Después de su paso al inicio del verano por el Teatro Jovellanos de Gijón, regresó felizmente a Asturias este fin de semana, y en concreto al Teatro Filarmónica de Oviedo, como cierre a la programación teatral de San Mateo, todo un clásico contemporáneo del teatro español, Eloísa está debajo de un almendro, de GG Producción y Distribución Escénica y Saga Producciones. Esta es la obra cumbre de la extensa y original producción de Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), un dramaturgo que sufrió las presiones de la censura tanto en época republicana como en la franquista, ya que sus textos resultaban demasiado conservadores para unos y demasiado liberales para otros, lo que sin duda habla de la independencia de los mismos y de su evidente originalidad, no siempre bien entendida -o ni siquiera entendida- en su época, pero reconocida después como clara precursora del teatro del absurdo europeo. Títulos tan peculiares como Un marido de ida y vuelta, Los habitantes de la casa deshabitada, Usted tiene ojos de mujer fatal, Tú y yo somos tres, Cuatro corazones con freno y marcha atrás o Los ladrones somos gente honrada, evidencian sin duda esta relación.

Eloísa está debajo de un almendro, estrenada en el Teatro de la Comedia en Madrid el 24 de mayo de 1940, y llevada al cine en 1943 por Amparo Rivelles, Rafael Durán, Guadalupe Muñoz Sampedro y Juan Espantaleón, entre otros, nos llega ahora en la versión de Ramón Paso, hijo de la actriz Paloma Paso, nieto de Alfonso Paso y bisnieto del propio Jardiel Poncela. Más allá de la curiosidad familiar, nos interesa destacar la calidad de su trabajo, que reduce el texto sin desvirtuarlo, manteniendo tres de sus incuestionables grandezas: el dominio y la fuerza expresiva de su lenguaje, el ingenio de sus diálogos y el respeto absoluto por la arquitectura dramática con la que su autor construye esta compleja comedia. Los tres actos, con sus tres espacios (el cine, la casa de los Briones y la casa de los Ojeda), tan alocados como reales todos, universos los tres regidos por la lógica de la comedia y no de la realidad, representada ésta en algunos personajes que luchan inútilmente por no caer en la afectación o contaminación de la maravillosa extravagancia de los personajes principales de la obra, vertebran la estructura de una comedia que cumple con exquisita perfección la linealidad de la división tripartita clásica de presentación, nudo y desenlace, y con las particularidades habituales del género cómico: una presentación pausada, que funciona y capta la atención del público, presentando a los diferentes personajes; un conflicto que se enreda siguiendo el conocido efecto cinematográfico de «la bola de nieve», tan de moda en aquella época en las screwball comedies; y un desenlace rápido, que debe cuidar cada detalle para evitar caer en lo inverosímil, y más en este caso en el que lo cómico del absurdo se mezcla con la intriga del suspense policíaco.

El trabajo de esta versión sustenta la labor de dirección de Mariano de Paco Serrano y la del director de arte Felype de Lima. Aunque la propuesta inicialmente pudiera sorprender a un público que busca siempre en los textos históricos del teatro español puestas en escena también históricas, el montaje resultante se muestra en todo punto inteligente, acertado y delicioso. Respetuoso y cuidado en el texto; certero y mimoso en una dirección que se nota que toca la médula no sólo de esta obra sino del universo dramático de Jardiel Poncela; y actualizado con una escenografía, vestuario e iluminación, que ayudadas por el espacio sonoro de Carlo González, acierta en todo para subrayar el absurdo, el tono hilarante y el argumento negro de este peculiar texto y de su dramaturgo, al que de seguro le hubiese encantado esta propuesta.

El auditorio gijonés primero y el ovetense ahora disfrutaron de un montaje impecable y de gran calidad actoral, en el que un elenco comprometido con la función, y que ha evolucionado incluso en el rodaje de los meses que separan las dos citas, demuestra saber manejar sus recursos verbales y gestuales para construir los distintos planos que se reconocen en cada personaje, y algunos en varios de ellos. De los diez nombres propios que configuran el reparto, Ana Azorín, Carmela Lloret, Fernando Huesca, David Bueno, Mario Martín, Cristina Gallego, Soledad Mallol, Carlos Seguí y los incorporados Sergio Otegui y Pedro G. de las Heras, destaca la elegancia y magnetismo de Cristina Gallego, cuya sola mirada, y la expresividad de sus ojos, es capaz de captar la atención de toda una sala y dotar de serena locura y trasfondo al personaje de Mariana. O la enérgica presencia escénica y la resuelta vis cómica de una actriz como Soledad Mallol, a la que su personaje le viene como anillo al dedo; a estas dos se suman la difícil y estupenda interpretación de Fernando Huesca como Fermín, siempre al límite entre la razón y la sinrazón que aparenta el mayor número de personajes, o la más desenfrenada e hilarante de Ana Azorín en los personajes de Muchacha primero y de Julia después, estableciéndose un vínculo significativo muy estrecho entre estos dos caracteres a causa precisamente de cómo se actúan.

 

El esmero en el cuidado de los detalles y una firme voluntad estética que recorre la obra de principio a fin y que actúa en cada uno de sus lenguajes, hace lucir un texto dramático ya de por sí maravilloso pero cuya compleja carpintería teatral supone siempre un reto escénico. Todos los elementos de la propuesta están perfectamente trabajados y engranados en una maquinaria que busca revivir al mejor Jardiel Poncela y hacer disfrutar a los espectadores actuales del humor inteligente de esta comedia negra del teatro del absurdo español. El destino, la locura y el amor son temas universales que vertebran la obra; el misterio y la intriga sus ingredientes para mantener en suspensión el ánimo del público; los planteamientos disparatados, los personajes absurdos, las reacciones exageradas y las conductas inverosímiles (todo eso que, como se dice en la propia obra, haría rajarse al propio Julio Verne) son atractivos en un mundo gris como el nuestro en el que la ficción cómica debiera ser más que nunca una forma de rechazo a las convenciones preestablecidas que ya no parecen convencer a nadie.

Por eso, lo más destacado de la propuesta quizá sea lo más polémico para otros; el genial trabajo de Felype de Lima en la escenografía, funcional, original, contemporánea y fundamentalmente bella, y en el vestuario, sencillamente extraordinario, en tonos metalizados, que otorgan una aparente homogeneidad a todos los personajes, tan galácticos y de otro mundo, tan absurdos en definitiva, como cotidianos y humanos se muestran luego cada uno con sus diseños personalizados (el pantalón corto para el joven e ingenuo Fernando, pero de sombrero de copa por ser el galán; el único vestido corto y escotado hasta que lo vista también Julia, para Mariana, cuyo color de pelo anticipa la importancia del rojo en todo el montaje; el corte clásico del vestido de Clotilde, con su diadema, frente a la cofia de la muchacha, los gorros de ferroviario de los criados -uno más nuevo que el otro, como también lo están sus paciencias-, el sombrero hongo de Ezequiel, tío de Fernando, o el gorro de aviador de Edgardo, padre de Mariana y Julia, al final de la obra. Sin entrar en detalles de altura como el arnés paramilitar e incluso de reminiscencia canina que lleva Micaela, el mono a modo de pijama que se elige para el padre encamado o los cuatro relojes en los brazos de un desquiciado o ponderado Fermín, según proceda).

En cualquier caso, el gris metalizado de los ropajes y de la estructura base del espacio escénico logran el tono general del montaje, una especie de blanco y negro, de clara impresión cinematográfica, muy apropiado para esta comedia, sólo roto por determinados objetos rojos de marcado carácter simbólico en la obra. Una auténtica gozada para los sentidos a la altura del placer estético que supone ver bien representado este texto clásico de Enrique Jardiel Poncela.

Rosana Llanos López
Profesora especialista en teatro
rossllanoslopez@gmail.com