La fuerza del cariño, la última propuesta teatral de la directora Magüi Mira, apoyada por el productor Jesús Cimarro, se estrenó el pasado viernes 9 de agosto en un teatro Palacio Valdés de Avilés completo desde hace días para la ocasión. El público asturiano, acostumbrado a la calidad de los estrenos de Pentación Espectáculos en el odeón avilesino y al buen hacer de Magüi Mira, y atraídos también por las caras conocidas y las trayectorias profesionales del elenco, no dudó en apostar por esta cita en un Avilés y una región rebosantes de otras actividades y propuestas. Y la verdad es que no se equivocaron; no nos equivocamos.
La obra excedió las ya de por sí altas expectativas que depositamos siempre en los estrenos estivales que nos regala cada año la programación del Palacio Valdés. En el reducido tiempo de una representación, asistimos a un verdadero espectáculo teatral que demuestra que una propuesta comercial y entretenida, no está reñida ni con la calidad dramática ni con la belleza estética ni con un teatro de verdades y de verdad, reflexivo y que conmueva.
En este montaje las vidas de cuatro personajes pasan a escena y se convierten poco a poco en nuestras propias vidas, con sus bondades y sus miserias, para mostrarnos la importancia del cariño como verdadero motor de todo el viaje y como lo poco que gana la batalla al tiempo y permanece en, durante y después, incluso, del amor, de cualquier amor, el filial o el de pareja, de cualquier pareja, sin importar el tipo, la circunstancia o la duración de la relación que lo haya suscitado.
La propuesta de Magüi Mira nos retuerce por dentro al poner en evidencia lo pequeños que somos y lo ridículas que resultan nuestras preocupaciones; y nos hace reírnos de ellas y de nosotros mismos, de nuestras ansias y debilidades, muchas ya conocidas y aceptadas. Y sobre todo nos recuerda que la belleza de la vida reside precisamente en lo que muchas veces la hace más dolorosa, en su consustancial fragilidad, porque lo efímero se impone siempre a nuestro necio pero comprensible deseo de permanecer.
La construcción de su dramaturgia se nutre para ello del oxímoron de nuestras propias existencias, en las que no permanecen los amores apasionados, pero tampoco los odios; no son fiables los consejos porque aconsejamos para otros lo que luego nosotros olvidamos en nuestras vidas; no se mantienen las promesas pero tampoco las esperas; no existe la perfección porque nadie “está por encima de las debilidades humanas” si es humano; aspiramos a acertar con fiabilidad total pero descubrimos que es imposible no equivocarse para crecer. No se puede vivir en el espacio, fuera de este mundo, permanentemente, ni se puede vivir siempre con los pies en la tierra, sin soñar o volar un poquito, aunque sólo sea para vernos desde fuera. No se mantiene la tragedia y tampoco es eterna la comedia, se suceden y se solapan, como en la vida misma. No podemos conocerlo todo pero tampoco se desconoce todo; por ello no hay abismos o al menos “los abismos a lo desconocido” son de ida y vuelta. No podemos resistirnos a envejecer ni evitar que otros crezcan, pero tampoco podemos ser adultos responsables permanentemente. Y en medio de este ir y venir de las distintas caras de la misma moneda, las luces del teatro nos llevan a la luz de la verdad de nuestras vidas: lo único que dura es el cariño, la fuerza del cariño es lo único que puede ganarle la batalla al paso del tiempo; el único que puede vencer (porque la sobrevive) a la muerte.
La fuerza del cariño de Magüi Mira tiene además fuerza y cariño por doquier. La fuerza de un texto muy vivo, que parte de la adaptación que Emilio Hernández hace de la película de 1983, dirigida por James L. Brooks, ganadora de 5 óscars de las once nominaciones que recibió, y la obra teatral de Dan Gordon que se estrenó en Broadway en 2016, ambas versiones cinematográfica y escénica, respectivamente, de la novela de Larry McMurtry de 1975, filtrada y tejida por los ojos y las manos experimentados de una virtuosa Magüi Mira, que finalmente dirige esta versión teatral espléndida, ajustada a la perfección al público actual y a sus actores.
Ofrece la realidad cotidiana que todos tenemos de puertas adentro de nuestras casas, de nuestras familias y relaciones, de nuestros dormitorios y de nuestras intimidades, que al final son las de todos, de nuestros pensamientos y nuestros corazones, y lo hace priorizando perspectivas acalladas o menos habituales, como la perspectiva de las mujeres, indagando en la difícil y preciosa relación de una madre y una hija, en lo que supone y significa ser mujer hoy, en la dignificación y belleza de ser “una señora de cierta edad”, o en la desmitificación de la aparente seriedad del sexo, el embarazo, el divorcio, la soledad o la muerte, o la lectura medioambiental de esta propuesta que apuesta por la ecología de las emociones como base para mejorar nuestro mundo.
Y así es como la obra nos hace reír a carcajadas, sonreír en complicidad, emocionarnos en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, nunca mejor dicho, y como sucede en todos los días de nuestras vidas. Un texto en el que se tienen en cuenta los silencios, tan expresivos, trágicos o hilarantes, el lenguaje figurado, los dobles sentidos, el juego de palabras, y lo metafórico o poético, para hacer reír o pensar, en cada caso.
Y la dirección se engrana y agranda con la fuerza del elenco de actores, fieras cariñosas de las tablas. No importa la procedencia teatral, televisiva, musical, lo importante es la autenticidad que emana de la interpretación de todos ellos, y el trabajo que se vislumbra detrás de cada intervención, de cada movimiento, de cada transición, de cada silencio.
El peso de la función recae de un modo especial en Lolita Flores, a la que el papel de Aurora Greenway parece irle como anillo al dedo, en una interpretación que se entrega por completo, sin reservas, y cuyo trabajo hace que personaje y actriz parezcan la misma persona. Ha sabido entender y construir una Aurora de raíz, conectada con la verdad, la suya y la de todas, una madre que protege, sufre y sueña; una suegra beligerante pero que demuestra tener olfato; y sobre todo una mujer que dejó de vivir plenamente para no hacerse más daño, amputada para no sufrir pero también para sentir, sobreprotegiendo a su hija pero también a sí misma, y a la que acompañamos en el proceso deseado y necesario de volver a soñar y a sentir, y a sufrir, si es lo que toca; a salir al espacio exterior para recuperarse a sí misma, aceptando las decepciones y las alegrías, y lo que tenga que venir, pero viviendo.
Una joven Marta Guerras, que aunque al principio de la obra asusta por histriónica, energía por otro lado necesaria para construir con rapidez su personaje y para introducirnos en la ficción escénica, sorprende por su dominio expresivo, su excelente dicción y su amplio registro actoral, en un personaje difícil por cambiante, el de Emma, en el que vemos pasar toda una vida ante nuestros ojos, desde su deseo de salir a la vida propia e independizarse del nido materno, rebelde, libre y cargada de energía, pasando por cada una de las etapas de esa su vida, hasta la última. De la interpretación de Marta Guerras depende en gran medida la verosimilitud de la obra, pues en el tiempo reducido de la representación debe ir encajando y mostrando los efectos de todas esas etapas, y sus contraposiciones: exultante al principio, arisca y egoísta, rebelde, dulce y alocada; frustrante por momentos, ilusionada y optimista, angustiada y sin rumbo, a la deriva, en otros; ponderada y sensata, generosa y dialogante, cariñosa y temerosa, agradecida y elegante, rebelde y sumisa; hija de su madre siempre, madre de su hija desde que es madre y madre de su madre cuando ve que ella lo necesita y hasta de su exmarido, por momentos.
Antonio Hortelano da vida a Flap Horton, personaje que sirve de contrapunto en la relación con Emma, que vive lo mismo que ella pero que reacciona de manera bien distinta a las fases de la existencia, evoluciona menos o más lento en el teatro y en este proceso que es la vida. Un profesor que parece tener lo que desea, en lo personal y en lo profesional, pero que al aspirar a más se olvida precisamente de lo que ya tiene, perdiéndolo luego todo; todo menos el cariño de su hija, de Emma e incluso de Aurora.
Actoralmente Antonio Hortelano responde con altura al complejo reto de ser el personaje que pasa toda la obra sin una personalidad definida, creciendo sin crecer; para Emma pasa de príncipe sabio a mero pingüino, como siempre lo ha visto su madre, lo que hace que Antonio Hortelano deba mantener a su personaje de principio a fin de la obra de un modo similar, con la dificultad que eso supone en un espacio-tiempo tan reducido, denso y cambiante como es el que construyen las dos mujeres. Esta falta de personalidad de Flap está muy bien construída en la dramaturgia del montaje, al ser éste el único personaje que no dispone de un espacio escénico fijo, sino que transita por todos ellos sin asentarse, como sucede en verdad con su propia persona, que sólo parece definirse y reconocerse in extremis al final de la obra y por necesidad.
Y cerrando este cuarteto de lujo está el actor Luis Mottola, que da vida al astronauta en tierra de Garrett Breedlove, quien con una genial interpretación nos permite disfrutar de lo excéntrico y maravilloso de este peculiar personaje. Luis Mottola consigue la cuadratura del círculo, el siempre difícil mediocritas est virtus, gracias a una actuación equilibrada, que se mantiene en un punto difícil de lograr siempre, y más cuando los ingredientes que se deben mezclar son difíciles de ponderar en la vida y en las escena: lo exagerado, lo absurdo, lo ridículo, lo poético y lo pretencioso, todas características inherentes al personaje, las vemos y las reímos con ternura o con distancia. Un personaje feliz que el actor pasea feliz también por el teatro, y el público se lo agradece.
Fuerza y cariño también en el vestuario de Lorenzo Caprile, tan apropiado a cada personaje y situación como atrayente (mención aparte merece la lencería que viste a Lolita durante toda la función y cuyo tacto nos arropa a todos); en el diseño de luces de José Manuel Guerra, que matizan, acentúan, subrayan e intensifican lo que sucede en las tablas y lo que siente la platea; o en la composición del espacio sonoro a cargo de Jorge Muñoz, que nos recibe a golpe de rock & roll para mecernos luego en un reggae que empuja la lágrima de emoción contenida, mientras nos recuerda que “no woman no cry”.
Y reservo para el final la construcción del espacio escénico de Curt Allen Wilmer, impecable para traducir a escena la dramaturgia de Magüi Mira, en ese espacio único permanente, siempre a la vista, que alberga a su vez cuatro espacios individuales, uno por personaje, trazados con los mínimos elementos de atrezzo, funcionales, simbólicos y efectistas, y unidos por una estética colorista y muy cuidada, que asegura la belleza fotográfica del montaje.
Un espacio a cuatro según los personajes: el dormitorio-cama de Aurora a la izda del espectador; el sofá y la maleta para Emma, que pasa de ser su habitación en casa de la madre a su nueva casa cuando se independiza, siempre en la parte derecha del escenario; la escalera abierta de ascenso primero y descenso luego, con los libros de estudio, para Flap, integrados y compartidos en el espacio de Emma; y tras una valla de jardín que recorre todo el escenario, al otro lado y sin estar a la vista plenamente, la terraza de Garrett, construida en nuestra imaginación con la ayuda del espacio sonoro y el diálogo.
Un espacio a tres cuando Emma y Flap se separan, momento en el que Flap pierde el único espacio concreto que se le otorga en la obra, la escalera, para pasar a ser nómada mientras sigue buscando quién es y quién quiere ser.
Y un espacio a dos, en dos direcciones: si le damos sentido a la valla que divide la caja escénica en una parte delantera y al descubierto para el público, la realidad de Aurora y Emma, la que todos vivimos, y otra trasera, velada, ese otro universo en el que parece vivir Garrett y que tanto nos atrae, dos realidades que se cuestionan mutuamente y que se dan la mano. Y luego la división en dos lados, izquierda-derecha, que representan las dos realidades de la madre y la hija, que viven separadas, incluso cuando están viviendo bajo el mismo techo, pero siempre conectadas.
Y como feliz nexo de unión entre todos los espacios y personajes, uno de los grandes aciertos de la obra para regular el ritmo dramático, dinámico de principio a fin de la misma, y para dinamizar las transiciones, los teléfonos que conectan estos pequeños mundos, y que los conectan también, cuando es necesario, con otros (la amiga de Emma, el banquero…). Sólo los teléfonos dejan de sonar al final de la obra, cuando la tragedia llama a la puerta, y los personajes comienzan a compartir sus espacios, a despojarse de ellos y los intercambian (Flap en la cama de Aurora, Aurora y Garrett en el sillón de Emma, Emma en la cama de su madre), y la disposición del espacio escénico de la obra se altera, llevando la cama a un sospechoso lugar central que cambia radicalmente sus connotaciones.
En ese momento se reúnen en el mismo espacio, por primera y última vez en toda la obra, los cuatro personajes de la ficción, y el teléfono deja de ser necesario, salvo para una última llamada, la que siempre vuelve a conectar a una madre con el cariño de su hija, a una mujer con otra ya renovada, y a un ser humano con el universo, ese espacio escénico in absentia que en este caso está más allá de la cuarta pared y nos conecta a todos.
Mucho cariño, y del bueno, por la vida, por los seres humanos y por el teatro, y mucha fuerza dramática y vital en esta propuesta que nos reconcilia con la frágil belleza de nuestra existencia efímera y nos recuerda que el cariño destilado del amor de todas nuestras relaciones con otras personas es lo que permanece para siempre. En palabras de Bob Marley, por ser fiel con el hilo musical de la obra, “no vivamos para que nuestra presencia se note, sino para que nuestra ausencia se sienta”.
«La fuerza del cariño»
Estreno absoluto
Teatro Palacio Valdés, Avilés
9 de agosto de 2019
Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rossllanoslopez@gmail.com