Era perfecta la temperatura de su mano como igualmente perfecta era la presión que ejercía sobre la mía mientras huíamos con desenfreno de nada en concreto.

También eran perfectos los pequeños tirones a los que me sometía desde adelante, rítmicos, agradables, como cuando chocan dos pelvis.

Ella corría para dejar atrás cosas que nunca me contó y que por mi parte tampoco tuve interés en preguntarle, yo sólo la seguía sin importarme nada demasiado.

Siempre con prisa y hacia delante.

Las palabras acaban por hacer del misterio algo vulgar e inaguantable. Y el silencio por el contrario otorga un halo mágico a lo mundano porque así lo pintas tú del color que hayas escogido, y si no te gusta, siempre puedes volver a pintarlo de nuevo.

Pues en silencio corrimos cogidos de la mano.

Vestía su majestad un puñado de harapos que con su percha brillaban como una constelación entera. Y eran buenas sus estrellas pues hacían palidecer a la vía láctea como si  ésta se hubiese cortado por haberla dejado olvidada fuera de la nevera.

Yo me había formado desde niño en un entorno muy cabal, mi abuelo era militar y el otro abuelo zapatero, me educaron las monjas hasta los dieciséis y al salir de la escuela trabajé un tiempo de panadero y después en la basura, así que para mí todo lo que ella hacía acababa por sentar cátedra haciendo de lo extravagante norma.

Quizá pensándolo ahora alguna pista dejaba cuando mientras corría gritaba “ahora, ahora, disparad, dadles con todo maricas, tuercebotas, que si abren brecha perdemos nuestra tierra”. Y cosas así…todo el rato.

Era particular María y me hacía reír con sus cosas, qué hoyuelos se le marcaban en los carrillos cuando hacía que disparaba sus cañones. Cerilla a la mecha y patada al aire.

Corre, corre que vienen -y, entre nosotros, allí no había nadie–.

Pero así es el amor supongo, ciego, sordo, mudo y de pasos largos, más aún si corres  y más aún si has decidido no hacer preguntas por si acaso. Paso a paso te vas dejando, te vas dejando…y al final te va llevando ¿no?

Una vez y en el primer alto, porque nada más conocernos empezó nuestra carrera me llamaba con mil nombres: Adolfo, Joaquín, Estíbaliz, Ana, Juan y lo que fuera… No me importaba pues la quería y lo único significante, lo único que contaba eran los besos que conseguía acertar de improvisto, digo los que acertaba porque en varios de mis intentos ella confundía mi nariz con ramas y las apartaba a sopapos que mantenían mi faz caliente. Me venían bien las tollinas, que hacía un frió…  fuimos felices así por unos instantes.

Durante día y medio corrimos sin alimentarnos y atravesamos amarillos secarrales, campos de trigo, cruzamos un par de pequeños ríos y nos dimos de frente con unas cuantas casas de adobe: Castrillo de los Polvazares.

El olor de la comida despertó nuestros instintos más primarios, yo le decía: “María, de verdad, que tenemos que comer, que si no yo no sigo corriendo”

Y ella miraba a su alrededor y me señalaba y decía: “¿Veis? ¿veis? Con hombres como este jamás echaremos a los franceses, medio hombre, plañidera”.

Yo quería tapar su boca por pura vergüenza, que aunque me parecía que no había nadie igual era yo que no los viera.

Al final pudo el hambre y la convencí de entrar a un restaurante a ver qué nos daban, porque nuestra moneda, de curso legal, del todo legal no era, no.

Entramos a un espacio angosto con un señor de baja estatura que después de mirarnos de arriba abajo con un leve movimiento nos invitó a pasar al comedor.

Una vez entramos, una recua de unos treinta o treinta y cinco viejos empezaron a aplaudir, un par de reverencias, le aparté la silla – invitándola a la mesa – y esperamos el primer plato.

Qué hambruna, pero al final por amor…

Al tiempo oímos un taconeo contra las piedras de la entrada y en el comedor aparecieron unos guardias sin previo aviso, se abalanzaron sobre nosotros, y los platos siguieron vacíos.

Cuando nos redujeron –porque a María juro que arrestos le sobraban– le grité:

–“Dime tu nombre completo, María”

Contestó:  –“Agustina Raimunda María Saragossa i Domènech, cobarde, desgraciao”.

“Te llevaré en mi alma”, correspondí…

Y la última vez que la vi dos policías la llevaban en volandas al furgón.

No podía dejar de pensar en ella mientras me quitaban mi uniforme de batalla y me cosían al cuerpo de nuevo la bata blanca. “Tu nombre”, escupían los rufianes.

“Bonaparte”, contesté. “José Napoleón Bonaparte”.

Iker Glez. es colaborador de LaEscena