Llegan a su último tercio estos días las exhibiciones de la edición número 34 de Madrid en Danza, cita inexcusable con el ballet contemporáneo en España, en un año donde los ejes políticos, sin política, han condicionado demasiado demasiadas cosas del discurrir artístico. Aun así, están, y se antoja no poca cosa. El certamen, que tiene como casa natural, al margen de otras situadas algo más en la periferia de la capital, las diferentes salas de exhibición de los Teatros del Canal, ha reunido un buen puñado de artistas y propuestas que se han mezclado con nuestros aires más autóctonos y nuevos, consiguiendo colarse en la programación el flamenco de vanguardia de Sara Calero, aunque en el último momento, y por lesión, fue baja. También el ya muy trabajado camino de Iratxe Antxa con su agrupación Metamorphosis Dance Company, una mujer que ha hecho varias residencias en el Canal. Desde el pasado día 3 y hasta el próximo día 29 se suceden muy distintas propuestas que se entremezclan, en la misma ciudad, con lo ofrecido por el Certamen Coreográfico de Madrid, una apuesta por nuevos creadores, bailarines y profesionales en un marco completamente distinto en el que lo que se pretende es dar oportunidad, probatura y escena. El ying y el yang. Aunque coincida, no está mal.
Pero Madrid en Danza sigue siendo Madrid en Danza y mucho de lo que ofrece (no todo) genera curiosidad y expectativa por dos motivos, principalmente: de un lado, porque es nuevo; y, por otro, porque la mayoría de las creaciones no se habían visto en España: son estrenos nacionales tanto para aficionados, coreógrafos y bailarines como para estudiosos y medios. Estímulo y latido de una gran cita que muestra oferta para comprobar cómo otros hacen el trabajo para la danza en la inmediatez musical del cuerpo, un trono ocupado esta edición por 16 compañías de 11 nacionalidades diferentes. El pedigrí extranjero lo pusieron compañías del calado de la Dresden Frankfurt Dance Company, Jacopo Godani, la increíble Wayne McGreor Company, Scapino Ballet Rotterdam, Ballet Preljocaj, la israelí Batsheva Dance Company The Young Ensemble y la italiana imPerfect Dancers Company.
Aunque la mayoría de los platos fuertes se concentró en la primera quincena, debe decirse que las aportaciones españolas constituyen la punta de lanza de lo mejor que se hace en femenino singular en el entorno flamenco por Patricia Guerrero, Sara Calero y Sara Cano; o en masculino singular por Cristian Loza, Gustavo Ramírez o Manuel Reyes, entre otros.
La Sala Roja de los Teatros del Canal acogió los días 13 y 14 de diciembre la representación de tres piezas, dos de Ohad Naharin (Israel, 1952) –(George & Zalman (2006) y Black Milk (1985)– y una de Sharon Eyal (Jersusalén, 1971) (The Look), montaje muy reciente, de este mismo año, y que Batsheva The Young Ensemble se ha encargado de sacar de gira. El público español, con buenas dosis de apetencia por todo lo que merodea la Batsheva (aforo completo), quedó encantado con lo expuesto y comprobó como la división joven de la emblemática compañía israelí, aunque muestra diferencias con la sénior, demostró los carismas y dones de una querencia fuera de lo normal por la repetición y el obrar danza dentro de la pauta y la medida. Los bailarines se hacen material y resorte para una base rítmica de aliteración constante, hecha de tramos electrónicos y ensamblajes musicales tan monocordes como subyugantes, que muestran a las claras cómo el danzante se entiende a sí mismo dentro de la música, algo que no todos los que dicen que bailan o se dedican a la danza saben hacer. Pero esto quizá sea otra historia.
Pero veamos en detalle el programa exhibido los días 13 y 14 de diciembre, y tratemos de dar cuenta de lo que se vio.

GEORGE & ZALMAN (2006) Y BLACK MILK (1985), O LA DANZA EN SUS MISMOS TÉRMINOS
George & Zalman y Black Milk son dos coreografías que al final deciden entenderse juntas pese al tiempo y la distancia. Inicialmente la idea está cogida de la base creativa de Black Milk, una coreografía que se realizó en origen para que pudiera ser bailada tanto por hombres como por mujeres, un cambio de rol y sexo mucho más que interesante, puesto que en el fondo todos bailan lo mismo, llevándolo bien al terreno masculino o femenino en completa paridad, aunque realmente bailen separados y en distintos momentos. Todos iguales, todos diferentes. Posteriormente surgió la iniciativa de elaborar lo que se llamó Project 5, que derivó con el tiempo en estas dos piezas hechas, la primera de ellas, por cinco mujeres, y la segunda por cinco hombres. George & Zalman es una pieza de 16 minutos de duración y con ella empezó la velada.
A golpe de fraseo, cinco mujeres con cinco puntos de partida diferentes (posición inicial: clásica, doméstica, urbana, contemporánea, sexual) leen en la repetición de un poema (voz en off, igualdad de versos) de Charles Bukowski, todas las veces que sean necesarias, el estarcido de su propio cuerpo cargando cada nueva ocasión la misma alegoría, pero siempre vista distinta a causa de un sutil y levísimo cambio. Es un continuo reinicio desde la voz en la letra del poema, mientras se reformula postura o directamente cambia de cuerpo. En el fondo es pura polimetría. La maravilla de dibujar en directo y verlo sin apenas perderse.
El cuadro inicial no se altera, se yergue, permanece; es una carrera por la permanencia de la postura y su suerte: más cansada, más sudada, mejor, peor. En cualquier caso llena. Llena porque se llena de letras. De nuevo: recomenzar. Recomenzar es comenzar a bailar, entender palabras y hacerlas otra vez. Todo el tiempo se dice “ignore all”. Y todo ello también ha de verse como una continua adhesión a la estructura y la composición. No en vano el acontecer bailado es un tiraje físico en pos de una sistematización métrica que busca inmiscuirse en la capacidad del espectador para estar atento: debes estar pendiente de lo que lees. Algo parecido.
[ignore all
Ignore all possible
ignore all possible concepts and possibilities –
ignore Beethoven, the spider, the damnation of Faust –
just make it, babe, make it:
a house a car a belly full of beans
pay your taxes
fuck
and if you can’t fuck
copulate
Ignore all
Ignore all possible]
El turno de los cinco hombres, el momento de ver Black Milk, llega en formato falda pantalón de sarga de lino. La curiosidad de una tela tan arrugada como pulcra y, en el fondo, de estilo tan hebreo (las mujeres antaño se cubrían con lino) hace las veces de medio hábito que se retuerce perfecto para el engranaje de la danza moderna. Qué bien lo hicieron los cinco bailarines, cómo se ofreció pausado el “speed” aclimatado al control del salto y la caída para luego dirimirse en un dos a dos sin pérdida de carga varonil. Fabulosamente masculino. (Hay que decir que qué bien.)
Es una pieza donde la danza se ofrece sin pretenciosidad (qué importante es esto), exponiendo ritmo y baile en un sonido (por momentos a lo Pat Metheny) que expulsa criterio de fraseo para el mejor estilo clásico, siendo lo que se ve completo contemporáneo. Ese sonido, enormemente cargado de musicalidad, participa también de la fiesta y hace corporeidad de la marimba. Bonito, y ecléctico. Debe decirse que la interpretación de la pieza, bailadísima, resulta agotadora, casi tanto como alegre, que lo es y mucho. Estupenda.
LA PLANTA CRASA DE SHARON EYAL: THE LOOK
Y llegamos a la parte final de la velada con el ojo puesto en una de las últimas creaciones de la israelí Sharon Eyal, la que fuera discípula de Naharin y coreógrafa residente para la Batsheva durante años, hasta que en 2013 decidió emprender el vuelo y formar compañía propia. Lev, el cuño de su empeño personal, se dejará ver por España el próximo marzo, y también en los Teatros del Canal, en una programación que todavía corresponde a la gestión de su antigua directora, Natalia Álvarez Simó, ahora dirigiendo el Centro Conde Duque.
Los chicos jóvenes de la Batsheva Dance Company, la segunda división como diríamos si habláramos de fútbol, pusieron sobre la tabla en la Sala Roja del Canal el inusitado fruto de una creación, diríamos (en principio), abstracta en su externalidad, pero que en el fondo amasa concepto; es más, dirime valor, aunque de mano no se llegue al patio de butacas con facilidad. El poder de construcción coreográfica en arquetipos de abstracción está fuertemente arraigado en el modus operandi de la israelí, como muchas otras cosas que hace, pero entrando en el surco interno del discurso de su movimiento (y esto no es fácil), se puede leer una grafía llena de exactitud y de regla, cobrando forma textual ideas estéticas profundamente pensadas. O sea, imágenes tan interesantes como bailadas. Ese es uno de los méritos de esta coreógrafa y desde luego marca de autor; diferente a lo que hace su mentor Naharin.
Intentemos explicar. El programa de mano dice que la obra está inspirada “en la filosofía pacifista de la no violencia de Gandhi”. Bueno, ese es el punto de partida, pero enseguida un grupo de hombres y mujeres, tan compacto como en apariencia irritante, nos sitúa en el plano de las enseñanzas. Así, la significación del valor de la templanza y la calma nacen como los aspectos más necesarios de mantener en un mismo movimiento sine die, de repetirse con y sin circunstancias. Porque es precisamente así como empieza esta pieza: con el reunidísimo aspecto de una planta crasa, una masa humana compactada en cuerpos vestidos de negro, de espaldas al público y en el centro del escenario, teniéndose a sí misma por el efecto de un mismo movimiento alumbrado cenitalmente: un medido y exacto vaivén, un acunamiento en la ternura de su propio querer. Nada hay más humano. Ni más protector.
Pero hemos de recurrir a la biología vegetal y apoyarnos en ella para tratar de destilar la plástica de una imagen que apenas se mueve pero que baila, un grupo humano que en el fondo dialoga para explicar la función de un órgano concentrado en su funcionamiento. Las plantas crasas son aquellas en las que alguna parte de su morfología (raíz, tallo u hojas) se engrosa con el objeto de almacenar gran cantidad de agua, y esa parte funciona como si se tratara de un órgano reservante, conserva algo para luego utilizarlo. Así, la autora nos sitúa en un centro monocromo a semejanza de un engrosamiento de forma única, con levísimas alteraciones, más bien espasmos en la quietud (algún brazo, cabeza). Nada desborda más allá de la cúspide de la planta, con un único bailarín en el centro de la flor humana, más corpulento y alto que los demás, y que, mirando al frente, hace las veces de rector, de primus inter pares, que mientras se mueve dirige y orienta la masa diletante en la reserva, haciéndola crecer incansable desde el interior. Engordar a base de líquido, el fluido de la danza contemporánea; pero, ojo, en esta obra no se nota.
¿Y qué es lo que tiene esto de especial? Dos cosas: por un lado la expectación que se crea en el público al hacer inevitable que se pregunte cuándo se va a bailar más, es decir, cuándo se va a expandir la figura-planta (debe decirse que esta parte, todos juntos y de espaldas, ocupa prácticamente un tercio de la obra). Y, por el otro, cómo puede llevarse tan lejos algo tan básico y repetitivo (recordemos el vaivén de un acunamiento) sin que parezca una chorrada. Pues se consigue metiendo de lleno al espectador en un diálogo que no ve, pero que en el fondo siente: participar de lo que no parece nada, estando todo allí. Inquietante curiosidad.
El desbordamiento llega paulatinamente, tan elegante y articular como la pieza se ha sostenido hasta el momento; eso que en argot profesional se llama gestión de tiempos, una realidad escénica muy bien hecha que permite ver la expansión de los puntos humanos como una resultante completamente natural. Y es aquí cuando los recursos del ballet clásico, algo habitual en Eyal, vuelven a coger cupo, y el relevé y el port de bras empastan la amplitud del área bailada en secuencias de pasos realizadas y repetidas por igual por todo el elenco y mantenidas durante tiempo determinado. Es ensimismante. Suculento.
Pero todas esas evoluciones ya extendidas están dirigidas desde la invisibilidad, algo que el espectador no aprecia, pero que, sin embargo, se producen con calculada matemática dentro de un modo sonoro completamente discordante y poco fijo como para que el bailarín lo pueda memorizar. Así que quien va más allá, intenta escudriñar cómo se producen los cambios de secuencia sin que nadie lo note. Al fondo y detrás, un bailarín, al que por turno le toque, da el cambio a golpe de palabra, y el elenco al completo obedece para cambiar a otra secuencia; es el bastanteo democrático de una orden militar. Y es tan perfecto que asusta. Aunque ya usado, espléndido mérito escénico y coreográfico. Tras su desarrollo, toda la formación al completo, vuelve a materializarse en el centro como la planta que originariamente fue: crasa en vaivén. Se baja el telón.
En el fondo y en la forma (ética + estética), la pieza, que se extiende durante 35 minutos, es una germinación energética y proteica a más no poder, una especie de dramatización del rizoma que se hace tan envolvente como acústica, para la cual el espectador debe saber aguantar el desafío y la propuesta; un ofrecimiento de fina droga de potentísima carga visual con maneras, en algún momento, algo góticas en su monumentalidad, que se amueblan de una base electrónica de recurrencia impactante, de profunda y moderna fisiología sónica (Ori Lichtik), cuyo armazón para la inflexión es bien enorme. Es un principio para la calma. Sinceramente, un pasadón.
LA TRIPLE P
Las coreografías de contemporáneo, sean abstractas o no, está muy bien que se sostengan sobre cierto entramado narrativo, en su propia literatura; y el gesto como símbolo y su hilazón será el que dirima luego si sucede lenguaje, no siendo esto último absolutamente necesario, aunque si se da, siempre es mucho mejor, pues señala lo genuino de su autoría e identidad. Y si a esto le unimos, digámoslo así, cierta dimensión mística, es decir, los pálpitos y púlpitos para explicar trascendencia y espiritualidad en la órbita y rango que sea, entonces se da lugar a un hecho bailado de triple dimensión: literaria, lingüística y místico- religiosa. La danza, el ballet, aunque parezca mentira, alberga en esencia la disposición de esa singularidad, que no está, o mejor dicho, no necesariamente radica en la carga dramática, sino en la carga lírica.
El lirismo, la poética de la desnudez del gesto, es la unidad mínima de máxima expresión. Es como ver bailar un fonema, que hunde su raíz en la antropología de una celebración interior, el contento y la tristeza como ancestro, el sentimiento de traslación a la imagen bailada de la luz de una idea como creencia; el rezo, el rum-rum; un ruido tan personal como poco explicable, el sonido de la creación o la triple p: pulso, paso, palabra. Es decir, lo que nos hace inevitables e indiscutibles frente al resto de la naturaleza: nuestra propia música.
Y aunque sea de un modo un tanto tópico y también abstruso, las compañías asiáticas ostentan y tienen ese instinto, ese modismo en forma de código de barras natural; es algo suyo, como si les viniera de serie desde siempre. Y es tan orgánico como conmovedor porque vemos lo puro; sin más. Y en su danza esto se hace visible en el margen que se desprende de la factura plástica de sus movimientos; es como si fuera una cuestión de respeto a lo que dentro se conmueve para evidenciarlo al exterior ya conmoviéndose. Para ellos no es solo creencia sino también necesidad, entre otras cosas porque entienden el silencio o el hacer siempre lo mismo, además de como discurso, como un fundamento inmanente a la belleza. Una base que Occidente debería envidiar algo más, incluso copiar.
FICHA ARTÍSTICA
GEORGE & ZALMAN, de Ohad Naharin (2016)
Interpretada por Batsheva – the Young Ensemble, temporada 2019-2020: Danai Porat, Yarden Bareket, Cesar Brodermann, Ariel Gelbart, Sean Howe, Reches Itzhaki, Alma Karvat Shemesh, Londiwe Khoza, Beatrice Larrivee, Federico Longo, Tom Nissim, Gianni Notarnicola, Avigail Shafrir, Nicolas Ventura, Shaked Werner y Ofir Yannai.
Aprendices: Guy Davidson, Roni Milatin, Danai Porat, Ido Toledano.
Diseño de iluminación: Avi Yona Bueno (Bambi).
Música: Für Alina, de Arvo Pärt.
Diseño de vestuario: Eri Nakamura.
Letras: Charles Bukowski.
Voces: Bobbi Jene Smith.Un enc
argo original de: Batsheva – the Young Ensemble.Estre
no absoluto: 5 de julio de 2006, en el Mahol Shalem Festival (Jerusalén, Israel).
Duración: 16 minutos.
BLACK MILK, de Ohad Naharin (1985)
Diseño de iluminación: Avi Yona Bueno (Bambi).
Música: Rhythm Songs for One or More Marimbas, Etude No. 3, de Paul Smadbeck.
Diseño de vestuario: Rakefet Levy.
Una primera versión para mujeres fue originalmente encargada por: Kibbutz Dance Company, bajo la dirección artística de Yehudit Arnon (1985).
La Batsheva Dance Company ha realizado dos versiones de esta pieza de danza: hombres / mujeres.
Estreno de Batsheva: 25 de septiembre de 1990, en el Suzanne Dellal Center (Tel Aviv, Israel).
Duración: 14 minutos.
(intermedio)
THE LOOK, de Sharon Eyal (2019)
Cocreador: Gai Behar.
Música: Ori Lichtik.
Música adicional: «Open Again» by Thom Yorke, Untitled by Kasena Nankans.
Diseño de iluminación: Alon Cohen.
Diseño de vestuario: Rebecca Hytting.
Asistente: Rebecca Hytting.
Duración: 35 minutos.
BATSHEVA DANCE COMPANY
Coreógrafo: Ohad Naharin.
Directora artística: Gili Navot.
Directora ejecutiva: Dina Aldor.
Asistente del dirección artístico: Kelvin Vu.
Manager del Batsheva – the Young Ensemble: Idan Porges.
Regidor: Gavriel SpitzerDirect.
ores de ensayos: Gavriel Spitzer / Doron RazDire.
ctor de giras internacionales: Amit Hevrony.
Director técnico: Yuval Glickman.
Iluminación: Nir Gavrielli.
Sonido: Igal Feldman.
Técnico: Dani Feinshtein.
Vestuario: Maya Lavi.
Fisioterapeuta: Adva Terem-Lieber.
Estreno nacional en los Teatro del Canal. Espectáculo de 65 minutos de duración con descanso entre la segunda y tercera obra. Madrid, 13 y 14 de diciembre. 2019
Yolanda Vázquez es periodista especializada en danza
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