El protagonista de esta novela autobiográfica tiene desde niño una fascinación especial por las sombras hechas con las manos, de las que habla en diferentes capítulos de la obra: “Lo que quiero atrapar es la sombra que se escabulle en el interior de un espejo” (p. 131). Lo que nos enseña el narrador protagonista son los juegos de luces y sombras del yo en las escrituras autoficcionales y memorísticas que tanto se cultivan últimamente. En este sentido, la historia –las historias- de esta novela se cuenta con una autoconciencia personal y ficcional que mezcla las paradojas de la enunciación con las ideas sobre la memoria, el recuerdo y el pasado en la ficción: “El caso es que Theda está de repente aquí en la historia. Pero la historia es mía y yo no soy un hombre de mundo, soy otra cosa. Conozco el mundo, pero eso no me da grandeza sino pequeñez” (p. 75). Comienza la novela presentando a los personajes, entre los que enseguida destaca un niño: “El niño era el niño, yo, un crío de seis años” (p. 13), pero enseguida ese yo se multiplica, se refleja en otros, se ficcionaliza: “Chico o muchacho, Dickens escribe boy. No puedo recordar si en la película era uno u otro, chico o muchacho, sí recuerdo perfectamente el momento en el que me di cuenta de que era yo” (p. 23) o “El chico, el niño, yo mismo, todos habíamos depositado grandes esperanzas en el porvenir” (p. 27).

Este narrador que nos cuenta su historia y la de su familia, por tanto, no está interesado en recomponer el pasado para construir su memoria ni su identidad, como vemos en otros libros, sino que sigue haciendo juegos de sombras y observando la proyección, el efecto óptico, los vericuetos ocultos, las partes oscuras o ángulos muertos del pasado tamizado por la ficción, por la escritura en sí misma, que es lo que le concierne como narrador: “No sé cuál es el motivo por el que alguien supondría que trabajo con la memoria en vez de con el olvido. En los vacíos, en los lapsus o en las incongruencias del recuerdo aparece una argamasa de insinuaciones, ambigüedades y exageraciones que orientan hacia un sentido que nunca hubo, nunca la vida quiso decirnos nada” (p. 123). Recordar narrando es para Antonio Báez inventar, fabular, trazar relaciones, seguir el hilo incierto e imparable de la escritura. Por eso en las páginas de esta novela aparece el narrador de niño, adolescente, joven, adulto –no necesariamente en ese orden- y sus abuelos, sus padres, sus hermanos, sus parejas, pero también Robert Capa o el Lute, o sus tíos renombrados con los nombres de los actores de La noche del cazador, Río Bravo o El Dorado. Los personajes reales y familiares se mezclan con los de las artes o con los ficcionales (¿la vagabunda, el dandy, el propio narrador en varias escenas?). Con apariencia a primera vista de bildungsroman, la novela se aleja de las enseñanzas que el protagonista en sus ritos de paso suele ir adquiriendo, y se encamina hacia la deriva de la narración, estructurada pero no conclusiva, no didáctica, hacia un naturalismo de oscuridades veteadas de un humorismo parpadeante: “¿No ilumina una buena historia?, otra vez la vocecita, y me contesto: ilumina hasta cegar, prefiero una historia que oscurezca, que ensombrezca, que entorpezca el entendimiento, que vaya en dirección contraria, un borrón, una mancha que se extienda como tinta y niegue la claridad, el orden, la disposición de un análisis, amo tanto la sombra que solo necesito un rayo de luz, uno solo, radiante, que le permita a la sombra su existencia. Escribir me permite abrazar las sombras de tiempos diferentes” (p. 132).

El costumbrismo con el que parece iniciarse la novela se transmuta enseguida en materia ambiguamente onírica (el almacén de regalos de los Reyes Magos, el autobús en el que emigra su padre que a su vez es -o no es- el que les atropella a su hermano y a él, la habitación en la que su madre coloca una manta en la ventana y se acaba el día). Lo onírico se relaciona aquí también con el recuerdo, desde la consciencia de la irrealidad de lo retenido en la mente y el realismo perspectivista cervantino: el narrador recuerda perseguir un perrobalón o un balónperro -se mezclan como uno solo- que es el baciyelmo de la memoria cuando se sabe ficción. El tiempo de la narración, saltando del niño al adulto, del estudiante de Clásicas al alumno de un taller de escritura creativa, del adolescente lector al profesor, tiene también algo de ensoñación irreal, pues resta importancia al orden de los acontecimientos, y sus repeticiones (el hermano muerto, el catecismo como único libro en casa de los abuelos, la broma privada de la gestoría, la piscina en la que dejar de nadar como un perro de porcelana) hacen pensar en Antonio Báez como un tralfamadoriano, uno de aquellos extraterrestres que habitan en todos los tiempos simultáneamente, en el tiempo del Kurt Vonnegut de Matadero Cinco, un tiempo en el que todo lo que ocurre ha ocurrido ya, está ocurriendo y ocurrirá eternamente. Así es el transcurrir sin pausa de la narración ficcional.

Quizá por eso esta novela está escrita sin párrafos, las únicas pausas están en los cambios de capítulo. Mientras tanto, la narración no da respiro, como la vida, y va conectado sucesos, reflexiones, personajes y tiempos en una acumulación de rarezas, normalidades significativas, extrañezas cotidianas y buscadas extravagancias. Toda la novela es, como vemos, una reivindicación de la escritura como entidad independiente, aunque sin caer en la romantización o la sentenciosidad del escritor profesional, pues Antonio Báez no se avergüenza del amateurismo, con el que ironiza, y se permite la contradicción y los puntos de vista diferentes (es muy caballera esta perspectiva equidistante, y muy cervantina, de nuevo): “Apenas expresamos algo lo empobrecemos singularmente. O puede ser también lo contrario. Lo expresado adquiere una importancia extraordinaria, una riqueza que de otro modo no hubiéramos advertido, en la discreción de un simple recuerdo que no queremos compartir” (p. 104).

La novela no podía terminar de otra manera, con su propia disolución, el borrado o el tachado de la escritura del pasado por parte del escritor en ciernes que se nos presenta siendo niño y finaliza como escritor proyectando sombras hacia el cosmos (como buen tralfamadoriano) con sus manos de escriba: “tras un fin de semana que tendría que contar en una novela de ciencia ficción, había estado toda la mañana tachando las palabras del libro en el que me había volcado, una a una, por líneas, columnas o en párrafos, tachones como sombras que iban engullendo la historia y se expandían hoja a hoja como si la radiante edad del cosmos, que era la mía, lo engullese todo en sus agujeros negros, la segunda escritura era emborronar y tachar la verdad, la mentira, la vida” (pp. 179-180).

Antonio Báez Rodríguez, La radiante edad
Talentura, 2021

Cristina Gutiérrez Valencia es doctora en lengua y literatura