El silencio es una golosina para el racionalista. No está nada claro que podamos atribuirle un correlato externo, es decir, una localización en el mundo exterior, donde siempre parece haber (más o menos) ruido. Sin embargo, todos poseemos y empleamos con naturalidad el concepto de «silencio». Ignoro si algún racionalista se sirvió de este concepto, como Descartes del de «triángulo perfecto» o Chomsky del de «regla gramatical sensible a la estructura», para basar en él un «argumento de la pobreza del estímulo» a favor de la riqueza de las categorías y expectativas innatas de la mente. Ya saben, el silencio no es nada que esté ahí, de algún modo localizado en la experiencia, accesible a los sentidos y, a través de estos, al aprendizaje. Sin embargo, nos mandan guardar silencio, permanecer en silencio, silenciar algo o a alguien, romper el silencio, etc., y no tenemos duda de lo que se espera de nosotros. Por tanto, la categoría de «silencio» es innata a la mente.

Ahora bien, lo que el argumento parece mostrarnos, en primer lugar, son las limitaciones del sistema auditivo para rastrear el entorno e identificar correlatos relevantes de la categoría en cuestión. Lo explican bien Rui Zhe Goh y sus colaboradores del Departamento de Psicología y Ciencias del Cerebro de la John Hopkins University cuando nos recuerdan que «dada la omnipresencia de sonidos internos (por ejemplo, debidos al flujo sanguíneo, la respiración o las emisiones otoacústicas), el silencio absoluto puede resultar fisiológicamente imposible de detectar» [1]. Es decir, que en este caso particular no estaríamos fiablemente ante un ejemplo de pobreza del estímulo (tal vez el silencio exista en un sentido absoluto, pese a todo), sino ante un ejemplo de falta de fiabilidad del sistema relevante para determinarlo. Algo sobre lo que, por cierto, John Cage ya había reflexionado y escrito a principios de los años sesenta. El siguiente fragmento es de 1961 y está recogido en su libro Silence:

El espacio y el tiempo vacíos no existen. Siempre hay algo que ver, algo que oír. En realidad, por mucho que intentemos hacer un silencio, no podemos. Para ciertos procedimientos de ingeniería es deseable tener una situación lo más silenciosa posible. Una habitación así se denomina cámara sorda, sus seis paredes hechas de un material especial, un habitáculo sin ecos. Hace unos años entré en una de estas cámaras en la Universidad de Harvard y oí dos sonidos, uno agudo y otro grave. Cuando los describí al ingeniero encargado, me explicó que el agudo era mi sistema nervioso en funcionamiento; el grave, mi sangre circulando. [2]

De todos modos, sea por la vía argumental de la pobreza del estímulo o por la de la pobreza de la percepción, parece que se sigue que el silencio es básicamente lo que la mente determina autosuficientemente que es. La cuestión de interés pasa a ser, entonces, qué es el silencio para la mente y si coincide, o no, con lo que la misma mente nos hace creer, intuitiva o ingenuamente, que es.

Un artículo científico publicado este mes de julio (10.07.23) en la prestigiosa revista PNAS ofrece una serie de pruebas experimentales cuya más razonable interpretación es que el cerebro representa el silencio como un evento acústico más, por tanto, como un tipo característico de sonido [1]. Los autores (Rui Zhe Goh, Ian. B. Philips y Chaz Firestone) se basan en la capacidad del silencio para inducir el mismo tipo de ilusiones acústicas que los demás sonidos. Por ejemplo, si se nos somete a dos estímulos acústicos de idéntica duración, pero uno es una secuencia continua de sonido y otro se compone de dos segmentos sonoros sucesivos diferentes, tendemos abrumadoramente a atribuir al primero más duración que al segundo. Pues bien, estos investigadores demuestran que se obtiene exactamente el mismo efecto ilusorio si los estímulos, de idéntica duración, consisten, uno, en un lapso de silencio entre dos emisiones de ruido y, el otro, en dos lapsos de silencio con una mínima interrupción intermedia, también entre dos emisiones de ruido. El cerebro, en fin, categoriza el silencio como un tipo de evento sonoro más; o, si se prefiere, categoriza el sonido como un evento silencioso más. Porque la moraleja es que son más de lo mismo. Y no, desde luego, lo que intuitiva o ingenuamente el mismo cerebro nos hace pensar que es.

En el mismo artículo al que estoy haciendo referencia, se aporta marginalmente un dato que ha captado particularmente mi atención. Los autores comentan que el cerebro, efectivamente, categoriza y representa el silencio como un tipo de evento sonoro, diferenciándolo así de los eventos sonoros evocados, pese al carácter silencioso (en sentido «ingenuo») de estos últimos. La prueba estaría en que, en la rememoración de secuencias sonoras de igual duración, ocurre que cuantos más componentes discretos contengan, tanto más aumenta la duración sentida de las secuencias (recordemos que en el caso de los eventos sonoros percibidos, incluyendo los silencios, ocurre lo contrario: sentimos que duran más cuantos menos segmentos contienen). Esto parece significar que la evocación de acontecimientos acústicos sí se corresponde con un sistema de representación mental aparte. Me permitiré llamarlo «memoria sonora», dentro de la cual podemos razonablemente identificar un (sub)sistema de «memoria musical» [3, 4]. La memoria es, pues, un formato más de reproducción musical, entendiendo por tal un dispositivo (en este caso, natural) dotado de sus propios medios de grabación, almacenamiento, recuperación y ejecución musicales. Como hemos comprobado, no es exactamente un formato silencioso, porque el silencio funciona de otro modo, pero tampoco hace ruido, que es esa forma que adopta el sonido cuando se convierte en apto para molestar al vecino [5]. Los recursos de la «memoria musical», su capacidad de recrear (o crear) secuencias musicales sin ejecutarlas físicamente, se solapan parcialmente con los movilizados cuando la música se percibe o se ejecuta. Lo que produce es, pues, «música», en un sentido no del todo diferente al de la música audible. Pero, al mismo tiempo, incorpora mecanismos de instigación y control propios que la convierte en un formato de actividad y representación mental específico [6].

Se afirma rutinariamente que el formato musical del momento, el que se ha impuesto sobre los llamados formatos físicos (vinilo, casete, cd) es el streaming, ya saben, las bibliotecas musicales deslocalizadas, universal y permanentemente accesibles, con las que uno se monta sus propias listas de reproducción y que ni siquiera requieren un dispositivo específico (se alojan en los mismos dispositivos móviles que podemos utilizar a la vez para los más diversos fines). El streaming es, qué duda cabe, la sublimación más extrema de lo «antiaurático» con que alguna vez habría podido soñar Walter Benjamin [7]. Pero es también, en el fondo, el mejor antídoto imaginable contra la pervivencia bastarda del aura musical bajo la forma de los fetichismos asociados a los formatos físicos de reproducción musical (¿cómo podrá ahora el artista darle ese sello de falsa exclusividad a la mercancía artística que comporta la firma de un libro o la portada de un disco?) [8].

Del streaming, como digo, se afirma que ya es, y con creces, el formato de consumo musical mayoritariamente usado. Ahora bien, estos cómputos solo toman en consideración los formatos tecnológicamente desarrollados, pasando por alto las modalidades naturales de reproducción, como la memoria musical o la música soñada (quiero decir, literalmente soñada [9]). Sería interesante conocer la posición de estos formatos naturales relativamente a sus homólogos artificiales en términos de tiempo de uso, situaciones características de empleo, etc. Estoy casi seguro de que no saldrían nada mal parados. Aunque, evidentemente, se trata de un proyecto inabordable.

Más abordable y, en el fondo, mucho más interesante puede ser el proyecto de intentar aproximarse (olvidémonos de replicar) a la cualidad de la música de la memoria (o del sueño) a través de los medios de ejecución musical más habituales. Recuerdo una entrevista a Bradford Cox (aka Deerhunter, aka Atlas Sound), creo que en Rockdelux (fue ya hace tiempo), en que este inconfundible músico declaraba que una de sus obsesiones artísticas era la de trasladar a sus composiciones esa cualidad única que la música adquiere en el recuerdo. Me parece un empeño estéticamente admirable, de esos absolutamente imposibles de alcanzar plenamente (en mi opinión, Bradford Cox ha cumplido con creces) y, por la misma razón, irrenunciables. En el fondo, el proyecto tiene cierta continuidad con el que, con mayor o menor grado de conciencia, ha seguido la música en su conjunto a lo largo del siglo XX, si hacemos caso de la tesis de Greg Milner en su formidable libro El sonido y la perfección [10]. De acuerdo con este musicólogo norteamericano, desde los mismos orígenes de la industria y la cultura fonográficas, se produjo el extraño (¿y perverso?) efecto de que los músicos aspirasen a sonar como sonaban las grabaciones en los nuevos aparatos de reproducción. Al lado de este, el proyecto de lograr a través de la música físicamente realizada cualidades propias de la música evocada o soñada me parece bastante más fascinante. Porque seguramente ahí, en la memoria, en la imaginación y en los sueños, se encuentran las canciones más hermosas que todos hemos escuchado alguna vez.

[1] Rui Zhe Goh, Ian. B. Philips y Chaz Firestone. 2023. The perception of silence. Proceedings of the National Academy of Siences (PNAS) 120 (29), e2301463120

[2] John Cage. 1961. Silencio. Ardora [2018].

[3] Guilhem Marion, Giovanni M. Di Liberto y Shihab A. Shamma. 2021. The music of silence: Part I: Responses to musical imagery encode melodic expectations and acoustics. Journal of Neuroscience 41 (35) 7435-7448.

[4] Giovanni M. Di Liberto, Guilhem Marion y Shihab A. Shamma. 2021. The music of silence: Part II: Music listening induces imagery responses. Journal of Neuroscience 41 (35) 7449-7460.

[5] Guillermo Lorenzo. 2023. El ruido, la furia, la gracia y la música. La Escena 28.03.23.

[6] Katherine N. Cotter. 2019. Mental control in musical imagery: A dual component model. Frontiers in Psychology 10, doi.org/10.3389/fpsyg.2019.01904.

[7] Walter Benjamin. 1936. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Peguin Ramdom House [2021].

[8] Terry Eagleton. 1981. Walter Benjamin. O hacia una crítica revolucionaria. Cátedra [1998]; Gillo Dorfles. 2010. Falsificaciones y fetiches. La adulteración en el arte y la sociedad. Casimiro [2022].

[9] Kate Isobel Olbrich y Michael Schredl. 2019. Music and dreams: A review. International Journal of Dream Research 12(2), 67-71.

[10] Greg Milner. 2009. El sonido y la perfección. Una historia de la música grabada. Lovemonk [2015].

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo