran, Soft Cell o The Human League.

Significativamente, muy poco punk, apenas Billy Idol y, muy de pasada, The Clash y Public Image (de los ex-punks Ultravox ya solo escuchan su versión techno-romántica tardía). Este último apunte tiene su importancia.

El punk descarado de la new wave

La línea divisoria entre lo «punk» y lo «new wave» es, como casi todo lo que tiene que ver con las músicas «no cultas», muy difusa. Elvis Costello o Blondie, por ejemplo, fueron originalmente presentados, dubitativamente, a uno u otro lado de la línea. Esto es algo sin la mayor importancia, al menos en lo que se refiere a los casos particulares. Pero la distinción, en términos de la sociología musical, tiene su enjundia. Lo que sigue es una opinión con la que muchos discordarán, pero que poco a poco se ha ido instalando con fuerza en mi propio sistema de creencias musicales. En buena medida, la «new wave» fue, de una manera más abierta o declarada, lo que fue el «punk» de un modo más encubierto: una estilización diseñada por la industria discográfica para el consumo juvenil (Apunte: lo que digo no tiene, de entrada, connotaciones negativas. Buena parte de lo que produce cualquier industria es saludable. La propia salud es una industria). La «new wave» lo fue con descaro; el «punk», con disimulo. No digo que todo eso del DIY sea por completo un mito. De todos modos, para encontrar verdadero DIY entre los primeros punks británicos hay que ir a gente como los Outsiders de Adrian Borland (¿y quién recuerda a los Outsiders o, para el caso, a Adrian Borland?). No olvidemos que la mayor obsesión de McLaren, una vez que montó ese juguete llamado Sex Pistols, fue el de entregárselo al mejor postor entre las multinacionales discográficas.

Este es, pues, un destalle más de la sabiduría de Bret Easton Ellis como «ambientador» literario. La «new wave», y no el «punk», es la BSO que mejor podía enaltecer las «idiosincrasias atmosféricas» del mundo en que se mueven los jóvenes protagonistas de The shards. Hijos de padres ausentes, viven en un mundo alta y abiertamente estandarizado, más vital en la teoría que en la práctica, menos feliz, menos fresco y menos joven, en realidad, que el empacho de felicidad, frescura y juventud que aparenta haber por todas partes. La música «new wave» fue joven, fresca y feliz en este mismo sentido, es decir, seguramente más como ingrediente ambiental o efecto escenográfico para ese mundo de apariencias que como respuesta o reflejo de la propia actitud de la generación que la abrazó. Los jóvenes de Bret Easton Ellis están, en el fondo, permanentemente solos y deprimidos, especialmente cuando están juntos, compartiendo alcohol y drogas, practicando sexo rutinario e inundados de música de fondo. Un universo juvenil como el que lúcidamente capta la fulgurante entrada del álbum Boys and girls in America (2006), de The Hold Steady –lo que parece significar que las cosas no cambiaron mucho con el discurrir de las décadas:

«Boys and girls in America, they have such a sad time together,

Sucking off each other at the demonstrations,

Making sure their makeup’s straight.»

Coda

Compré mis primeros discos en el año 1981, lo que significa que me inicié en el tipo de música que sigo escuchando (y comprando) hoy en el mismo momento en que Bret Easton Ellis sitúa The shards. Y la música que entonces escuchaba, y de la que es heredera la que hoy escucho, era prácticamente la misma que ambienta la novela. Sin embargo, el ambiente en el que me alimenté de toda esa música no tiene nada que ver con el ambiente en que la consumen los personajes de Easton Ellis. ¿Significa esto que, en el fondo, no estoy del todo acertado cuando afirmo que la música de The shards es algo así como quintaesencial relativamente al mundo que describe la novela? Dispongo de dos apoyos para justificar que, por mucho que una adolescencia como la de Bret Eaton Ellis y la de alguien como yo tengan tan poquísimo que ver entre sí, no es en absoluto raro que hayan podido estar coherentemente localizadas en un mismo paisaje musical.

Mi primer apoyo lo tomo de un libro reciente, recomendable a pesar de su torpe prosa, de Juan Carlos Fernández Serrato, titulado Hacia una teoría del pop (Cátedra, 2023). En él explica que los diferentes estilos de la música y, en general, de la cultura pop-rock están originalmente ligados a una edad y a un estrato social muy concretos. Sin embargo, explica también que es un fenómeno propio de esa misma cultura en sus diferentes manifestaciones que estas pasen por procesos de «borrado», generacional y de clase, que acaban generalizando sus productos. A ello puede ayudar, en su caso, el prestigio asociado a los grupos de edad y de categoría social que en su origen simbolizan. Imagino que yo, como tantos adolescentes de los primeros años ochenta, recibí todo aquel aluvión de música y actitud como quien recibe los coletazos terminales de un tornado. Sin embargo, es posible que hubiese más autenticidad en este disfrute periférico, ya apenas conectadas, música y actitud, con la sociedad y los jóvenes para quienes originalmente fueron más objeto de consumo que de disfrute. Quién sabe. Para mí, desde luego, no existió continuidad ni relación alguna entre la música de XTC, Talking Heads o Psychedelic Furs y un trasfondo de coches de alta gama, drogas y fiestas desmesuradas al borde de luminosas piscinas. Y aunque aquí tal vez hable el adulto de hoy y no el joven de entonces, es un alivio que así fuese.

Mi segundo apoyo lo tomo de las profundidades del propio The shards, en cuya página 216 (edición en castellano de Random House, la traducción es de Rubén Martín Giráldez) podemos leer lo siguiente:

«La canción era demasiado lenta, demasiado larga [se refiere a «Vienna», de Ultravox], y sin embargo nos conmovía y como las mejores canciones pop era una abstracción, poesía que podía significar cualquier cosa para cada cual: era una plataforma de lanzamiento para nuestros anhelos individuales.»

Así son las canciones y así es, en general, la música. No importa quién la pueda crear e, incluso, haber planificado, ni a quién o para qué pudo servir en origen: tan pronto como surge entra en un proceso de emancipación y adquiere un modo propio de existencia, se vuelve «abstracción», como dice Easton Ellis*, y deja de servir para nada y a nadie en particular. Ayer pudo ser el combustible espiritual de una generación y hoy servir poco más que como material sonoro de ambientación novelesca. Ahora bien, la cultura pop es altamente proclive a los resurgimientos y cualquier música que valga la pena renacerá tarde o temprano de sus cenizas. Mientras tanto, permanecerá adormecida en registros sonoros y literarios. Porque la novela, como demuestra Easton Ellis, es también un dispositivo de almacenamiento y reproducción musicales.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo