La última novela de Bret Easton Ellis (The shards, 2023) tiene, en su edición en español (Los destrozos, Random House, 2023; traducción de Rubén Martín Giráldez), 674 páginas. La más bella de todas ellas es la página 674. Los destrozos es una novela hecha de palabras y de música, cuyas frases finales no podrían haber sido otra cosa que la invocación de una canción a través de las palabras de un Bret Easton Ellis* de cincuenta y seis años evocando al Bret Easton Ellis* de diecisiete que protagoniza la historia. La frase es inquietante, porque permite darle una última vuelta de tuerca a la novela. Hasta ese punto, Bret* declara en varias ocasiones que Los destrozos es la historia de la destrucción de la pareja perfecta (Thom y Susan) del perfecto colegio Buckley, en Los Ángeles, CA, por fuerzas satánicas no del todo aclaradas y, con la destrucción de la pareja, la de todo un mundo de sobreprotección y privilegios, pero, también, de desamparo y mentiras juveniles. En ese pasaje final de la novela, Bret evoca uno tras otro el nombre de sus jóvenes amigos (Robert, Matt, Ryan, Thom y Susan), muertos, mutilados o traumatizados para siempre, aunque callándose, significativamente, el de uno de ellos. Entonces, Bret* nos revela su fórmula para conjurar todas esas presencias recurrentes en sus sueños, en la que se esconde una clave capaz de aportar una lectura de última hora a esta descomunal novela. El pasaje dice lo siguiente:

«En ocasiones, cuando me despierto en uno de mis sueños con Robert, con Matt, con Ryan Vaughn, con Thom o con Susan, me acuerdo de que el otoño de 1981 no fue el sueño que a veces fingí que había sido a lo largo de las décadas siguientes. Pero cada vez que oía aquellas voces lejanas llamándome, me escabullía y buscaba ese disco con la chica del pelo rubio platino en la portada, subía el volumen y lo ponía bien alto, cerraba los ojos, me tumbaba y escuchaba una canción sobre soñar.»

El disco es Eat to the beat, la chica del pelo rubio platino Deborah (Debbie) Harry y la canción «Dreaming». El disco es de 1979 y la canción fue uno de los grandes éxitos del grupo paradigmático de la new wave neoyorquina Blondie. Entonces nos damos cuenta de que el epicentro de Los destrozos no son Susan y Thom, sino Deborah (Debbie) Schaffer, el nombre obviado en la evocación final de la novela, también rubia platino durante gran parte del libro y novia de Bret* durante todo el relato, ignorante, a base de lujo, cocaína y autoengaño, de las relaciones homosexuales de Bret* con compañeros colegiales y, finalmente, con su padre, Terry Schaffer, un afamado productor de cine, también embarcado en un matrimonio de apariencia para ocultar su propia homosexualidad. Debbie se nos manifiesta entonces como la víctima central de esta novela construida a base de episodios de vigilancia, persecución y violencia extrema, acaso trasuntos metafóricos de la verdadera monstruosidad que suponía, en 1981, tener que vivir los sueños de un joven gay como una continua pesadilla, sin poder reparar, además, en cualquier daño colateral. Las mutilaciones físicas que sufren los demás personajes de Los destrozos encarnan la devastación mental de Debbie inducida por Bret*, por más que Bret* la derive al inestable Robert, quien finalmente es, según sabremos, una víctima más de los monstruos que atraviesan el relato. Aunque Bret* parece recurrir a la canción de Blondie para oponer con la promesa de un sueño la crudeza de los hechos narrados, lo cierto es que en ella volverá a escuchar una y otra vez, como una tortura, el eterno reproche de Debbie: «I don’t want to live on charity / pleasure’s real or it is fantasy».

Dicho todo esto, no es el pasaje citado arriba al que principalmente quería dedicar este texto, sino otra frase en la misma página 674 y final del libro. Bret* hace en ella un breve recuento de las canciones que han acompañado más conmovedoramente el relato hasta su desenlace («Vienna», de Ultravox, «Nowhere girl», de B-Movie, «Icehouse», de la banda australiana homónima…) y sentencia:

«Si las canciones trataban, como pensé en su momento, sobre un niño que se convierte en hombre, también trataban ahora, para mí a los cincuenta y seis años, sobre un hombre que seguía siendo un niño.»

La conexión de la música pop-rock con la adolescencia es considerada por muchos marca distintiva y definicional del género. Nick Cohn venía a decir, en su célebre Awopbopaloobop Alopbamboom (1973), que el pop pierde todo su sentido cuando se intenta que sea otra cosa que la respuesta juvenil a las imposiciones del mundo adulto por llegar y que, de hecho, dejó históricamente de existir como tal en cuanto pasó a ser una pura estrategia domesticadora, además de un negocio en toda regla. Si, como arguye convincentemente Jon Savage en Teenage. The creation of youth culture (2007), la cultura juvenil no es una creación de la propia juventud, sino una creación adulta para apuntalar el invento cultural que es la adolescencia/juventud, es posible que incluso la rebeldía asociada a muchas de sus manifestaciones sea impostada. En este contexto, también es muy posible que, como viene a decir Bret*, lo que expresan las canciones no sea otra cosa, y no pueda ser otra cosa, que una angustia adolescente desactivada de cualquier poder transformador.

¿Cómo explicar, entonces, que algunos nos quedemos para siempre colgados en el frágil alambre de esas canciones? ¿Que las canciones, incluso las mismas canciones, como dice Bret*, consigan tan fácilmente pasar a hablar de adultos que no consiguen despegarse de la condición de niños? Son cuestiones demasiado apabullantes como para intentar afrontarlas sin el apoyo de algún experto.

Lo suyo, supongo, sería recurrir a un psicólogo, que nos hablaría, seguramente, del síndrome de Peter Pan. Dándole vueltas al asunto, sin embargo, me vino a la cabeza un recorte de prensa, que leí hace bastante tiempo, escrito por el más notable biólogo teórico español de las últimas décadas, escrito cuando era director del Museo de Ciencias Naturales de Madrid, pocos años antes de su prematura muerte. Me refiero al catalán Pere Alberch (1954-1998), experto en biología evolutiva del desarrollo, y a una breve nota publicada en el diario ABC («El mono paedomórfico, o los viejos también bailan»; 16.06.90, pág. 106), en vísperas de un concierto de los Stones en la capital de España. A la extravagante petición del diario monárquico, Alberch respondió relacionando la propensión de los adultos a reunirse en masas, como las 60.000 personas que sus satánicas majestades congregaron en el viejo Vicente Calderón, para comportarse como auténticos niños desinhibidos, a un proceso evolutivo denominado «paedomorfosis». La paedomorfosis consiste en la retención, en tiempo evolutivo, de los rasgos juveniles de una especie en la edad adulta (como los populares ajolotes mejicanos, que retienen durante toda la vida la apariencia larvaria de otros urodelos). Pues nos explica Alberch que la humana es una especie de primates paedomórficos, que retiene en la fase adulta de la vida numerosas características efímeras en el desarrollo de nuestros más cercanos parientes entre los monos: dicho brevemente y sin mayores complicaciones, nos parecemos mucho a un chimpancé juvenil y casi nada a uno adulto. Nos recuerda Alberch, además, algo que merece la pena plasmar con sus propias palabras:

«Pero la paedomorfosis no afecta simplemente a las características físicas, sino también al comportamiento. En efecto, la esencia de nuestra especie es esta “infantilidad”. Somos el único mono que juega. El único que organiza eventos tan extravagantes como unos mundiales de fútbol, que se apasiona y se desespera por la falta de efectividad de los componentes de la selección española. Por eso estoy orgulloso de pertenecer a una generación que ha envejecido con el rock. Que todavía va a conciertos, que, conjuntamente con los Rolling, ha sabido mantener las ganas de bailar y el espíritu iconoclasta que inspiró su juventud.»

O sea, que la pregunta correcta, desde un punto de vista biológico y evolutivo, tal vez sea la contraria a la que me había planteado: es decir, no por qué algunos nos hemos quedado colgados para siempre a las canciones, sino cómo es posible que la mayoría no lo haga. Supongo que la respuesta es, en parte, porque para ellos hay cosas, como el fútbol, capaces de concentrar esa extensión en la adultez del comportamiento infantil, adolescente o juvenil. Pero creo que también, en parte, la creación de instituciones culturales adultas capaces de distraer esa pulsión vital paedomórfica. En primer lugar, la propia invención del concepto de «adulto», con toda la carga de responsabilidad, de solemnidad y de todo tipo de tonalidades grises. En definitiva, que acaso la condición juvenil sea la más natural al humano y la más artificial la de adulto.

Y vuelvo a Los destrozos para despedirme de Bret Easton Ellis. ¿Es una novela sobre la irrupción de los monstruos artificiales de la edad adulta en la placidez natural de la juventud? Es posible. Existe, en el extremo opuesto de los mecanismos de alteración evolutiva del desarrollo, la llamada «gerontomorfosis», es decir, la manifestación de rasgos adultos en etapas tempranas de la vida. Tal vez, los humanos seamos, como explicaba Alberch, monos paedomórficos, proyectados a una extensísima juventud desde el punto de vista natural, pero también monos gerontomórficos, atrapados desde una edad demasiado temprana en las redes artificiales de la edad adulta.

Al final, ¿de qué son metáfora los monstruos de Bret Easton Ellis* y los fantasmas de Bret Easton Ellis? ¿De la juventud destrozada por los artefactos omnipresentes de la adultez? ¿De los destrozos de la juventud que permanecerán acechantes a lo largo de toda la vida adulta? No lo sé. Supongo que hay muchas formas de leer Los destrozos. Tantas como de escucharla. No dejen de hacer las dos cosas.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo