
“Lo importante en un fotógrafo es su obra, su sinceridad, su capacidad de transcender el plano documental para alcanzar la plenitud humana”.
Manuel Álvarez Bravo
La exposición fotográfica de Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942) es una oportunidad única de obtener una amplia visión del trabajo de esta creadora mejicana. Asistí a la presentación de la muestra con la fortuna de que estuviera la artista que, en una amena conversación con el escritor y periodista Juan Carlos Gea, nos habló de su obra y de su vida; recordó al que fuera su maestro y mentor, Manuel Álvarez Bravo. Junto a él aprendió a tomarse su tiempo a la hora de captar la imagen, porque la prudencia es un don preciado para conseguir del referente aquello que se pretende: “hay tiempo Graciela, hay tiempo” le decía el fotógrafo. También le aconsejó sobre la necesidad de ver y aprender del arte, “vea mucha pintura” y eso hizo, estudió la pintura de los clásicos hasta impregnarse de ella. Leer y viajar -otras dos necesidades para la artista- le han permitido descubrir nuevas culturas y otras maneras de mirar, así ocurrió con la estampa japonesa y las maravillosas composiciones de Hokusai. En la presentación se refirió a su interés inicial por el cine, pronto abandonado por el de la cámara fotográfica, y desde su experiencia y el convencimiento de aquel que sabe que nada es gratuito, que cada imagen es fruto de una honda curiosidad, espejo de una realidad retenida que se nos ofrece para hacernos partícipes de su experiencia, porque como la escuché decir: “el día que no me sorprenda dejaré de ser fotógrafa”.
Creadora capaz de unir, hasta fundirlos, aspectos de una fotografía documental con otros de carácter creativo y personal, moviéndose en esa débil frontera en cuyos márgenes confluyen veracidad y recreación y es ahí, donde se encuentra parte de la magia de su trabajo, y como se recoge en la presentación de esta muestra, mantiene ciertos paralelismos con Brassaï o Christer Strömholm, y también con los trabajos de Robert Frank, como ellos, es capaz de transformar la ambivalencia de una imagen en recurso y virtud.
He vuelto en alguna ocasión más a recorrer la muestra, una de ellas guiado por Gema García -profesora de Fotografía en la Escuela de Arte de Oviedo- que me ha ayudado a desentrañar aspectos complejos propios de una exposición como ésta, tanto por su amplitud (186 fotografías) como por su riqueza de matices que podríamos articular cronológica, temática o estilísticamente. Seguir los pasos de la profesora ha sido un estímulo, descubriendo facetas de la artista que, sin la suficiente implicación y conocimiento serían difíciles de desvelar.
La exposición, aunque está estructurada en “series”, no pretende ni requiere de un guión o hilo conductor, más bien, plantea un recorrido intemporal y transversal. Gema García inicia la visita ante sus autorretratos en los que aprecia de forma clara una apariencia de fragilidad de una mujer como Graciela, pequeña, pero enorme en su visión del mundo y de las cosas; con un trabajo imponente, capaz, a través de su mirada sensible y escrutadora, de desencadenar múltiples lecturas y sensaciones. De entre ellos destaco “¿Ojos para volar?” (imagen 1), una inquietante imagen de 1991 de presencia surrealista, incorporando aves que tantos significados poseen en su trayectoria.
La fotógrafa nos sitúa ante un mundo distante y ajeno, de personas anónimas y desconocidas, de lugares inhóspitos, escenarios reales donde en cualquier momento se podría desencadenar algún acontecimiento inesperado pero que, desde nuestra distancia, parecen más una ensoñación que una realidad. Así ocurre con una de sus series más conocidas, Los que viven en la arena: seris (imagen 2), proyecto de 1979 encargado por el Instituto Nacional Indigenista. Se trata de imágenes representativas de ese sincretismo cultural, una mirada antropológica que hunde sus raíces en un pasado prehispánico que se pierde en los tiempos pero que incorpora aspectos culturales contemporáneos. Hay en estas imágenes una mirada física, un retrato sin discurso, sin detenerse en aspectos narrativos que potencien la realidad, aquí “la fotografía es un pretexto para conocer”, como afirma Marta Dahó. En esta misma línea se encuentra un proyecto más personal y prolongado en el tiempo (desarrollado entre 1979 y 1986), Juchitán de las mujeres es sin duda el trabajo que deja una huella más profunda en su carrera. Con fotografías como “Nuestra Señora de las Iguanas” (imagen 3), se reclama nuestra atención no sólo mediante la rotunda presencia femenina que, de alguna manera, parece representar la pureza y grandeza de esa cultura, sino que también nos traslada a una iconografía que podría enlazar con cualquier mito o religión de la historia, porque en Graciela Iturbide parecen mezclarse, consciente o inconscientemente, aspectos captados de esa realidad cotidiana con otros que proceden de su conocimiento de la tradición plástica occidental. En este sentido es destacable la impresionante serie En el nombre del padre (1992), una visión respetuosa de una tradición adoptada e integrada por la cultura mixteca de Oaxaca. Obras como “El sacrificio” (imagen 4) hacen renacer en nosotros imágenes icónicas de una tradición cristiana alejada ya de nuestro entorno pero que, sin embargo, se mantienen allí en su estado puro.
