FOTO: SERGIO PARRA

El viernes 22 de septiembre el coliseo avilesino se vistió de estreno. De estreno de la imagen de un Teatro Palacio Valdés remozado para celebrar los 25 años desde su reinauguración; de estreno de la estación otoñal y de la nueva temporada teatral que cerrará el año 2017; y del estreno absoluto de Sensible, la nueva propuesta del director Juan Carlos Rubio, basada en el curioso texto epistolar de la escritora Constance de Salm (1767-1845), una de las mujeres más conocidas en el mundo artístico y literario de su época y símbolo de la defensa de la presencia de la mujer en el arte.

El escritor y guionista de televisión y cine, uno de los dramaturgos más representados y uno de los directores más activos del panorama teatral actual, traslada en esta ocasión a las tablas la introspección de un personaje en conflicto amoroso, valiéndose de la integración de los distintos lenguajes que reúne el teatro y apostando por la innovación en la fusión de elementos ya conocidos a los que se hace convivir y dialogar de un modo nuevo. El resultado no es sólo un retrato del amor como forma de destrucción sino todo un viaje a través de las distintas emociones que puede generar una situación que, aun no siendo real, la imaginación y la ansiedad de los sentimientos pueden convertir en verdad.

Una mujer madura que tiene una relación de amor plena con el sobrino de un antiguo pretendiente, veinte años más joven que ella, ve una noche a su amado con una mujer atractiva y joven. La inseguridad que le produce el contexto social en el que se mueve la pareja, que deben ocultarse para vivir su amor y superar los prejuicios sociales de la época, y una actitud procastinadora en el joven, que dilata el momento en el que afrontar una conversación con su tío y al que parecen faltarle arrestos para encarar la situación, hace que el personaje femenino dude de la que hasta ese momento era su mayor certeza, el amor inquebrantable que ambos se profesan, y que convierta en pensamiento racional el más irracional de los pensamientos, el nacido de los celos. Dolorosamente convencida de que sus sospechas son verdad, vive el desagarro emocional de la traición y el abandono, que la obligan a ir aniquilando poco a poco su fe de amor y convicción ciega, a la vez que tiñen su fiel espera en burdo patetismo.

Durante los 75 minutos que dura la obra, la fuerza interpretativa de Kiti Mánver en el personaje de Constance y la belleza plástica de la danza de Chevi Muraday, que representa la presencia ausente del deseado y el contrapunto siempre presente de Alfred, personaje que ama a Constance y sufre su rechazo, consiguen trasladar al espectador una intensidad emocional cambiante, que recorre todos los estados de ánimo del amor y el desamor: el nerviosismo y excitación inicial, el deseo irrefrenable y las ganas ansiosas, la impaciencia y emoción de la espera, la antesala del disfrute del tiempo compartido, la vivencia del amor pleno correspondido, la entrega, las sensaciones de extrañeza, la intranquilidad que generan los silencios, la soledad de la ausencia, el desgarro de la sospecha, las fatales consecuencias de la espera, la destrucción de los celos, el dolor del engaño, lo inesperado de la traición, la temida verdad que arroja la razón y la estúpida mentira del auto-convencimiento, los favores y desfavores de la esperanza, lo patético del anhelo dilatado y del consuelo; el colapso del entendimiento, cuando el universo de las creencias se desmorona ante aparentes evidencias, y el desgarro violento del corazón, cuando no queda más salida que asumir el final de lo que se pensaba y sentía eterno.

FOTO: SERGIO PARRA

 

Ese torbellino de emociones, las personas que las sienten y la vivencia subjetiva del tiempo, son los verdaderos protagonistas de este montaje, que evidencia lo sensible de una materia tan delicada y humana como es el amor, que se mueve del Eros al Thánatos de principio a fin de la obra y de principio a fin de la vida. El lecho o diván, que evoca también un féretro, y que se sitúa en el centro de la plataforma giratoria que da cuerpo a todo el diseño escenográfico de la pieza, en el que se ama y se yace, se suspira y se desespera, se sueña y se teme, se convierte por momentos en manecilla de un reloj que marca el paso del tiempo, moroso o veloz, del amor, del desamor, de la vida: «las horas pasan, las horas rasgan, las horas abrasan».

Todo en el montaje es poético y bello, y todo se carga de emoción. La pareja de actores se desviven en escena para expresar cada uno de un modo, ella más verbal y él con su cuerpo, lo que cada personaje siente: sus miedos, sus anhelos, sus vacíos, sus tormentos. Y es esta mezcla de lenguajes lo que hace tan atractiva esta propuesta, que viaja del teatro a la danza y de la coreografía al desdoble de voces, en off o con palabra en escena. La plasticidad expresiva del baile de Chevi Muraday y la ajustada y poderosa verdad interpretativa de Kiti Mánver a veces alternan su protagonismo (marcando las distancias entre los dos personajes), otras coinciden y se solapan (mostrando su complementariedad o necesidad, «no has dado un solo paso sin que yo fuera tu sombra»), pero las más de las veces dialogan en escena y hasta se abrazan, consiguiendo proyectar al público ese sentimiento por el que se ve al otro como la «adorada mitad de mí misma».

El texto, en la versión de Juan Carlos Rubio, ha sabido rescatar y potenciar los valores de una novela alejada en el tiempo pero de gran contemporaneidad, a la vez que resuelve con inteligencia y una voluntad experimental el mayor reto de su conversión dramática. La especial naturaleza epistolar de la novela hace que su traducción escénica no se codifique a través del habitual diálogo teatral. De ahí que tengamos en escena a dos personajes que, aunque comparten escenario y se mantienen en él durante toda la obra, no interactúan, al menos de un modo convencional. Son muy pocas las ocasiones en las que los dos actores se acercan y menos aquéllas en las que lo hacen para hablar. No obstante, el director no renuncia al diálogo sino que lo sustituye por formas dialógicas como la voz en off y la voz escena, mediante las cuales cada personaje dialoga consigo mismo, o por la integración del baile y el movimiento con la palabra y la interpretación. Además el diálogo se establece en el manejo de los desdobles, ya sea con los juegos de voces mencionados, con los espejos, con las sombras proyectadas en la pared de fondo o con la cama articulada en dos partes que ocupa el lugar central de la escenografía. Todos ellos permiten explorar el universo contrapuesto de la razón y de la emoción, tan ilustrado y romántico, como actual, planos ambos inherentes al ser humano y tan enfrentados como complementarios.

Se consigue de este modo que el espectador no sólo sienta las emociones de los personajes y de la protagonista femenina a través de la palabra sino que acceda a todo ese torrente de sensaciones con la ayuda y fusión de otros lenguajes que conviven con ella. De este modo debemos destacar la construcción musical de la obra, composiciones originales de Julio Awad, y el diseño del espacio sonoro de Sandra Vicente, como elementos esenciales para crear una atmósfera siempre envolvente que además en determinados momentos se danza. O el trabajo de iluminación de todo un referente en su campo, Juanjo Llorens, tan delicado como expresivo, que inunda la escena de una luz fundamentalmente blanca, que con mayor o menor intensidad, cayendo desde arriba, proyectada o en haces, incide en la sensación onírica que a veces requiere lo acontecido en la escena, y desata el juego de las sombras de los personajes, creando cuadros de auténtica belleza fotográfica. O el vestuario de María Luisa Engel, que con elementos mínimos logra trasladar expresividad al conjunto e incluso aportar una dimensión simbólica a su trabajo: el personaje femenino, que inicia la representación enfundado en un vestido verde, irá desvistiéndose a medida que se destruye, mientras que el personaje masculino, que la inicia en ropa interior, irá vistiéndose.

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Y todo ello sobre una escena pensada por Curt Allen Wilmer, que destaca el carácter introspectivo e íntimo del montaje al situar la acción en las casas y alcobas de los personajes y que confirma el uso integrado de los distintos lenguajes para hacerlos converger también en la escenografía. Una plataforma circular giratoria ocupa el centro del escenario, y sobre ella se sitúa la estructura de cama-féretro en la que desean, sufren o yacen los personajes. Al fondo, una pantalla blanca, primero cubierta de cortinillas y luego con puertas que se descubrirán espejos, otorga la pureza tamizada del sentimiento del amor que se irá perforando con las visiones y sospechas de Constance. A cada uno de los lados de la plataforma y en posición adelantada se sitúan dos sillas, una para cada personaje, a modo de vestidores improvisados o lugares de espera y de reposo, con sendos teléfonos, único medio de comunicación, además de las cartas que inundan el escenario. Estos, unos vasos y una botella, un paraguas, una navaja y el vestuario son los únicos elementos de atrezzo de los que se valen los actores. Más allá de la misma plataforma central que, con un movimiento acompasado con el dramatismo de la escena, ayuda al ritmo de la obra, al dinamismo de las acciones y se inserta en las coreografías, pues es donde baila fundamentalmente él, pero también ella, y donde todos los componentes escenográficos pueden convertirse en un momento dado en aliados del baile con carácter estético (la manga de una chaqueta de caballero, los vasos en los que calma su desesperación Constance, la silla del personaje masculino, la propia cama e incluso la misma plataforma circular, o la red roja del amor que se enreda, y que abre y cierra la obra, dotándola de una mayor carga simbólica e interpretativa.

Sensible es para el DRAE un ser vivo capaz de experimentar sensaciones, que reacciona a la acción de ciertos agentes, capaz de apreciar algo o reaccionar emocionalmente ante ello; es una persona propensa a emocionarse o dejarse llevar por los sentimientos. Del mismo modo, es algo que es perceptible por los sentidos, evidente e importante por su cuantía o carácter, o algo delicado que por su naturaleza debe ser tratado con especial cuidado.

En definitiva Sensible es el amor, como se dirá en la obra. Porque sensibles somos todos, a no ser cuando nos forzamos a contravenir los sentimientos o cuando ya estamos muertos. «He dejado de ver y de oír. De sentir y de pensar. No sufro. Simplemente he dejado de existir». Y porque Sensible es también esta obra. No sólo por ofrecer un retrato esmerado de todas las pasiones que puede despertar en una persona el amor (retrato en el que el público se mira y se encuentra) sino también por suponer un viaje tormentoso por las emociones que se despiertan en nosotros (viaje que el espectador ha sobrellevado por la intensidad del montaje y por la belleza poética de todos sus elementos).

Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rossllanoslopez@gmail.com