El pasado sábado 8 de julio, los espectadores asturianos pudimos disfrutar, gracias a la programación del Centro Niemeyer, del nuevo montaje de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, en este caso al completo, después de haberse dividido la temporada pasada para acometer dos proyectos distintos, La villana de Getafe y Pedro de Urdemalas. Aquellos dos grupos se unen ahora para poner un cierre inmejorable a estos dos años de aprendizaje y de representaciones como la IV promoción de la Joven en el seno de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y para afrontar un reto aún mayor en este caso: llevar a escena una tragedia y uno de los títulos más populares y representados de nuestro teatro clásico.

Al frente de estos 22 jóvenes talentos de la interpretación nacional, “mis 22 titanes”, como los llamó en la rueda de prensa de presentación en el Festival de Almagro el veterano actor y compañero de reparto en este montaje, Jacobo Dicenta, se encuentra el también joven y experimentado director de escena, Javier Hernández-Simón, que comparte con el elenco la pasión por el oficio y la exigencia de la excelencia en cada uno de los elementos que luego integra en el espectáculo.

Esta Fuente Ovejuna que pudimos ver entonces en Avilés y que desde el miércoles 19 de julio, y durante cinco días seguidos, podrá disfrutar el avezado público del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, resulta una propuesta rotunda, que funciona a la perfección de principio a fin del montaje, cuidada en cada detalle y ejecutada con rigor, profesionalidad y buen gusto, que trabaja de la mano con la obra de Lope de Vega y la versión de Alberto Conejero para sacar la mejor lectura del texto para este tiempo y con el potencial de unos actores (“jóvenes pero sobradamente preparados”, decía un anuncio), muy versátiles, que interpretan, bailan, cantan, tocan instrumentos y proclaman un verso interiorizado, con un saber de escuela que antaño sólo daba la experiencia y que, con proyectos como el puesto en marcha ya hace años por Eduardo Vasco con la Joven, ahora se consigue a través de una apuesta seria por la formación.

La fuerza expresiva de esta Fuente Ovejuna captura desde antes incluso del inicio mismo del espectáculo la atención e interés del público; de todo tipo de público: el más especializado, por la originalidad y belleza de la propuesta, y el menos acostumbrado, que se rinde ante su dinamismo, su energía y buen hacer, y la superposición de lenguajes, características éstas que todo espectador de hoy aplaude y que resultan especialmente acertadas con un público más joven que, educado en una cultura predominantemente audiovisual, sin duda responde mejor al movimiento y a los estímulos sensuales que fusionan las distintas artes.

La propuesta de Javier Hernández-Simón consigue que el conocido texto de Lope se sienta y se viva más que nunca como un verdadero clásico, un texto sin edad, atemporal, sobre las tablas y en las butacas. El minucioso e inteligente trabajo de su director se deja ver en cada detalle de la obra, de exquisita belleza y plasticidad, que en muchos momentos ofrece al espectador verdaderos cuadros de intensidad estética, parejos en importancia al poder que se le reconoce a la fotografía en una película. Hay limpieza en la escena durante todo el montaje, lo que asegura que el espectador nunca se pierda, y bondad esmerada en la dicción del verso, base en la que se sustenta este teatro clásico de la palabra, pero no por ello se descuidan los niveles en la mirada; en cada escena la vista del público puede elegir a dónde ir y en cualquier dirección encuentra detalle y calidad. La propuesta respira sencillez, que no simpleza; esa sencillez que nace del esforzado trabajo y de la perspicacia de quienes obran con criterio, con la claridad del concepto, de lo que se busca y se quiere trasladar.

Me sorprendió entonces en el Niemeyer, y vuelve a sorprenderme ahora, en pleno Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, la inteligencia de la dramaturgia de este director y de la lectura de Conejero (autor que no deja de acertar en sus versiones, cualquiera que sea su género). Ambos, cada uno en sus funciones, han visto la actualidad del texto como elemento clave para defender este montaje y su sentido. Con un vestuario de época, no apuestan por la actualización en la estética; no les interesa alejar la representación de lo que entendemos por una Fuente Ovejuna clásica. Pero sin embargo sí ofrecen una efectiva contemporaneización de la escenografía que alcanza cotas simbólicas y ayuda a romper con las fronteras del espacio y del tiempo, para mostrar un pueblo que es en definitiva todos los pueblos (Avilés o Almagro), unos gobernantes que son todos los gobernantes (ya sean los Reyes Católicos o los mandatarios actuales), unos súbditos que también somos todos nosotros, los ciudadanos de cualquier villa, vasallos en definitiva de unas leyes, de unas normas, que acatamos aunque se sientan injustas.

Para Conejero y Hernández-Simón Fuente Ovejuna no es un pueblo que represente la lucha contra las injusticias ni mucho menos la rebelión contra los poderes injustos; no sirve ya la visión romántica heredera de la tradición de ese Fuente Ovejuna que se rebela contra los abusos del Comendador. El impulso de esa supuesta rebeldía no es inocente y pura, ni siquiera general; nace como respuesta a determinadas injusticias, cuando éstas recaen sobre Laurencia, la hija del alcalde, pero no cuando su objeto es Jacinta, la sencilla labradora. Este hecho que se esconde en el texto de Lope, y que había permanecido oculto ante la fuerza de la lectura romántica que se hizo de la obra del Fénix, sirve en esta propuesta de natural enlace con nuestra realidad.

En evidente y triste paralelismo, Fuente Ovejuna somos todos, de ahí que en el montaje se siga trabajando con el personaje colectivo y apostando por un protagonista coral. Fuente Ovejuna representa a la perfección este nuestro mundo actual, en el que cada cual, aun consciente de las injusticias y abusos, mira para otro lado para evitar problemas con las autoridades y sólo actúa cuando la injusticia recae directamente sobre ellos mismos. No es por tanto Fuente Ovejuna símbolo de revolución popular sino de instinto de venganza; y al menos así cabe pensar viendo la escena de esperpento y violencia que protagoniza el pueblo con el cuerpo yermo del Comendador. Del mismo modo que no puede ser ejemplo de rebeldía un pueblo que se postra ante los pies de los mismos soberanos que ordenan previamente su ajusticiamiento.

Sigue interesando, y ahora quizá más, mantener el tono coral de la obra, haciendo que no haya más protagonista en escena que todo el pueblo, no en vano es éste el que en esta lectura se somete a juicio del espectador. Desde el inicio del montaje, los únicos personajes que nunca desaparecen de la vista del público son los que representan la aldea de Fuente Ovejuna, de ahí que se encierren desde el principio y hasta el final en una especie de plaza, que exhibe más las miserias que las bondades de estos personajes, y cuyo burladero sirve de espacio escénico y de símbolo, en el sentido más literal del término, de lo que es y cómo se comporta ese pueblo. La exigencia que reclama esta decisión a nivel actoral es desde luego altísima, pues todo el elenco está permanentemente en escena, condición que sólo puede mantenerse cuando se cuenta con un grupo de desbordante y contagiosa energía.

Aunque el pueblo de Fuente Ovejuna sigue aparentando ser el protagonista respecto al Comendador y otros cargos de poder, no lo es en cambio desde el punto de vista político o histórico. Este lugar lo ocupan en la representación las dos figuras inquietantes de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, que abren el espectáculo, incluso cuando aún la obra no ha empezado, recibiendo al público que asiste a ver la representación como súbditos a los que también amparan bajo sus mantos, para lo que hoy no tienen Santa Inquisición, pero sí otros modos más o menos callados de control y de censura. Estos regios personajes, sin duda uno de los elementos más singulares y certeros de la propuesta, y no sólo porque consiguen contar el contexto de guerra en el que se enmarcan los sucesos dramatizados por Lope sino por su belleza estética y por su potencial simbólico y actualizador, permanecen durante toda la representación a la vista del público, unas veces en primer plano, y otras apenas imperceptibles, pero siempre presentes y siempre vigilantes, con una actitud hierática y distante, en claro contraste con la fuerza, el movimiento y el dinamismo de los personajes populares, y caracterizados maravillosamente con un poderoso vestuario y con una actitud claramente obscena en la gestualidad y en la absoluta falta de seriedad en sus intervenciones de poder.

Lo más original de la versión de Conejero, de la dirección de Hernández-Simón y de la interpretación de la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico es que el novedoso y actual enfoque de su relato consigue elevar como auténticos protagonistas a dos personajes del pueblo que recogen el verdadero sentido dramático de la obra: Jacinta y Mengo, los dos únicos que se enfrentan a la autoridad para defender a otro o que rehúsan de su beneplácito y comodidad cuando las figuras de poder parecen querer remedar el abuso. Ambos cobran un especial protagonismo al final de la obra, donde un Mengo resucitado y una Jacinta que sí es reflejo de rebeldía, asumen el tono simbólico de lo que bien pudiera ser una especie de epílogo de la obra que invita a reflexionar al espectador de hoy sobre su dudosa condición de ciudadano digno.

Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com