En la orilla. / FOTO: SERGIO PARRA

En la orilla, adaptación teatral del actor y director Adolfo Fernández, de la laureada novela homónima (Premio Nacional de Narrativa y de la Crítica en 2014) del ya fallecido Rafael Chirbes, escritor valenciano que sin duda se ha ganado el título de ser “bisturí literario de la España corrupta”, trasladó el viernes 9 de junio el macabro y simbólico pantano de Olba al auditorio del Niemeyer de Avilés, para que también el público asturiano pudiese encontrar en la orilla de sus aguas los escombros de los valores de un mundo que fue y ya no es, en un momento en el que sin duda es necesario recordar lo obsceno del paisaje y paisanaje español en aquellos años de falsa bonanza y en estos aún de crisis.

La acción del montaje comienza en el punto inicial de la novela, prácticamente donde acaba Crematorio, relato de 2007 donde ya Chirbes exploraba el asunto de la corrupción y las consecuencias de esas vidas levantadas sobre oscuros cimientos, y lo hace también “con un perro escarbando en la carroña”, palabras del propio Chirbes que bien podrían condensar lo que supone la novela y ahora su versión escénica: la muestra «a lo Francis Bacon» de lo que uno se puede encontrar cuando escarba en las ruinas de un mundo, el de la especulación y la burbuja inmobiliaria, tan falsario como repugnante, asentado en los valores de la ambición y la codicia, que a cambio de más dinero y apariencia, da en pago una dignidad humana que se hipoteca sin escrúpulos al precio de la depravación moral más absoluta.

Algunos han señalado que En la orilla es por todo esto “la novela definitiva de la crisis” y Adolfo Fernández y su equipo han querido convertirla también en hecho teatral. Pero sobre todo porque En la orilla no es sólo un texto de la crisis económica y de la hecatombe del ladrillo. Ya lo decía Rafael Chirbes: “¿Trata sobre la corrupción? No. ¿Sobre el crimen? No. ¿Sobre el suicidio? No. ¿De sexo? Tampoco. Al final, insistirán: ¿pero, estaban enamorados, o no? Pues yo qué sé, contestaré. Si lo supiera, lo habría dicho. La literatura trata de la complejidad de la vida”. En la orilla trata sobre todo esto y mucho más: aparece reflejada, con desgarro, la crisis de valores de los seres humanos que llegan a esa situación, de las debilidades que lo explican y de las consecuencias fatales de sus actos, antes, durante y después de la caída.

Y esta parte es la que consigue trasladar especialmente Adolfo Fernández en su versión teatral. Un montaje perfectamente trabado, en su texto dramático (adaptado, y no era fácil, por el propio Adolfo Fernández y Ángel Solo, que se nota que dominan y admiran el universo literario de Chirbes y la belleza y dureza de su lenguaje); en la configuración de los personajes, en el reparto compensado y bien perfilado, y en su interpretación (desempeñada por rostros conocidos por el público y por actores con demostradas trayectorias en el panorama teatral nacional como César Sarachu, Rafael Calatayud, Marcial Álvarez, Sonia Almarcha, Yoima Valdés y los mismos Ángel Solo y Adolfo Fernández); en la composición del espacio escénico, concentrada en torno a las posibilidades de dos tarimas que se cruzan, una fija y otra móvil, de las que salen cajones con atrezzo, estanterías con armas, sillas o un mueble-bar (responsabilidad de Emilio Valenzuela, que combina a la perfección con el uso de la genial video-escena, esencial en esta propuesta para agilizar la acción dramática, nutrir a la obra de los espacios necesarios y aglutinar y arropar distintos elementos que dan sentido y calado poético a la obra); o en la capacidad simbólica de otros lenguajes que se suman a las proyecciones visuales, como la luz y el espacio sonoro, y que juntos logran la ambientación exterior o interior, social o íntima, banal o profunda, que se exige en cada caso (destacan el trabajo de la luz de Pedro Yagüe y el sonido y la música original de Miguel Gil Ruiz).

Todo ello orquestado es el teatro, ese arte en vivo que consigue que En la orilla revuelva las tripas y las conciencias de los espectadores, que ven pasar ante sus ojos, en el tiempo record de lo que dura la representación y con la fuerza del in fieri del buen teatro, el rico catálogo de unos tipos degradados, fantoches deleznables, que muestran lo peor de la conducta humana, pero tan cercanos y próximos, tan cotidianos, que dan miedo y dan pesar, dan asco y dan lástima. “Emprendedores que quisieron más. Y luego mucho más. Engañando a hermanos. Vendiendo a madres. El que colocaba preferentes, el del todoterreno de marchas automáticas, aquél que hizo el cursillo acelerado de enología y buenas costumbres, el asiduo del burdel que aseguraba que todas las putas le adoraban, el ostentoso, el voceras, el de las líneas de crédito y las oportunidades exprés, el que despedía, el comisionista, el que se acercó a la política para aprovecharse”, señala Adolfo Fernández. Todos ellos generan en el público un malestar emocional y físico muy recomendable para aprender y escarmentar de los errores de aquel mundo, que también es éste, y comprometernos a conseguir que algo así no vuelva a pasar.

Porque pasa. Sigue pasando. Y volverá a pasar. Porque la crisis no fue del ladrillo sino de los valores de esta nuestra sociedad que convierte, en víctimas de un sistema inhumano, a todos y, en potenciales verdugos inmediatos, a los que sucumben a la corrupción, a todos los que no se aferran en su día a día, aun perdiendo, a aquellos valores que blindan la bondad humana, la justicia y el amor, aunque los frutos del trabajo sean en este caso más lentos.

El padre de Esteban representa esos ideales, esos principios, ya terminales, en silla de ruedas, heredados y cuidados por Esteban al principio, a pesar de su entorno depravado y corrupto, pero dejados de lado cuando asumirlos se hace demasiado pesado y molesto. Esteban también sucumbe y cae, llevando consigo las vidas y esperanzas de otros, que vivían acorde a los valores del trabajo y la recompensa del esfuerzo en su carpintería, y la herencia del trabajo de su propio padre y de su historia familiar. La presencia del anciano, desnudo, convertido en carga, es el mudo y elocuente espectador del derrumbe de todo ello, aquel universo que él sí había creado de la nada, con sus propias manos, con esfuerzo, constancia, dignidad y compromiso, sin necesidad de caer en los excesos obscenos. La única salida que encuentra su hijo para preservar esos valores ya perdidos se halla en los círculos concéntricos de las aguas del pantano, devolviéndonos también de paso a él a los espectadores. Cierre circular y poético para todo el montaje.

La propuesta escénica de Adolfo Fernández parte de un texto narrativo que le aporta un material tan expresivo como duro, y que el director ha sabido manejar con el uso del valor poético que tienen las acciones y los objetos en escena, y ayudado de la lamentable actualidad de todo este universo en la realidad social del público de hoy. No sé cuál habrá sido la pretensión última de los artífices de este entramado teatral (sin duda excede la admiración y homenaje merecido al escritor Rafael Chirbes y al universo narrativo de su obra), pero desde luego creo que tanto los responsables artísticos como técnicos, y los que han apostado por coproducirlo (Centro Dramático Nacional, K Producciones, La Pavana/Diputación de Valencia y Emilia Yagüe Producciones), pueden estar más que satisfechos al saber que el conjunto de su trabajo consigue hacer que las personas que llegan al teatro se conviertan en espectadores de su propia vida y salgan de la sala pensando que lo normal por habitual no es desde luego lo ideal ni mejor desde criterios auténticamente humanos. Si el buen teatro debe ser emoción y aprendizaje, creo que En la orilla lo es.

Rosana Llanos López es profesora, especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com

[Leer el artículo de Rosana Llanos para LaEscena sobre «La velocidad del otoño»]