Hay imágenes que hablan de costumbres y ritos que se entrelazan, la religión católica se ha adueñado de la tradición indígena y el resultado es el de culturas cuya idiosincrasia se manifiesta en las fiestas populares, ceremonias, carnavales y procesiones que inquietan y conmueven a un tiempo. Esa visión sin filtros, irónica y descarnada, que nos propone la artista en trabajos como “Jano, Ocumichu, Michoacán, México”, 1980 (imagen 5), resulta incómoda y surreal para nuestra implacable mirada colonizadora, aun detectando referencias a nuestro barroco, lo goyesco o incluso recuerdos a la iconografía sobre la muerte de Gutiérrez Solana.
En la muestra nos encontramos ante una serie de imágenes secuenciales de menor formato que, como advierte Gema García, están concebidas más como documento personal que como trabajo fotográfico con valor artístico; su pequeño tamaño favorece un acercamiento íntimo, fijando la mirada. En ellas se narra una situación personal vivida en relación con la muerte, son fotografías tomadas en el cementerio de Dolores, en Hidalgo y pertenecen a 1978, sobre ellas escribe:
“En la vida todo está ligado: tu dolor y tu imaginación que quizás te sirvan para olvidarte de la realidad. Es una manera de mostrar cómo se liga lo que vives con lo que sueñas, y lo que sueñas con lo que haces y queda en el papel (…). Las obsesiones provocan apariciones. O mejor dicho, fomentan un estado mental que te hace ver lo que vas buscando”.
Fue a partir de aquella experiencia que su interés por las aves aumentó, bandadas de pájaros surcan el cielo y parecen cargadas de simbología y espiritualidad, posiblemente enriquecida por su interés por las experiencias místicas de San Juan de La Cruz y el pensamiento iniciático de la filosofía Sufí. La bella publicación Pájaros (2002) con textos de José Luis Rivas y Bruce Wagner, resume buena parte de esta iconografía tan característica en su trayectoria y que ha seguido desarrollando hasta la actualidad (imagen 6).
La evolución plástica de la artista se advierte en series como el Jardín Botánico de Oaxaca (1998-1999) y en El Baño de Frida (2006). En la primera (imagen 7) sorprende con una mirada tamizada por la estética de lo artificial, son plantas sacadas de su contexto, paisajes desnaturalizados que chocan con el fuerte realismo de sus trabajos anteriores. Resultan un tanto desconcertantes, su carácter aséptico da una visión certera y reflexiva de la necesidad de proteger un mundo vegetal en extinción al que ahora le resultaría difícil sobrevivir. Parece que esas plantas se convierten en metáfora y reflexión de la propia naturaleza humana y de su existencia. Sus fotografías del baño de la pintora mejicana van más allá de la mera documentación, su conmovedora experiencia de fotografiar un espacio íntimo -clausurado durante años-, la llevaron a involucrarse en él, acción perfomática en la que reubica y manipula los objetos como si se tratara de un ready-made. El corsé ortopédico colgado en la pared (imagen 8), parece exponerse como un objeto de culto que en su aislamiento y soledad resalta como reliquia para la adoración o exvoto para propiciar la sanación.
La fotógrafa ha conseguido, como afirmó Álvarez Bravo, “transcender el plano documental para alcanzar la plenitud humana”; a través de esa implicación personal -hasta el punto de retratar sus propios pies como lo hizo Frida en su cuadro “Lo que el agua me dio”– y con un tratamiento fotográfico muy personal, tan sencillo como rotundo, es capaz de captar la esencia de aquel lugar silencioso y húmedo; con su simple mirada, Graciela Iturbide, nos involucra y emociona hasta el punto de hacer suyas las palabras de Frida: “pies para que los quiero si tengo alas para volar”.
Graciela Iturbide
Centro de Cultura Antiguo Instituto. Sala 2
c/ Jovellanos 21 Gijón
Hasta el 11 de junio
Santiago Martínez es profesor de Historia del Arte
saguazo@yahoo.es