Explica Anne L’Hullier, Nobelpriset i fysik™ 2023, que las personas estamos principalmente compuestas de espacio vacío. Supongo que esto significa que un microrganismo lo suficientemente micro podría darse un paseo por nuestro interior, entrando y saliendo de nuestro cuerpo sin indicio alguno de haber estado en el interior de nada; y, en el extremo opuesto, que para un macroorganismo, tal vez no demasiado macro, seguramente seamos una masa tan compacta como nos pueda parecer a nosotros un trozo de obsidiana. Supongo, también, que todo esto implica que una distinción como «vacío» frente a «compacto» no deba entenderse como una contraposición entre dos tipos de estados alternativos de la materia, sino como una cuestión del punto de vista bajo el que un mismo estado puede ser contemplado.
La lectura de la entrevista a Anne L’Hullier en El País. El Periódico Global (06.10.23) me pilló pensando no precisamente sobre esta, sino sobre otra distinción en el fondo semejante: la que (supuestamente) opone la «realidad» y la «ficción». Y me ayudó a concluir que nos tomamos tan al pie de la letra que hay cosas reales que existen al margen de las ficticias (y viceversa) simplemente porque manejamos erróneamente la distinción conceptual entre «realidad» y «ficción» como si confrontara dos modalidades de existencia alternativas y mutuamente excluyentes. Sin embargo, en la realidad, todo tiene su componente real y sus ingredientes de ficción y, en la ficción, pues lo mismo. Por tanto, todo es real y ficticio a la vez, más una u otra cosa según los casos. Lo que (ingenuamente) llamamos «realidad» y lo que (ingenuamente) llamamos «ficción» son, como mucho, situaciones límite, creo que bastante excepcionales, aunque (ingenuamente) pensemos todo lo contrario, en que uno u otro ingrediente queda reducido a la mínima expresión.
La verdad es que yo no suelo pensar y escribir sobre metafísica, sino sobre música. Como mucho, podría aspirar a hacerlo sobre la metafísica de la música y, tal vez algún día, sobre la música de la metafísica. De momento, me atrevo tímidamente a sugerir que la música nos ofrece un territorio especialmente propicio para ilustrar la porosidad de los extremos de la dualidad «realidad» / «ficción» y la facilidad con que «lo real» y «lo ficticio» se interpenetran e hibridan, dando lugar a diversos efectos de coexistencia, es decir, de realidad ficción o de ficción realista musicales.
Pensemos en The Archies, en los años sesenta, o en los aún (muy) activos Gorillaz, bandas personificadas por avatares diseñados. También, naturalmente, en The Beatles, transformados en 1967 en la Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, cuyos avatares de carne y hueso eran los propios Beatles, hasta el intercambio de papeles en Yellow Submarine (1968), cuando The Beatles se transforman en los avatares diseñados de la Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. En los ochenta, Milli Manilli fue un exitoso dúo de avatares de carne y hueso que se quiso hacer pasar por algo más que avatares de carne y hueso – solo más tarde lo supimos –. Retrocediendo otra vez a los sesenta, The Monkeys, que comenzaron siendo simples avatares de carne y hueso en una serie televisiva, acabaron siendo todos unos músicos hechos y derechos. Pensemos, además, en la legión de artistas especializados en la interpretación de composiciones ajenas como si fuesen propias – las bandas tributo lo hacen abierta y honestamente; la mayoría de los cantantes «románticos» no tanto – o de composiciones propias como si fuesen ajenas – me refiero a ese tipo de artistas que se ponen sombreros que les quedan grandes o abusan del delineador de ojos para convertirse en personajes que cantan sus propias canciones –. Hasta que llegamos, naturalmente, al artista «genuino» que compone, interpreta y actúa sin doblez alguna de identidad, como quien compromete su buen nombre o pone la mano en el fuego por la veracidad de lo que nos está ofreciendo. Sin embargo, no podemos pasar por alto que, incluso en el caso de estos últimos, la autenticidad se presta frecuentemente a discusión, como sucedió no hace tanto cuando Damon Albarn (Blur, Gorillaz, Damon Albarn) levantó la polémica sobre si Taylor Swift componía o no realmente sus canciones, si no le echarían una manita y si, en fin, en lo de esta artista capaz de alterar los datos macroeconómicos de los lugares por donde pasa como un viento huracanado no habrá algo más de ilusionismo de lo que nos quieren hacer creer [1].
Lo anterior es suficiente para concluir que en la creatividad musical entra en juego algo más que el talento musical de los artistas: importa, también, e importa mucho, su talento literario, o el de sus colaboradores, porque la música es también relato, poesía y arte dramático [2]. De hecho, y aquí es donde pretendía llegar desde que me puse a divagar de la mano de Anne L’Hullier sobre nuestro vacío corporal – que tal vez explique eso que siempre se ha llamado vacío existencial –, algunos de mis grupos musicales no están representados en mi colección de discos, ni los he visto en micro-conciertos ni en macro-festivales, ni salen en programas de televisión. El soporte en que están registradas sus músicas son textos literarios, las disfruto leyendo y las conservo como oro en paño en mi biblioteca.
Las bandas realmente existentes en obras de ficción son tantas que empiezo a considerar la idea de consignarlas en una especie de suplemento de la enciclopedia musical allmusic.com (¿allimaginarymusic.com?), replicando los juiciosos criterios de organización y la riqueza de la información que proporciona esta fuente: overview, biography, discography, songs, credits, awards, related. El proyecto es ambicioso, ya digo, porque el caudal de grupos e intérpretes musicales que uno puede encontrarse buceando en la narrativa más o menos reciente es considerable.
(Me retracto, casi al mismo tiempo que lo formulo, de mi proyecto de construcción de la allimaginarymusic.com. Existe ya en la red – ¡cómo no! – la Rocklopedia Fakebandica (fakebands.com), dedicada a eso, a recopilar bandas ficticias de todo tipo de fuentes. ¡Lleva más de seis mil entradas cuando escribo esto [08.10.23]!)
Entre mis grupos realmente ficticios o ficticiamente reales favoritos destacan, por encima de todos los demás, The Beaten (aka The Beaten Victorians) (aka The Victorians), la lisérgica banda tardo sesentera fruto de la imaginación derrochada por Rodrigo Fresán en su novela de 2003 Jardines de Kensington. Inolvidable su inédito (y ni siquiera escuchado por su legítimo propietario) triple LP Lost boy Baco’s broken hearted requiem & Lisergic Funeral Parlor Inc., que la discográfica Rhino intentó fallidamente incluir en su catálogo como trabajo póstumo de la banda tras la trágica desaparición de sus componentes principales, con sus canciones de rock largas y tendidas, tan ajenas al gusto de la época corrompido por la mala influencia de los odiosos The Beatles [3]. No se quedan muy atrás los fabulosos The Traumatics, la banda punk de Richard Katz en Freedom, la novela de Jonathan Franzen de 2010, con un historial de nada menos que cuatro álbumes (Greetings from the bottom of the mine shaft, In case you hadn’t noticed, Reactionary splendor e Insanely happy) [4]. También los Walnut Surprise, el grupo de alt country (aka americana) que el mismo Richard funda tras la desbandada de The Traumatics. Me declaro fan incondicional de su Nameless Lake. Anoten también a The Conduits, la banda del exuberante guitarrista Bosco, y, de paso, a The Flaming Dildos, juvenil grupo punk del descubridor y agente discográfico de aquellos, Bennie Salazar. Las dos bandas suenan en A visit from the goon squad, la novela publicada en 2011 por Jennifer Egan. Y graben también estos dos nombres: Ships in the Night, banda que conjuga con gracia el ska y la new wave con la sonoridad de Mahler gracias al talento narrativo de Joseph O’Connor en The Thrill of it all (2014), y, tal vez mi mayor debilidad dentro de toda esta pequeña muestra de auténtica música ficción, los Memorial Device, brote efímero de la rama más oscura del postpunk felizmente identificado y registrado por David Keenan en This is Memorial Device (2017).
Como digo, la muestra es pequeña (no olviden que Rocklopedia Fakebandica consta actualmente de más de 6000 registros), pero más que suficiente como elemento comprobatorio de lo que me propongo ilustrar, ya saben, lo difusos que resultan los límites entre lo ficticio y lo real y lo fácil que resulta saltar de uno a otro lado de la brecha que parece separar esos dos ámbitos de la existencia. Porque resulta que algunas de estas bandas hasta tienen su propia entrada en discogs.com, la alternativa enciclopédica de allmusic.com que, además de fedataria de la vida musical de cualquier artista musical que se precie (a modo de notario o hijo de notario), funciona como página de compra de discos (vamos, como los bares tienda de antaño, con su alcalde pedáneo y con su jukebox y todo en un discreto rinconcito), o hay quien les ha abierto página en facebook.com o en youtube.com o en bandcamp.com, a las que suben archivos de audio y video.
Pero más importante aún, creo yo, es que todo lo anterior nos enseña que los libros son, además de todo lo demás que sabemos que son (y lo son casi todo), una de las técnicas de almacenamiento musical más potentes de cuantas existen, así como la lectura es la técnica de reproducción (o «reproductibilidad», si queremos adherirnos a la habitual traducción de la expresión de Walter Benjamin) con más papeletas para perdurar de cuantas se han inventado hasta la fecha. Porque la música se lee en las partituras, claro, pero se lee también en los relatos de ficción, de los que el lector la rescata para recrearla y hacerla realidad, no solo mentalmente en el acto mismo de lectura, sino también en la rememoración o en la conversación sobre lo leído, en la réplica tal vez improvisada por uno mismo o entre amigos con los instrumentos que tengan a mano, registrándola en grabaciones caseras, difundiéndola a través de las plataformas digitales al uso, etc. La música está en muchas más partes de lo que imaginamos, porque tiene la curiosa propiedad de existir más allá de sí misma, en lugares que no se sabe si son realidad o ficción, ambas cosas a la vez o todo lo contrario al mismo tiempo.
¿Metafísica o birlibirloque? Ni idea.
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[1] Según tengo entendido, se puede ser swiftie – adorador de Taylor –, swifty – adorador efímero y en el fondo falso de Taylor –, swifter – degustador de la música de Taylor sin más – y fan – conocedor y apreciador ocasional de la música de Taylor –. Lo que pienso personalmente de Taylor lo dejo para la nota [2].
[2] Bien por la Svenka Akademien©, que supo verlo en 2016 al concederle el Nobelpriset i litteratur™ a Robert Allen Zimmerman (aka Bob Dylan), para sorpresa y escándalo de muchos. Yo apoyo que se lo den a Taylor Alison Swift (aka Taylor Swift), y lo digo muy en serio, para volver a romper de nuevo, y cuanto antes, el perfil de ganador escritor, hombre, europeo y mayor de sesenta años que este año ha vuelto a confirmar el noruego Jon Fosse (64 años) – ¡ojo!, que sin duda lo merece tanto como Bob o Taylor, no se vayan a enfadar mis admiradas Silvia Bardelás y Beatriz González.
[3] Rocklopedia Fakebandica (fakebands.com) no incluye registro de The Beaten (aka The Beaten Victorians) (aka The Victorians) bajo ninguna de sus alternativas denominaciones. Lo que me ha obligado a plantearme si ser yo (o no) quien incremente con esta deslumbrante incorporación su ya abultada nómina de grupos. Tras mucho titubeo (de titubar, nos dice DLE™ sin más aclaración), he decidido que no debo colaborar con una iniciativa que califica el material que recopila como fake, en contradicción flagrante (de flagrar, nos dice también DLE™ como si tal cosa) con las tesis de este artículo.
[4] Si entre mis lectores de LaEscena hay algún lector simpatizante de mi La tenista esquimal contra el eterno masculino… (La Vorágine, 2023), que tome nota también de The Sick Chelseas, la maravillosa banda she-punk que se encargó de abrir los conciertos de la gira del Insanely happy que sirvió de despedida a The Traumatics.
Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo