
C-1994-XI de María Jesús Rodríguez (Oviedo, 1959) es una pieza que se puede contemplar en la sala 24 del Museo de Bellas Artes de Asturias. Se expuso por primera vez el año siguiente de su realización en la muestra dedicada a la artista en el Museo Barjola de Gijón, fecha en la que fue adquirida, incorporándose a los fondos del Museo.
Conversé con la artista este verano en Busloñe, pueblo en el que, desde hace años, comparte vida y taller con Hugo O´Donnell, un lugar lo suficientemente inspirador para una creadora ligada desde siempre a la naturaleza y sus ciclos; allí hablamos de su paso por la Escuela de Arte, sobre el grupo ABRA, de sus primeras exposiciones individuales en los años 80 y sobre todo, de su manera de entender el arte y la vida, que son, en ella, una misma cosa. Si hay una cualidad que define su trabajo es su coherencia; repasando su trayectoria se advierte una evolución formal hilada por un discurso donde el universo natural se funde con su propia naturaleza -cercana y generosa-, como afirma el crítico Rubén Suárez “es una artista que siempre está investigando en nuevos caminos creativos sin renunciar a sus principios estéticos”. Coherencia que se ha podido comprobar recientemente en la muestra “María Jesús Rodríguez, 1989/2017”, un breve recorrido por sus creaciones presentado en la Junta General del Principado de Asturias durante las Jornadas de Puertas Abiertas y para la que el Museo de Bellas Artes cedió la obra de 1994 que vamos a comentar. La exposición se iniciaba con un documental de Tito Montero cuyo título, La vigilante de las olas, recuerda experiencias de su niñez en los acantilados de pizarra de Castropol, en la playa de Arnao donde, desde algún lugar elevado, controlaba los golpes de mar, convirtiéndose en su primer oficio. Allí descubrió la belleza y esos momentos han quedado como “pequeños fragmentos del paisaje de su memoria”.
Aquellas experiencias personales, transmutadas en recuerdos, se manifestaron en los años 80 en esculturas en las que Javier Barón, en varias de las críticas que dedicó a la artista en aquella época, advirtió una vía “de muy fecundas posibilidades al acentuar el componente metafórico de su experiencia sin recurrir a la traslación directa de materiales o elementos de la naturaleza”. En “Memoria y abstracción”(1983), texto de presentación para su exposición en el Museo de Bellas Artes de Oviedo, el historiador analiza algunos de los ingredientes de sus obras que luego se mantendrán, como las calidades minerales y efectos laminados de esquistos pizarrosos vinculados al paisaje costero del occidente asturiano, y a las l.l.ousas, lajas de pizarra que demarcan las lindes de los campos, referentes que ella hace suyos mostrando las conexiones entre arte y naturaleza.
Pronto las piezas se liberarán de los marcos que las constriñen, expandiéndose irregular y libremente en el entorno, alejándose y rompiendo el ámbito de lo bidimensional para que las formas orgánicas -caprichosas e inquietantes- ocupen su espacio y ganen identidad. Grietas, hendiduras, muescas, superficies continuas pero irregulares, dotan de expresividad y vida a sus esculturas, delatando un proceder directo con el cartón, rasgándolo y pegándolo sobre la base de madera; se trata de pulsiones naturales, de un trabajo hecho con las manos o, a veces, con un cortahílos, tras pegar y prensar los trozos de cartón, los “talla” de distinta manera antes del tratamiento pictórico (Imagen 1). Cada obra tiene un valor en sí, una fuerza única que, desde otros planteamientos, mantiene paralelismos formales con algunos de los trabajos de Dennis León como “Loma Prieta”, una gran escultura exenta que también posee referencias geológicas, recordándonos el poder de la naturaleza para, a través del drama de la presión, la fusión y el fragmento, servir de punto de inspiración al creador.
Parece que la pizarra está en la esencia de aquellos cartones negros pero también en trabajos mucho más recientes, como los que presentó en la exposición colectiva Asturias Arte Actual, celebrada en el CMAE de Avilés en los meses de mayo y junio de 2016, “Salgueiro” o ”Los Reguerones”(imagen 2),son piezas de 2010 en las que directamente “ataca” la superficie de la roca con punta seca. En ellas el virtuosismo técnico y el gusto por el detalle se conjugan, potenciando, a través de esa impresión directa, la perfecta sintonía entre materia y forma. La geología, la botánica y el arte se han unido a través de los organismos vivos, musgos y hojarascas que crecen con naturalidad, reflejando un mundo perfectamente interiorizado, enraizado y fértil con aquellos recuerdos retenidos en la memoria.

Tras doce años en los que trabajó el cartón teñido en negro, entre 1992-1993, Mª Jesús Rodríguez comenzó a dejar visible su color natural, a esta época corresponde la obra expuesta en el Museo de Bellas Artes, C-1994-XI (imagen 3), una pieza de 114x141x12 cm que se sitúa en un momento importante de la evolución de la artista en el que parece superada la emoción provocada por los recuerdos, centrando su trabajo en las posibilidades que ofrece la materia en sí; alejándose del color negro, se distancia también del referente geológico para indagar en las posibilidades creativas y expresivas del cartón en estado puro. “La textura íntima de la materia” (1999), presentación que Guillermo Solana dedica a la artista, se refiere a las resonancias naturales que nos llegan a través de su método de trabajo que, en un primer momento, tuvo un carácter espontáneo y ahora se ha visto enriquecido por un mayor control del proceso. A pesar de ese tratamiento más racional, las propuestas de los primeros años noventa no se desprenden del esencialismo que siempre le ha caracterizado. Los surcos y las aristas se muestran perfectamente alineados en los campos que conforman la obra: dos superficies de formato irregular y de texturas distintas (imagen 4). El carácter “holístico”, una justa medida de contrarios, se advierte en los alineamientos que llevan direcciones opuestas -encontrándose en la diagonal principal- verticales en el cuerpo trapezoidal inferior y, horizontalmente -con una leve caída hacia la derecha- en el triángulo superior, siendo los cortes de éste último profundos y contundentes, más agrestes y zigzagueantes, mientras que en la otra se presentan efectos fibrosos, casi textiles, mucho más sutiles (imagen 5). Es, en conjunto, una obra híbrida que incorpora ingredientes pictóricos en un trabajo evidentemente escultórico; esos ingredientes se encuentran en las ranuras, contenedoras de luz y en las aristas que proyectan sus sombras pero también, en el rigor geométrico de efectos vibrantes, ópticos y lumínicos (imagen 6). El negro de las obras anteriores, de alguna manera, enmascaraba la rotundidad y fuerza de la materia prima y sus formas, que ahora, desde esa desnudez, ponen de manifiesto la esencia misma de la escultura. Gracias a esa aproximación, sensible y delicada del material, realiza un trabajo de gran calado emocional, extrae toda la fuerza contenida en él, situándose en un discurso contemporáneo similar al de otras artistas internacionales como Eva Lootz, Cristina Iglesias y Susana Solano, cuyos trabajos se han venido desarrollando en torno a los infinitos lenguajes de la materia.
La muestra de 1995 en el Museo Barjola supuso una inflexión en la trayectoria de la artista, un paso más hacia nuevas maneras, la monocromía, la economía de medios, la repetición y un cierto orden racional en los campos geométricos, podrían llevarnos a corrientes estéticas frías y minimalistas alejadas de sus postulados, pero en tal caso de un minimalismo emocional. Esta evolución se enmarca en un proceso de experimentación y conocimiento de las posibilidades del cartón, un proceso largo y complejo, que en torno a 2003 dejó aparcado y que ahora parece tener intención de retomar. Esa evolución está condicionada por la metodología de trabajo y sus herramientas, desde una cierta ductilidad que aporta el material, se decidió a abordarlo directamente para dejar su gesto y su temblor después, con el uso del cúter las hendiduras y cortes fueron más precisos, para llegar, como en la obra comentada, al uso de la radial que aporta unas calidades muy diferentes, perfiles precisos y rotundos (imagen 7).
C-1994-XI de María Jesús Rodríguez confirma cómo, a través de la razón y del rigor en el trabajo, se puede profundizar en el ámbito de las emociones; la obra es tan sugerente que las referencias, más que geológicas o etnográficas, parecen antropológicas, conectando con el espectador de manera instantánea, despertando recuerdos adormecidos y desencadenando sensaciones muy primarias a través de las fibras verticales que, desde la cercanía, parecen tejidas con la urdimbre y su trama, o las formas en zigzag o dientes de sierra que siempre han estado presentes en sus trabajos como lo están en la historia de la humanidad. Parecen huellas expresivas dejadas en la roca con los dedos impregnados en barro, surcos en una tierra dejados por la vertedera del arado o por el tiempo, con sus arrugas y cicatrices (imagen 8).
Un cartón prensado y adherido a la madera nos hace ver cómo algo tan concreto puede rozar la más pura abstracción y nos revela esa adoración que la artista siente hacia la naturaleza, esa fuente inagotable de inspiración para los creadores, que nos hace reflexionar sobre nuestra existencia.
C- 1994-XI, 1994
María Jesús Rodríguez
Sala 24, Museo de Bellas Artes de Asturias.
Santiago Martínez es profesor de Historia del Arte
saguazo@yahoo.es