Siempre me ha parecido chocante que siendo históricamente tan raros esos momentos en que una observación o ciertos experimentos cruciales consiguen poner patas arriba pilares que creíamos sólidos de nuestras concepciones sobre el mundo (momentos de «revolución» y «cambio de paradigma», según Kuhn), sean sin embargo tan frecuentes, y tan aburridamente periódicas, las proclamaciones de revolución y cambio de paradigma en lo que se refiere a la cultura y las artes. En el caso de la música, por ejemplo, parece que no hay década en que deje de estallar su propia revolución. Demasiado sospechoso, la verdad. Salvo que llamemos «revolución» y «cambio de paradigma» a casi cualquier novedad, por pequeña que sea. Como me ocurre con cualquier asunto sobre el que escribo, no tengo una respuesta tajante sobre por qué sucede algo así, pero sí algunas ideas.
Para empezar, aclaro que no soy un negacionista de las revoluciones musicales: por supuesto que existen las revoluciones musicales. Por ceñirme a la música occidental, sería de necios negar que la polifonía o la atonalidad fueron revolucionarias en sus respectivos contextos históricos. Es posible ir más lejos: ¿cómo no va a haber revoluciones musicales, si hasta han sido documentadas en las tradiciones de canto de algunos animales no humanos? Muchas especies de pájaros y de cetáceos practican formas de canto (como reclamos sexuales, avisos territoriales o un poco de todo, no se sabe con absoluta seguridad) que se transmiten y perduran a lo largo de generaciones. Como cualquier otra práctica sujeta a aprendizaje social, los cantos cambian de manera gradual y lenta a lo largo del tiempo, básicamente por errores en la capacidad de copia o imitación, pero tal vez también (tampoco se tiene la certeza) por iniciativas individuales para aumentar su efectividad. A este tipo de cambio se le suele llamar «evolución»: es decir, pequeñas alteraciones de la pauta general propia de la comunidad, que acaban siendo asimiladas por el conjunto de sus miembros, generando secuencias apenas percibidas de cambio constante. Solo a muy largo plazo es posible captar la radicalidad del cambio acumulado, comparando fases distantes en el tiempo y obviando todas las transiciones intermedias.
Pues bien, junto a la habitual evolución de los cantos, en el caso de las ballenas jorobadas (Megaptera novaeangliae) ha sido posible documentar raros procesos de cambio «revolucionario», que tienen el efecto de desplazar la forma de canto tradicional de un grupo por otra totalmente distinta en cuestión de uno o dos años (la evolución, en cambio, requiere generaciones). El primer caso se documentó en el año 2000, después de que los ejemplares de una población de ballenas del Este de Australia adoptasen en menos de dos años el formato de canto propio de una población del Oeste del continente. Los divulgadores de este y otros casos conocidos ahora han llegado, además, a proclamar lo siguiente: «se da una pauta cíclica de aumento de la complejidad durante la evolución y de disminución de la complejidad con la introducción revolucionaria de nuevas canciones, pauta que parece ser replicada en los procesos de cambio histórico de la música humana (p.ej. del Barroco al Clasicismo y después al Romanticismo)» (Garland y McGregor, 2020). Como se suele decir, largos periodos de estasis, con incrementos imperceptibles y constantes de complejidad, puntuados intermitentemente por procesos revolucionarios, generalmente simplificadores, que redirigen el proceso hacia una nueva senda de complejización.
Sin embargo, en cuanto nos situamos en la música más o menos actual, al igual que si lo hacemos en cualquier otro aspecto de la cultura humana, muy particularmente en el cambio tecnológico, la pauta se invierte radicalmente: los periodos de «estabilidad» se acortan al máximo y las puntuaciones «revolucionarias» son el pan de cada día. ¿Por qué? Bueno, no es la cuestión que pretendo abordar, pero lo cierto es que si mencioné arriba el cambio tecnológico no fue por simple casualidad. Cuando escribo esto, falta una semana para que la versión original del iPhone™ cumpla dieciséis años. El lanzamiento de la versión 15 está anunciada para principios de septiembre. Cada nueva versión se anuncia como un acontecimiento revolucionario y son legión los que no se resisten a alistarse. Pero ni a estos se le escapa, creo yo, que es una estrategia comercial, aunque tan eficaz que funciona aunque no se les escape ni a los mismos fanáticos. La estrategia prexiste al iPhone™ (en mi experiencia personal, ya la conocí con el continuo cambio de versiones de los paquetes de software de Microsoft™ y las correspondientes exhibiciones cuasi oraculares del fundador y CEO de la empresa). Pero el caso de iPhone™ personifica (¿personifica?) como ningún otro el nuevo patrón del cambio cultural, que en cierto modo replica el principio de la Reina Roja en Alicia a través del espejo: cambiar frenéticamente, mientras que todo se mantiene más o menos igual.
No me estoy olvidando de la música. De hecho, creo que no he dejado de hablar de música una sola línea. Concedamos, en beneficio del argumento, que la irrupción y casi instantánea difusión planetaria de The Beatles fue un acontecimiento musicalmente revolucionario (también en beneficio del argumento, dejaré de lado cualquier otra dimensión de su impacto cultural). ¿Ha habido desde entonces algún otro momento revolucionario y de cambio de paradigma musical? Como casi todo sobre lo que escribo, es una pregunta que me supera. De todos modos, intentaré articular una respuesta tirando de la observación de Ellen Garland y Peter McGregor que referí más arriba, concretamente, la idea de que los cambios abruptos, revolucionarios, introducen de entrada patrones más simples que aquellos que desplazan.
A partir de esta observación, podríamos decir que el punk introdujo una genuina revolución musical a finales de los años setenta, tras las exageraciones del material de los años sesenta llevadas a cabo por el llamado rock sinfónico o progresivo (tal vez la psicodelia en general) de la posterior década. Es verdad que el punk tuvo, desde el primer momento, su lado absolutamente decepcionante, perfectamente encarnado en la obsesión de Malcolm McLaren por vender la marca Sex Pistols™ al mejor postor de las multinacionales del disco o por la carrera de los principales grupos del frente «revolucionario» por grabar antes y en las mejores condiciones económicas sin atender para quién. Pero el punk fiel o aproximadamente fiel al principio del DIY (do it yourself, «hazlo tú mismo») seguramente abrió un camino revolucionario para la creatividad, la práctica y el disfrute musicales.
Es importante tener en cuenta que «música» es una categoría que inevitablemente abarca mucho más que el simple estímulo acústico creado: la creación se inscribe en una escena y la preparación, promoción y difusión del producto se apoya en diversas industrias, en muchos casos conniventes (discográficas, promotores, grupos de prensa, etc.). Y es importante tener en cuenta, paralelamente, que un concepto kuhniano de revolución y cambio de paradigma aplicado a nuestro terreno implica también cambios en toda esa cadena, ya sea en su concepción, su composición, sus magnates… (acaso obviada, desarticulada o rearticulada). Una revolución, científica o musical, es también una revolución sociológica. Hubo un punk revolucionario, qué duda cabe, que abrió un fértil camino, con una conexión mucho más directa entre la economía de la producción y la economía del disfrute musicales, con rebrotes muy frescos como las riot grrrls y relevantes secuelas en parte de lo que seguimos hoy llamando «indie». Valoraciones estéticas aparte (que deberían hacerse caso por caso), pienso que el grunge puede ser señalado como el momento sinfónico/progresivo de esta revolución, en el que se complejizan las creaciones y la industria consigue hacerse de nuevo dueña del cotarro.
La misma observación de Garland y McGregor puede inspirar la idea de que sea posible hablar del trap como de una genuina revolución musical. Desde luego, en el sentido estrictamente musical, sus propuestas sonoras y verbales son de una simplicidad rayana en lo anémico, aunque asociadas a una curiosa ideología que combina provocativamente conformismo y agresividad respecto al mercantilismo y al consumismo ambientales (Sánchez Ungidos y del Río Castañeda, 2022). En el trap se selecciona lo que más brilla y lo que más pueda hacer torcer el gesto, se reorganiza y se transforma en un nuevo sistema de valores dentro del sistema común de valores. Así, los ritmos menos trabajados y los pareados más estúpidos se asocian con los emblemas más superficiales, aunque mejor cotizados, del lujo, resultando en lo que, en el fondo, no son sino variaciones oníricamente retorcidas, engendros o pesadillas, de la normalidad. El potencial comercial de esta revolución desde y hacia dentro (¿implosión, en el sentido de Baudrillard?) ha sido rápidamente calculado por la industria y la alianza de esta con los artistas está ya sobradamente establecida, muy fácil de asumir por estos, además, como un elemento de (in)coherencia con su filosofía (Castro, 2019).
Es cierto que el trap se nutre de la cultura musical del reciclaje sonoro del hip-hop, a su vez emparentado con la de las músicas jamaicanas dubificadas, en una especie de vuelta de tuerca en que la marginalidad y el inconformismo de estas últimas se transforma en el provocador conformismo de aquel. También es cierto que el hip-hop, aunque rápidamente se sofisticó de la mano de músicos geniales como De La Soul o A Tribe Called Quest, tuvo su origen en las fórmulas mucho más elementales del gansta rap, en circuitos escénicos, de producción y de difusión ciertamente marginales. Sin embargo, los descendientes más directos de esa sonoridad y de todo el complejo estético asociado a ella están hoy en el centro mismo del mainstream musical. El trap seguramente no sea otra cosa que uno de esos descendientes, parte de cuya propuesta de complejización parece girar, más que en su obviamente simplificadora propuesta sonora, en la exhibición impúdica del habitualmente vergonzante deseo de situarse en tal centro gravitacional, que el trap parece hacer digerible con altas dosis de ese blanqueador universal llamado ironía.
¿Y quién puede negarles a los traperos su buena parte de razón? Trapero, por cierto, es quien recoge o retira a domicilio trapos, basuras y desechos para comerciar con ellos, sintetizando las tres acepciones del DLE™. Por una vez, las autoridades de la docta casa han sido proféticos, porque no otra cosa son los traperos del trap (ambos, trap y traperos del trap, todavía offDLE™). Y, la verdad, si la revuelta punk (inDLE™) fue un viaje a ninguna parte y los traperos han encontrado la piedra filosofal que convierte los trapos en oro: ¿para qué tanta revolución y tanta estructura?
Ellen C. Garland y Peter K. McGregor. 2020. Cultural transmisión, evolution, and revolution in vocal displays: Insights from bird and whale song. Frontiers in Psychology 11, art. 544929.
Guillermo Sánchez Ungidos y Laro del Río Castañeda. 2022. «Funcionamos así, al margen de estos fekas». El trap y la teoría literaria. Estudios de Teoría Literaria 11/26, 198-211.
Ernesto Castro. 2019. El trap. Filosofía millenial para la crisis en España. Errata Naturae.
Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo