There was a world where this happened. The best songs being made were also the most popular. Everyone loved The Jam and we all bought their singles. How could this have happened? How could this not have happened?
Robin Webb
En cuanto me enteré, unos cuantos meses antes de su publicación, de que Robert Allen Zimmerman (aka Bob Dylan) ultimaba un libro titulado The philosophy of modern song activé de inmediato la opción de pre-compra que ofrecía la editorial [1]. Luego, ya con el libro en las manos, supongo que como muchos otros, me quedé algo así como con cara de tonto. El libro más parecía un álbum gráfico con escuetos comentarios del artista que un sesudo tratado de filosofía. Eso sí, precioso de ver y aparentemente apto para disfrutar, casi veinte años después de Chronicles: Volume one, de la extraordinaria prosa de Robert. Un Nobel de Literatura no lo tiene cualquiera (aunque cualquiera puede tenerlo; si no lo creen, revisen la lista de los laureados).
Pero, bien pensado, ¿por qué no habría de ser un álbum gráfico escuetamente comentado un soporte adecuado para hacer filosofía? – no verlo así sería tan tonto como quejarse de que Dylan subtitulase Volumen one su anterior libro, por más de que no tenga mucha pinta que vayan a existir una segunda o tercera crónicas –. Al fin y al cabo, Mr. Zimmerman es un prodigioso prestidigitador de la palabra, sí, pero también un artista honesto como pocos. De modo que me puse manos a la obra para extraer toda la pulpa filosófica del dudoso libro de filosofía del nada dudoso Robert Allen.
(Aclaro. No es que piense que al libro de Bob haya que meterle a calzador una filosofía por el simple hecho de que el título incluya la palabra. Esto me parece de una intransigencia comparable a la de quienes se empeñaban en escuchar folk más o menos tradicional en el rock electrificado de Dylan simplemente porque lo llevaban a festivales de folk más o menos tradicional. Robert tenía todo el derecho a no escribir un libro de filosofía, aunque lo haya titulado como tal, del mismo modo que su lector tiene derecho a leerlo como un libro de filosofía, aunque simplemente sea un libro de lo que sea cuyo título incluye la palabra filosofía. Generalizando lo que dice el youtubero [2] literario Jesús G. Maestro, nadie es responsable de los sueños o pesadillas de los demás.)
Una primera cuestión de interés la plantea también el propio título: a saber, ¿es la canción la unidad básica de la, para entendernos, música popular moderna? Algunas de las personas cuyo criterio musical más aprecio piensan que sí, que lo esencial para que un disco sea bueno es que contenga buenas canciones. O sea, que la calidad de un disco deriva de la de sus canciones, nunca al contrario – es decir, que la calidad del concepto del disco en su conjunto pudiera servir para imprimir calidad a cada una de las canciones –. Al final, la fama se la llevan con extraordinaria frecuencia los discos en su totalidad, con su nombre propio bien inscrito en la memoria de los aficionados, pero aquí parece cumplirse algo parecido a eso que dijo Bertrand Russell de un detractor de una de sus tesis: los discos parecen beneficiarse de las ventajas del robo frente al trabajo honesto de las canciones. En definitiva, aunque la calidad del disco pueda no ser estrictamente equivalente a la suma de la de sus canciones (el propio conjunto y el posible concepto unificador también aportan al cómputo), si las canciones no son buenas, no hay conjunción ni concepto que puedan salvarlo [3]. Se me ocurre un símil: es más probable que te entiendan en inglés si usas palabras adecuadas y aproximadamente bien pronunciadas, aunque tu sintaxis sea miserable, que si usas una sintaxis impecable, pero te inventas el vocabulario o lo pronuncias como si lo estuvieras balbuceando. El vocabulario son las canciones, claro, y la sintaxis el conjunto o el concepto. La música popular moderna sería, pues, una forma de creación artística más morfológica (basada en las palabras, o sea, las canciones) que sintáctica (basada en las oraciones, o sea, el disco en su conjunto).
Esto no impide que la música popular moderna no pueda dejar de aspirar a la creación de discos conceptualmente unitarios. De hecho, existen suficientes pruebas de lo contrario: del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (The Beatles) al Ok Computer (Radiohead), del Pet sounds (The Beach Boys) a The Sophtware Slump (Grandaddy), del Village Green Preservation Society (The Kinks) al Greetings from Michigan: The Great Lake State (Sufjan Stevens), o de Quadrophenia (The Who) a The most lamentable tragedy (Titus Andronicus), pasando por La leyenda del tiempo (Camarón), Omega (Morente), Hospice (The Antlers) o The suburbs (Arcade Fire). Una de las sorpresas musicales más gratas que me he llevado últimamente es la primera entrega (Infierno) de la serie que el grupo leonés Los Modernos (con nada menos que Héctor Escobar a la cabeza, en su momento bajista fundador de Los Flechazos) planea dedicar a La divina comedia [4]. Casi nada. El disco es más que un disco. De hecho, es un disco-libro con textos que valen mucho la pena. Pero la fuerza de esta recuperación de la ópera-rock al mejor estilo de The Who radica en la potencia y calidad de sus canciones.
