Una cita es un jeroglífico
W.V.O. Quine [1]

A Theodor W. Adorno me ata una relación de admiración por su elegancia argumentativa y de rechazo a sus elitistas conclusiones, sobre todo en materia de estética musical, que siempre incendian mi ánimo contraargumentativo, indiscutiblemente no tan elegante. A Adorno ya lo presente en LaEscena (12.08.23) como uno de esos filósofos que no amaban a los niños, por razones que vuelven a venir a cuento aquí: concretamente, le resultaba odioso cualquier atisbo en el comportamiento adulto de la satisfacción infantil por la reiteración. Por eso, le parecía falta de seriedad cualquier forma musical que facilitara la tentación a recrearse en lo conocido y a desear su repetición. Despreciaba, en definitiva, la musical popular, cualquier forma de música popular, por estar basada, muy principalmente, en esta debilidad y por presuponer o promover un oyente infantilizado.

Una señal particularmente distintiva del simplismo infantil de las músicas populares, en opinión de Adorno, consiste en la satisfacción con que el oyente recibe la cita, en un sentido amplio, de fragmentos musicales «prestados» en aquello que está escuchando. Esta tendencia, por cierto, era también una tentación para las músicas nobles, aquellas a las que Adorno llamaba «serias», a las que degradaba automáticamente al mismo nivel que las músicas «baladís» o «triviales» – sirviéndome de los dos antónimos que me ofrece Wikipedia™ para la acepción de «serio» que aquí interesa –. Escribe Adorno:

No menos característico de la regresión del lenguaje musical es la cita. Su uso abarca desde citas conscientes de canciones populares e infantiles a asociaciones y parecidos por completo latentes, pasando por alusiones ambiguas y quizá accidentales. [2]

A mí nunca se me ocurriría contraponer las músicas «serias» y «populares» en términos de superioridad/inferioridad estéticas, aunque esto no es nada en lo que pueda decir que la razón está de mi parte: la cuestión es estética, la estética va de «valores» y los valores, ya se sabe, admiten discusión, pero no refutación. Mi punto de vista simplemente es diferente; de hecho, opuesto, al de Adorno. Y menos mal, porque si se tratase de una cuestión factual, objetivamente resoluble, seguramente yo tendría todas las de perder porque, ya digo, Adorno observaba y argumentaba como los ángeles. Ahora bien, en la cuestión que estoy introduciendo aquí hay un aspecto relativamente cuantificable, más objetivo, por tanto, en el que consigo ver un apoyo relevante para mi posición frente a la suya: la música tiene una característica fundamental, referente a su condición de «lenguaje» – y Adorno efectivamente habla de «lenguaje musical» en la cita superior –, que la dota de un considerable nivel de complejidad formal cuantificable a través de escalas estándar (como la llamada «jerarquía de Chomsky» [3]). Aquí me interesa destacar, relativamente a esta cuestión, dos detalles importantes: en primer lugar, que la característica en la que estoy pensando tiene todo que ver con la capacidad de la música para incorporar citas; en segundo lugar, que dicha característica está idénticamente al alcance de las músicas «serias» y de las «populares».

La propiedad en cuestión es la que manifiestan aquellos fenómenos de tipo secuencial (artificiales o naturales, de los lenguajes de programación al canto de las aves) para poder aplicar «recursivamente» sus procedimientos formativos: es decir, para poder detener una rutina formativa en curso, ejecutar otra rutina semejante hasta su conclusión y retomar y concluir la parte pendiente de la rutina inicial. De este modo, las secuencias pueden contener secuencias semejantes como parte de sí mismas. Y así, en efecto, es como al hablar podemos interrumpir nuestro propio discurso para, por ejemplo, introducir el ajeno como una de sus partes: o sea, citar.

La recursividad formal, la posibilidad de incrustar secuencias dentro de otras secuencias, no solo es compleja, sino rara. La manifiestan el lenguaje natural humano y, podemos suponer que derivadamente, los principales lenguajes artificiales de programación; no la manifiestan, en cambio, los cantos de las aves. Para bastantes autores, es algo así como el Rubicón que establece la distancia entre la mentalidad humana y la de otras especies de animales – aunque a mí me suena que esta es una de tantas posiciones antropocéntricas que tarde o temprano acaban por venirse abajo [4] –. La música es obviamente recursiva, lo que la sitúa entre los fenómenos secuenciales de mayor complejidad formal conocida. Y tan recursiva (ergo compleja) es la música seria como la popular, de modo que eso de que las citas la degradan, en fin, me suena tan traído por los pelos como equivocado. Citando, la música se manifiesta en todo su esplendor matemático. Además, o especialmente, por la diversidad de maneras y efectos con que los músicos saben recrearse en la cita.

Mi cita musical favorita de todos los tiempos la hace Jonathan Richman en la canción «Velvet Underground», en su maravilloso álbum I, Jonathan (1992). El efecto es absolutamente sorprendente, a pesar (o tal vez porque) se ajusta al procedimiento de cita más básico o canónico en que uno pueda pensar: Richman arranca y avanza en su oda a Reed, Cale, Morrison y Tucker y la interrumpe de forma abrupta, anunciando con un correctísimo «like this:» que los propios VU van a entrar en escena; entonces entona literalmente los ocho primeros versos de «Sister Ray» cambiando su propio registro de voz, remata el fragmento, y retoma y remata su propia canción. Nunca nadie lo ha hecho con tanta gracia y naturalidad.

Como es bien sabido, la cita no siempre es directa: puede adoptar la forma de un discurso indirecto y esto lo saben y dominan perfectamente los mejores músicos [5]. Lo hace magistralmente Luke Haines (The Servants, The Auteurs, Black Box Recorder, Baader Meinhof) en su homenaje a Alan Vega, dentro de su tributo a la escena punk del Nueva York de los años 70, New York in the 70’s (2014). La canción – que incorpora en su título, no en vano, la fórmula introductoria de cita por excelencia: «Alan Vega says» – se basa en una aproximación a la sonoridad única de los Suicide. Así de simple y elegante. Vega falleció en 2016, a tiempo de escuchar el tributo. Me gusta pensar que lo hizo.

Raro es el músico que se resiste a versionar canciones, es decir, a traducirlas a su propio idioma musical – DLE™ da «traducir» como primera acepción de versión –. Muchas, tal vez la mayoría de las versiones son claramente prescindibles, puro relleno; algunas, pocas, superan en cambio el original, como también puede ocurrir con una traducción literaria. Pero la versión lograda es, en general, una verdadera gozada, porque nos brinda la extraña oportunidad de escuchar dos canciones (¡o más!, vid. infra) al mismo tiempo y, en el mejor de los casos, disfrutar de dos (o más) canciones por el precio de una. Supongo que todos los aficionados a la música tenemos algo así como nuestra lista de versiones preferidas. Yo la tengo, pero es demasiado extensa como para pretender injertarla en este texto.

Juro que ha sido totalmente involuntario, pero da la casualidad de que Yo La Tengo están entre los grandes maestros de las versiones. Sus discos Fakebook (1990) y Stuff like that there (2015), el segundo una especie de autohomenaje por el veinticinco aniversario del primero, contienen deliciosas versiones de canciones de los más diversos estilos. Con la filial Condo Fucks, en la que Georgia Hubley e Ira Kaplan se transforman en Georgia y Kid Condo, lanzaron en el año 2000 Fuckbook, también homenaje de aquel primer álbum de versiones [6]. Tampoco pierdan de vista al tercero en discordia de los actuales YLT, James McNew, que cuando se trasviste en Dump es capaz de lograr versiones memorables. Lo es, por ejemplo, su versión de «Vienna», de Ultravox, que personalmente me resulta más bien insoportable.

Hay quienes se han lanzado a la aventura de versionar discos íntegros, y no son pocos. Esta práctica tiene en los delirantes Flaming Lips sus verdaderos héroes: se han atrevido a recrear The dark side of the moon de Pink Floyd (The dark side of the moon, 2009), In the Court of King Crimson, de King Crimson (Playing hide and seek with the ghosts of dawn, 2012), Stone Roses, de Stone Roses (The time has come to shoot you down… What a sound, 2013) y St. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de los Fab Four (With a little help from my fwends, 2016). Los resultados son solo intermitentemente brillantes, pero el juego de la audición simultánea de la obra que suena y la que resuena resulta fascinante. No obstante, no hace falta especializarse, como los Flaming Lips, para conseguir recreaciones totales de otros discos que realmente valen la pena. Sirvan de ejemplo la recreación del Ege Bamyasi de Can por Stephen Malkmus and Friends (2013) o la personalísima literalidad del Full moon fever de Tom Petty, que sirvió de despedida a los inolvidables The Pains of Being Pure at Heart en 2019 [7]. Y, como en esta materia no hay tuerca a la que no se pueda dar otra vuelta ni rizo que no se deje aplicar de nuevo el bigudí, nos encontramos con virguerías como la versión de Valentina (2012) de The Wedding Present por los propios The Wedding Present, con el alias Cinerama (2015) [8].

Como todo buen arte, la música es inconformista, a veces desmedida, y capaz de generar, casi rizomáticamente, verdaderas cadenas de citas/versiones. La mejor serie de paráfrasis encadenadas de la historia musical reciente la componen, en mi opinión, las sucesivas revisiones del monumental I’m new here (2010), del genial Gil Scott-Heron, a cargo de Jamie XX (We’re new here, 2011), primero, y de Makaya McCraven (We’re new again, 2020), más tarde. Las réplicas no alcanzan el nivel emocional del original, pero diversifican e intensifican su sonoridad de maneras francamente valiosas.

Además, la paráfrasis musical no solo permite remitir y homenajear a una autoridad musical precedente [9], sino también dialogar y responderle, dándole incluso la vuelta a su mensaje. Lo hicieron The Beatles con la estupenda canción que abre su epónimo álbum blanco (1968), «Back in the U.S.S.R.», réplica del clásico «Surfin’ USA» (1963) de The Beach Boys, aunque la concreción más sublime que conozco de esta suerte de paráfrasis inversa se debe al finísimo grupo escocés The Delgados, que le tuerce el cuello al cisne del «All you need is love» de los de Liverpool, convirtiéndolo en un siniestro «All you need is hate», que suena como los ángeles (Hate, 2002).

Sé de sobra que por más artillería y artilleros que siguiera sumando a mi argumento nunca conseguiría sacar a Adorno de su tozuda y elitista aversión a las citas musicales. Qué le voy a hacer. Personalmente, consideraría una penosa limitación ser indiferente a las versiones de Dean Wareham, primero con Galaxy 500 y más tarde con Luna, dando nueva vida a canciones de artistas tan heterogéneos como Joy Division/New Order, Young Marble Giants, Gainsbourg, Wire, Kraftwert o Beat Happening [10]; o a la trilogía de Matthew Sweet & Susanna Hoffs – Under the covers (2006, 2009, 2013) –, que demuestra mejor que cualquier otro ejemplo que el territorio de las versiones no solo son las caras B o los bonus tracks; o a discos tan sorprendentes como la colección de versiones de la minúscula superbanda paisley underground Rainy Day (Bob Dylan, The Beach Boys, Buffalo Springfield, Big Star, The Velvet Underground, The Who, Jimi Hendrix…); o a los homenajes noventeros a Velvet Underground (Heaven & hell (A tribute to The Velvet Underground)), a Leonard Cohen (I’m Your Fan (The Songs of Leonard Cohen By…)) o a la música new wave de los ochenta (Freedom of choice (Yesterday’s new wave hits as performed by today’s stars))… En fin, la lista de ejemplos y recomendaciones podría alargarse casi ad infinitum. Pero, claro, no estaría haciendo otra cosa que acumular música baladí sobre música trivial sobre música baladí. Sin embargo, vista la diversidad, sofisticación y originalidad de las formas con que puede plantearse la cita musical, mal se sostiene la idea de que sea señal de la simplicidad e infantilismo de las músicas populares, cuyo problema parece simplemente ser su consustancial y autoevidente falta de seriedad. Repito: qué le vamos a hacer.

Concluyo (o casi) con unas frases que son y no son mías, porque son y no son una cita:

La sustancia de la audición musical es la cita; la sustancia de la interpretación musical también es la cita. Toda práctica musical es siempre cita, por lo que no es posible ninguna definición de la cita. La cita pertenece al origen; actúa y reacciona en cualquier actividad que tenga que ver con la sonoridad musical. Pero el modelo de la cita, si bien está en el origen de la música, es también, por el mismo motivo, su horizonte: la pieza musical ideal, utópica, sería una cita. [11]

CODA
En una ocasión me sorprendí a mí mismo respondiendo a una pregunta que me había auto formulado: «– ¿Qué es flamenco?; – La cita infinita». Y me quedé tan contento, convencido, además, de que me gustaba más desde ese momento [12].

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[1] W.V.O. Quine. 1940. Mathematical logic, Harvard University Press, pág. 26; la traducción es mía.

[2] Theodor W. Adorno. 1981. «On the fetish character in music and the regression on listening», en The culture industry, Routledge, págs. 29-60; la traducción es mía.

[3] Noam Chomsky. 1956. «Three Models for the Description of Language», en IRE Transactions on Information Theory 2, 113-24.

[4] Mark D. Hauser, Noam Chomsky y W. Tecumseh Fitch. 2002. «The faculty of language: What is it, who has it, and how did it evolve?», Science 298(5598), 1569–1579.

[5] Si alguien me discute que las réplicas son paráfrasis y no citas, le sugiero que lea a Nelson Goodman, con quien además nunca se pierde el tiempo. Concretamente: «Sobre la cita», en Maneras de hacer mundos, Visor/La Balsa de la Medusa págs. 67-85. La publicación es de 1990.

[6] Que podría haber pasado perfectamente por un disco de originales. Los verdaderos originales son tan oscuros que cuando me propuse descargar el cupón con la versión digital del disco, regalo de la versión en vinilo, en lugar de la esperable carpeta con los archivos mp3, lo que obtuve fue un PDF con el aviso de que no había sido posible identificar buena parte de los propietarios intelectuales de las piezas, lo que impedía su publicación en formato electrónico por falta de consentimiento explícito. De algún modo deben de haberlo arreglado, porque hoy puede conseguirse en cualquier tienda de música digital.

[7] Por cierto, ¿a quién citan The Pains of Being Pure at Heart cuando citan a Tom Petty citando el «Feel a whole lot better» de Gene Clark/The Byrds en el primer corte de la cara B?

[8] También nos encontramos con sonoros fiascos, como la recreación del (What’s the story) Morning glory? de Oasis por los neozelandeses Yumi Zouma este mismo año (2023).

[9] Entre los homenajes me gusta destacar, tanto por su calidad artística como por su motivación reivindicativa, la recreación de Mercury Rev en 2019 de la obra maestra de tan genial como olvidada Bobbie Gentry, The Delta Sweete (1968) – vid. mi colaboración en LaEscena del 01.10.23 –. Sin embargo, los homenajes son a veces tan innecesarios como anodinos: véase el reciente I’ll be your mirror: A tribute to The Velvet Underground & Nico (2021).

[10] La versión en CD de The Best of Luna, de 2006, se acompaña de un segundo disco titulado Lunafied Luna Covers que antologiza específicamente las versiones del grupo. Existe versión exenta en vinilo de 2016.

[11] Tal cual, el texto es mío. Cortando cada uso de las diferentes frases que incorporan el adjetivo «musical» y restaurando en su lugar «lectura», «escritura», «textual» y «papel», y cortando cada uso de la palabra «música» y restaurando en su lugar, «escritura», el texto pertenece a Antoine Compagnon. 2020. La segunda mano o el trabajo de la cita, Acantilado, 2020; el original es de 1979.

[12] Acabo de recordar un fragmento del libro de Douglas Hofstadter que inspira el título de este texto (Gödel Escher Bach. An eternal golden bride, Basic Books, 1979) que dice lo siguiente (traduzco personalmente del original en inglés): «El Teorema de Gödel se puede parafrasear diciendo que para cualquier tocadiscos existen discos que no puede reproducir porque causarían indirectamente su destrucción» (pág. 85). Y ya saben de lo que va el Teorema de Gödel, de la frustrante ambición de los sistemas por «decirse» a sí mismos. No sé qué pensar.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo