Vista de la exposición "El viajero inmóvil", de Chema Madoz / FOTO: MARCOS MORILLA

El mago de Oz, os sonará, era de todo menos mago. Dorothy y sus incompletos acompañantes le conocieron primero bajo las formas sucesivas de una cabeza gigante, una fiera monstruosa, una hermosa dama y una bola de fuego. No sospechaban que sólo estaban viendo marionetas y que al otro lado de los hilos había un hombre corriente, discreto y convencido de que la esencia de la única magia posible está entre bambalinas. El estudio de Chema Madoz en Galapagar también está lleno de tramoya inofensiva, objetos corrientes que primero transforma de forma cuasiescultórica y después fotografía sobre fondos neutros. Madoz toma elementos de sus referentes más inmediatos —André Kertész o Duane Michals, fotógrafos con lenguajes más integrados y narrativos—, los depura y hasta los criogeniza en su laboratorio con resultados inconfundibles. Su oficio tiene la mística del fabricante de juguetes, el tipógrafo o el relojero, artesanos que saben combinar piezas de poco valor individual para crear artilugios que son signo material de la infancia, la literatura y el tiempo.

Chema Madoz revela el ánimo lúdico que hay detrás de su discurso cuando utiliza expresiones como abrir puertas o otros mundos, o cuando le traiciona el subconsciente y dice jugar por trabajar. Alguna voz crítica le afea que lleve décadas haciendo lo mismo, lo cual es técnicamente cierto pero admite matices: como que el proceso empieza de cero en cada pieza, y que esto puede ser un reto lo suficientemente estimulante para un creador. Que es consciente, además, de que cuanto más restrictivas son las reglas de un juego mejor saben los buenos resultados. El mérito de Madoz, más allá de su Premio Nacional de Fotografía y el prestigio amasado dentro y fuera de España, está en lo difícil que es confundir cualquiera de sus fotografías con el trabajo de otro, en la finura de su composición y su retórica, y también en su capacidad para dar a cada artefacto que fotografía una cualidad inalterable y definitiva sobre el papel.

 

Por si alguien no lo sabe todavía, este verano tenemos la oportunidad de ver los frutos de su trabajo —o su juego— en la planta sótano del Museo de Bellas Artes de Asturias. Sabiendo de antemano que la exposición “El viajero inmóvil” era una relectura del imaginario asturiano, reconozco que fui a verla un poco encogido. Los asturianos, si me perdonáis la generalización, estamos enamorados de nuestro estereotipo hasta el punto de tomarnos molestias imposibles por afianzarlo y propagarlo en las conciencias vecinas. Temía que Madoz hubiera sido demasiado complaciente a la hora de seleccionar sus motivos, y en efecto hay manzanas, un hórreo para pájaros y mucha naturaleza por todas partes, pero el conjunto no hace abuso de las referencias obligadas y otras están sabiamente omitidas. En el recorrido hay puntos bajos, como una cornamenta llena de pájaros y una hoja que no parece autóctona recortada en madera, piezas que no terminan de hacer clic porque los elementos contrapuestos son demasiado cercanos entre ellos como para generar la tensión necesaria. Es justo decir, sin embargo, que en los casos en que sí se oye el clic los resultados están a la altura de las obras más icónicas del fotógrafo madrileño.

Un trillo de labranza, por ejemplo, cortado en forma de tabla de surf, fotografiado de frente e impreso a gran tamaño, o el pie de un maniquí en proceso de calzarse una barca de su número. La idea de desgranar el agua o de la embarcación como calzado/madreña de andar por el mar son la clase de asociación que no resulta plausible hasta que la materializa un artista. Otras visiones, como unos tapetes de ganchillo que evocan con limpieza entrañable la espuma marina sobre la arena, o la maquinaria desnuda de un árbol, son de enorme contundencia estética y, para quien gaste poesía, poética. Son aforismos visuales muy satisfactorios. Además, ver cada fotografía al tamaño que su autor considera más efectivo (son copias únicas) y en el contexto de una sala tan bien acondicionada tiene relevancia y es algo con lo que ni un catálogo de papel ni Google pueden competir de momento. No puedo dejar de mencionar una de las imágenes que me sorprende de forma más positiva: un tren carbonero de juguete encima de una vía cuadrada sin principio ni fin. El comentario social que va implícito en esta pieza alude a una cuestión principal y sugiere una crítica poco menos que impronunciable por estas latitudes. Plantearla, aunque sea como metáfora de apariencia amable, aporta una medida de profundidad a esta propuesta.

Desde un punto de vista puramente sentimental, agrada encontrar esta Asturias paralela, no literal, reconocible por la acumulación de tropos y referencias indirectas. No será esta la ocasión en que se nos caiga el cartel de granja-escuela y resort vacacional a ojos del mundo —el cucurucho de helado con una concha marina a modo de bola es otra foto para quitarse el sombrero y después rascarse la cabeza—, pero en esta exposición hay material de sobra para disfrutar de un ingenio como el de Chema Madoz. El porcentaje de acierto técnico y conceptual de su obra no deja de ser inusualmente alto, y sus proverbiales vueltas de tuerca han logrado aflojar algunos de los clichés más gastados de nuestra maltrecha identidad cultural. No sería de extrañar que después de obrar su magia en este país extraño hubiera vuelto en globo a Madrid.

«El viajero inmóvil». Chema Madoz
Museo de Bellas Artes de Asturias, Edificio Ampliación, planta -1
Del 10 de junio al 3 de septiembre de 2017

Alejandro Basteiro es escritor y dibujante
alejandrobasteiro.es / @lapiedradezo