Lo que la tesis morfológica plantea es que a ninguno de los trabajos que he referido le sería atribuible el ingente valor que atesoran si, a pesar de la brillantez de sus conceptos cohesivos, no se apoyasen en canciones excepcionalmente buenas. Es verdad que la música popular moderna ha tenido y tiene sus derivas y que una de ellas, que seguro habrá de repetirse con alguna periodicidad, es la que la lleva a minusvalorar las canciones, en el sentido del prototipo popular y moderno, es decir, esa pieza de, arriba o abajo, tres minutos de duración, y a ensalzar los desarrollos instrumentales que pueden elevarlas a decenas de minutos – a menudo, decenas de interminables e insufribles minutos –. Ahí está la música progresiva setentera, con sus consabidos revivals –FundéuRae™ me afea el uso de esta palabra y ofrece las alternativas renacer, regreso y vuelta, que cada cual me corrija como estime mejor –. Como ocurre con todos los géneros y épocas, hay discos progresivos buenos y malos, soporíferos y hasta bailables. Pero creo que la general impopularidad del género se debe precisamente a su desprecio de la canción tal y como la música popular moderna la entiende. Visto así, por muy defensor que asimismo sea de la sintaxis de los discos conceptuales, concedo que la tesis morfológica es correcta.
Una cuestión relacionada importante es la del vínculo causal entre los formatos fonográficos a los que originalmente se acomodaron las dos unidades en cuestión: es decir, los discos de vinilo de 45 rpm y 331/3 rpm, respectivamente para el caso de las canciones y de los álbumes. Hay que tener en cuenta que la música popular moderna es una forma de creación propia de la crisis de la reproductibilidad técnica, es decir, «post-benjaminiana» o «post-aurática», nacida para satisfacer audiencias anónimas, sin ningún tipo de recato ceremonial y en cualquier lugar donde lo permitan las técnicas de reproducción, a las que se acomoda, pues, formalmente [5]. Es decir, no fueron los formatos de registro y reproducción los que debieron acomodarse a una forma de creatividad independientemente desarrollada, sino esta a los formatos de difusión prexistentes. Sin embargo, así contada, la historia desfigura y simplifica un tanto la cuestión. Los discos de 45 rpm y 331/3 rpm fueron dos soluciones alternativas, independientemente alcanzadas por fabricantes en competencia, a la tensión entre la calidad del sonido vinculada al arrastre del disco, donde tiene ventaja la primera solución, y la extensión temporal posible del registro, donde la tiene la segunda. De hecho, los fabricantes que pusieron en circulación los pequeños discos de 45 rpm intentaron, sin mucho éxito, suplir su desventaja diseñando reproductores con discos apilados y dispensados automática en orden. Al final, pues se trataba de una carrera comercial y no de primacía técnica, se llegó a una solución que compromiso para que todos los fabricantes se sirvieran de los dos formatos, acomodaran sus reproductores a ambos y comercializasen indistintamente discos dedicados a canciones particulares y discos dedicados a colecciones de canciones o al desarrollo de conceptos musicales [6].
Parece que la tesis morfológica sobre la música popular moderna sería más proclive a la defensa del 45 rpm como el sistema de rotación en el fondo natural de esta forma de creación musical. Sin embargo, no creo que esta sea la conclusión más acertada. La que yo creo más correcta es que la canción consiguió colonizar y hacer suyos por igual ambos formatos de registro y reproducción, invirtiendo el sentido de la relación de dominio de la técnica sobre el producto creativo que emana de la lógica de Benjamin. La creatividad musical se acabó imponiendo sobre la tiranía de la técnica y los discos acabaron siendo, sin más, eso, discos, el canal más adecuado para la creatividad desbordante de tantísimos músicos populares modernos.
De hecho, existe la creencia de que ciertos grupos musicales son «más de singles» [7] – o sea, más de 45 rpm – y otros «más de LP» – es decir, más de 331/3 rpm –. Robin Webb, que es el mejor conocedor y crítico de la música popular moderna de los alrededores, por más discretamente que ejerza tal condición, me comentaba hace muy poco, a propósito de The Jam, que «they made great albums but were and should be remembered as a singles band». Sin embargo, incluso en el caso de las «singles bands» – salvo que se queden en eso que se llama one-hit wonder [8]– ocurre que acaban por encontrar en las 331/3 rpm un ambiente tan natural y propicio como en las 45 rpm. Robin lo sentencia diciendo «Snap! es el mejor LP de The Jam» [9]. Y Snap! es, claro, la deslumbrante recopilación de singles que la banda lazó en 1983.
Hoy, ya se sabe, vivimos una era «post-postbenjaminiana», o «post-postaurática», en que la música popular moderna se localiza en el éter indeterminado de la llamada «nube». Lo esperable, digo yo, es que acabe por emanciparse de los modelos de organización formal propios de la morfología y la sintaxis de la música popular moderna tradicional gracias a las posibilidades de esas nuevas técnicas de reproductibilidad. Pero aún seguimos a la espera. De todos modos, ya se ha visto que la reproductibilidad técnica no trajo consigo la hecatombe anunciada por Benjamin ni, con toda probabilidad, va a traerla la post-reproductibilidad técnica o como queramos llamarla [10].
Pero volvamos a Bob Dylan (aka Robert Allen Zimmerman) y a su flamante libro, desencadenantes de toda esta parrafada y a los que recurro para que me auxilien en su remate. El título de Dylan se basa, en realidad, en un doble sentido: por un lado, se refiere a la dosis de filosofía que es capaz de contener cada canción en particular; por otro lado, a la capacidad genérica de las canciones para contener esas dosis de filosofía. La suma de ambas afirmaciones, es decir, la afirmación de que las canciones son artefactos filosóficos dada su capacidad para contener breves lecciones de filosofía, es, a su vez, la filosofía que Dylan defiende, implícitamente, sobre la filosofía de la canción moderna. La filosofía que Bob Zimmerman concretamente evoca, explica y comenta procede de sesenta y seis canciones que contienen otras tantas secuencias y lecciones de vida, en el sentido en que esta nos resulta más próxima. Pero el saber de las canciones puede alcanzar también estratos más profundos de la filosofía, porque una única canción puede contener, por ejemplo, toda una revolución estética o ser reflejo de dimensiones del ser ocultas a la percepción adormecida que aplicamos a lo cotidiano.
Las canciones son, en fin, dispositivos cargados de conocimiento, incorrección y belleza. Suele cumplirse que lo sean tanto más cuanto menos populares – en el sentido de la acepción quinta de DLE™ [11], diferente al que venía atribuyendo hasta aquí al término. Y si las canciones son tales, los discos no pueden dejar de ser tratados filosóficos, las tiendas de discos dispensarios de filosofía y nuestras discotecas domésticas, discotecas y bibliotecas al mismo tiempo.
Y luego están, claro, las otras canciones. las que se dejan escuchar y la mayoría escucha como quien oye llover. Pero para eso, yo me quedo con la lluvia.
[1] Bob Dylan. 2022. The philosophy of modern song. Simon & Schuster.
[2] Atlántico (23.07.19). El término youtubero (en itálica) es sugerencia de la agencia FundéuRAE™.
[3] La única excepción o duda razonable que se me ocurre sería la de los discos de Frank Zappa. Pero la valoración estética de los discos de Zappa es harto complicada y, en todo caso, aportarían eso, la excepción que confirma la regularidad.
[4] Los Modernos. 2023. Infierno. Commedia. Eolas & menoslobos.
[5] Como podrán imaginar, el consabido Walter Benjamin. 1936. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Penguin Ramdom House, 2021.
[6] Lo cuenta con pelos y señales, es decir, con nombres y apellidos comerciales, Greg Milner. 2009. El sonido y la perfección. Una historia de la música grabada, Lovemonk [2015].
[7] En el improbable caso de que no sepan qué es un single, desconfíen del DLE™, que define así el término, en acepción única: «Dicho de un cabo: Que se emplea sencillo cuando uno de sus extremos está atado al penol de la verga; p. ej., la braza, el amantillo, etc.». Su aliado FundéuRAE™ repudia asimismo el anglicismo por innecesario. Sugiere sustituirlo por sencillo, individual o soltero. Hagan lo que quieran.
[8] FundéuRAE™ sugiere cantante de un solo éxito, categoría de la que propone como epítome a Glen Medeiros.
[9] Las citas Robin Webb son eso que tan elegantemente se denomina en los textos académicos «comunicaciones personales». Están transcritas tal cual me fueron transmitidas.
[10] Guillermo Lorenzo. 2023. El aura musical en la época de la post-reproductibilidad técnica. LaEscena (20.07.23).
[11] «Que es estimado o, al menos, conocido por el público en general».
Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo